La opinión autorizada sirve para crear una verdad autorizada, que si bien no destruye la verdad, la oculta con fines censuradores que delatan lo restringida que está nuestra libertad de pensamiento y lo inútil que deviene la libertad de obrar si primero no se es libre para pensar.
En la Antigua Grecia existía un triángulo compuesto por tres palabras aparentemente incompatibles entre sí que se iban sucediendo de manera cíclica para garantizar la estabilidad política: Democracia-Demagogia-Dictadura. Según los griegos, que practicaban una democracia limitada aunque más participativa que la nuestra, la democracia era el gobierno del pueblo, es decir, un gobierno decidido por la mayoría que participaba activamente en su mejora y donde se expulsaba a todo aquel que fuera incómodo para su ejercicio. El ostracismo no era más que la expulsión de la vida pública de todo aquel que ejerciera –o pudiera ejercer– una función tóxica en el poder, como por ejemplo, dejarse llevar por intereses privados, ya que toda función pública debería ser incompatible con el interés privado por una contradicción de términos; no se puede defender desde lo que es de todos lo que es de unos pocos porque si es así, no puede llamarse al sistema de gobierno democracia sino más bien aristocracia u oligarquía.
La opinión coge lo necesario de verdad para estructurar un sistema justificativo de utilidad
En este punto se introduce una distinción clásica entre la izquierda y la derecha nacida durante la Revolución Francesa. Tradicionalmente se ha concebido la izquierda como una apuesta por el grito de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” desde los jacobinos que estaban situados en la Asamblea Constituyente de Francia en el lateral izquierdo. Por el contrario, se ha concebido a la derecha, como el ejercicio político que apuesta por la iniciativa privada desde el egoísmo interesado y que estaba situado en la lateral derecho. De modo que ser de izquierdas o de derechas ha significado históricamente posicionarse en uno u otro lugar. Esta definición está incompleta al menos en un sentido. No hay personas de izquierdas o derechas como no existen gobiernos, países, protectorados o estados que sean de izquierdas o derechas propiamente hablando. Ser de izquierda o derecha es una cuestión de perspectiva. Siguiendo el análisis del francés Gilles Deleuze, ser de izquierda significa comprender el mundo hacia afuera, es decir, concebir como lo más cercano aquello que está más lejos de la siguiente forma: el mundo-mi lugar-yo. En ese mismo sentido, los 17.306 ahogados en el Mediterráneo tienen que ver con mi presente y me afectan a mi composición vital e histórica tanto como mi lugar de procedencia y mi propia persona. Por el contrario, ser de derechas es primero garantizar el lugar de uno para ocuparse (si es que queda tiempo) del resto. Ser de derechas será lo contrario, concebirme primero garantizando mi propia seguridad, igualdad, libertad y dignidad, para después poder garantizar la de otros que no soy yo. Se puede decir que ser de derechas es incompatible con ocuparse del gobierno, pues el que gobierna se ocupa de lo que es de todos y se encarga de garantizar unos mínimos éticos de justicia independientemente del lugar que ocupe.
Por otro lado, y siguiendo con el triángulo griego, entendemos por demagogia una desviación de la democracia hacia un discurso de tono sentimental y efusivo para el engaño y la mixtificación de las masas con el fin de conseguir el poder del gobierno, sistema muy cercano a lo que podemos conocer como ideología o dogma (diferente de la doxa –opinión en Grecia y elemento necesario para el funcionamiento de la democracia–). Si democracia venía de demos (pueblo) y cracia (gobierno), demagogia derivará de demos (pueblo) y agein (dirigir) desde la publicidad y la propaganda. No se debe al error histórico ni a la casualidad que los últimos regímenes dictatoriales incluido el español, contaran con un Ministerio con este nombre que fabrica de manera silenciosa, clandestina y constante, un andamiaje ideológico desde las ideas y los juicios dando forma a un conglomerado de representaciones que llamamos opinión o de manera vulgar, rumor. La opinión no guarda relación de ninguna naturaleza con lo cierto o la verdad. La única relación que guarda la opinión con la verdad es de grado y utilidad. Por tanto, la opinión coge lo necesario de verdad para estructurar un sistema justificativo de utilidad que conserve lo justo de coherencia formal para preservar nuestras creencias desde la demagogia y la retórica creando una nueva forma de consciente –e inconsciente– social. La opinión necesita la verdad como cosmético y la autoridad como cuerpo. La opinión autorizada sirve para crear una verdad autorizada, que si bien no destruye la verdad, la oculta con fines censuradores que delatan lo restringida que está nuestra libertad de pensamiento y lo inútil que deviene la libertad de obrar si primero no se es libre para pensar.
Por último, se entiende por dictadura, un gobierno autoritario que viola las leyes anteriormente impuestas prescindiendo del aparato gubernamental para imponer el suyo y no cuenta con el pueblo para la implantación de cualquier dispositivo jurídico. Si inevitablemente la democracia pasa por las fases de demagogia y dictadura, es urgente preguntar en qué parte del proceso nos encontramos, ya que existe una participación democrática casi inexistente donde sólo queda espacio para el ejercicio de la ciudadanía en los comicios municipales, autonómicos y estatales.
Sin embargo, parece que una nueva moral se impone que va más allá de la dictadura y que en política actual podemos denominar como tecnocracia, que como puede deducirse también viene del griego y significa etimológicamente el gobierno de la técnica o de los técnicos especializados destinados a resolver determinados problemas privilegiando los fines antes que los medios. La nueva tecnocracia poco se diferencia de la antigua aristocracia e incluso la oligarquía, ya que antiguo gobierno de los mejores encuentra su correlato en una nueva concepción de la mejor opinión, de los mejores opinadores, que subsumen el criterio de los otros a los suyos. Amparados en una nueva moral del conocimiento, que nace de la lentitud operativa de la pluralidad política y el consenso, justifican una vía autoritaria de imposición de normas que evite la discusión y la crítica. La nueva aristocracia no sólo es contraria a la democracia, sino que necesita acabar con ella. Los criterios técnicos, si bien necesarios como instrumento para la gobernabilidad y administración de los intereses generales, no pueden suplantar las estructuras democráticas de decisión, no porque sean mejores o peores, sino porque nadie los ha elegido, porque debajo de las exigencias técnicas se esconde una moral parcial y autoritaria, y porque un grupo de técnicos se compra más barato que una ciudadanía informada.
¿Quién debe gobernar? deben gobernar los técnicos; y ¿por qué? porque lo dicen los técnicos, y ¿cómo? con criterios técnicos, ¿cuándo? cuando los técnicos digan
Es decir, en un gobierno tecnócrata, si se trata de salvar a un país de la crisis, se asegurarán políticas de austeridad y mecanismos legales y económicos para garantizar la salida de esa crisis independientemente de los ciudadanos porque lo importante en una tecnocracia es salvaguardar el orden, la seguridad y el funcionamiento correcto y exacto del gobierno. La doxa (opinión) que era un elemento fundamental para la democracia, queda relegada a un plano sin valor. La mejor manera de eliminar el remanente individual y arbitrario de la opinión –pública– es dejarla en manos de personas cualificadas, en las que delegar la formación de nuestro criterio con plena confianza y garantía por nuestro bien. Estas personas cuentan con tiempo suficiente para pensar por nosotros. Sus juicios están legitimados por toda una red dispensadora de títulos académicos que avalan la autenticidad y oficialidad de sus conocimientos. Siendo así, es lógico pensar que nosotros, que debemos ser constantemente productivos; que consumimos nuestro tiempo y cuerpo trabajando, haciendo deporte, intoxicándonos; que no tenemos tiempo ni fuerzas para reflexionar hondamente sobre los intereses que nos afectan, dejemos en manos de hombres y mujeres más capaces la dirección y organización de la vida pública, porque somos unos enajenados.
La consecuencia es clara: la única opinión válida es la del técnico, que ajeno a detalles políticos, nos guía por los caminos de la eficacia con mano firme y juicio claro porque ha existido a lo largo de la Historia un sutil desplazamiento de la voluntad y la acción política. Si bien no se pretende una apología de la oclocracia o la estococracia, el gobierno de la muchedumbre y el gobierno por sorteo, respectivamente hablando, lo que hay que hacer es al menos encuadrar realmente cuál es nuestro sistema de gobierno y llamar a las cosas por su nombre para no llevarse a engaño. Si existe una jerarquización arbitraria de la opinión donde unos técnicos la dominan, nos conduce a cuestionar a las misma preguntas de siempre, con la salvedad de que nosotros ya no tendremos que contestarlas: ¿quién debe gobernar? deben gobernar los técnicos; y ¿por qué? porque lo dicen los técnicos, y ¿cómo? con criterios técnicos, ¿cuándo? cuando los técnicos digan, porque monopolizan el pensamiento válido según el cual lo que ellos dicen que hay que hacer es lo mejor (o menos peor) que se puede hacer. Una cuestión fundamental queda abierta ¿no se están reprimiendo cualquier otra forma política?
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