¿Nos sirve hoy la Transición?

La historia recupera interés y vigor en las épocas de crisis. En nuestro caso, la referencia obligada son los 70, la Transición española: entre 1976 y 1982 quedó establecido el actual régimen político, incluidos también sus elementos narrativos e ideológicos. Cualquier proyecto de cambio político real tiene que considerar esta época si quiere atinar el tiro y modificar las bases culturales e institucionales del ordenamiento político. Pero la Transición es también un caladero de intuiciones para nuestro tiempo.

, miembro de la Fundación de los Comunes y autor de '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el Régimen del 78'.
18/03/15 · 8:00
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Isa

La historia recupera interés y vigor en las épocas de crisis. En nuestro caso, la referencia obligada son los 70, la Transición española: entre 1976 y 1982 quedó establecido el actual régimen político, incluidos también sus elementos narrativos e ideológicos. Cualquier proyecto de cambio político real tiene que considerar esta época si quiere atinar el tiro y modificar las bases culturales e institucionales del ordenamiento político. Pero la Transición es también un caladero de intuiciones para nuestro tiempo. El estudio de este periodo agudiza la inteligencia política en sus dimensiones más puras –la táctica y la estrategia– sobre el terreno de unos actores y unas inercias culturales que todavía persisten. En muchos aspectos es casi como leer las posibilidades del momento y también, desgraciadamente, sus límites.

La Transición se ha narrado, y con ello se ha ‘inventado’, como un proceso eminentemente político. Se trata de una parte sustantiva de los consensos de la Transición, de hecho, podríamos decir que su ‘narración esencialmente política’ es también un arma ideológica. ¿Cómo incluir en la explicación la crisis profunda y brutal de finales de los 70 y 80 sino como una disrupción ‘externa’: una suerte de catástrofe que acontece básicamente para que los políticos de la época la sorteen, más o menos hábilmente, con los Pactos de la Moncloa y la conocida política de “responsabilidad institucional”? Cuando la crisis económica, sin embargo, se cuela en el centro de la explicación, la Transi­ción aparece como una crisis política, en efecto, pero de algo mucho más importante y profundo que la dictadura franquista.

La pregunta es ¿qué pueden las potencias democráticas y socializantes en una coyuntura crítica como la de los 70?

Recordemos: entre 1970 y 1976 las huelgas empujaron los salarios arrancando hasta ocho puntos de la Renta Nacional al Excedente Bruto de Explotación, los crecimientos nominales medios fueron de más del 20% y la inflación a duras penas contrapesó la rebelión salarial. La movilización social, y luego el movimiento vecinal, empujaron las demandas del débil Estado de bienestar franquista hasta quebrarlo. Las fábricas se volvieron prácticamente ingobernables, las universidades también, los barrios empezaron a serlo, y las deserciones se multiplicaron incluso dentro del régimen: entre el bajo clero, la burguesía reformista, los intelectuales, etc. El impacto se reprodujo en todos los órdenes: político, cultural, social, pero sobre todo económico. La Transición fue ante todo una crisis del modelo desarrollista del tardofranquismo, de la particular versión española del fordismo. Y el sujeto de esta crisis no fue otro que la oleada de movilizaciones. Éste es el problema ‘principal’ de la Transi­ción, y al que las élites de uno y otro lado trataron de dar su particular respuesta, con los resultados luego conocidos.

El problema de la Transición no es el de la fortaleza del franquismo, sino el de su crisis como gestor del ciclo fordista 

En los últimos años se ha vertido una sana y vigorosa revisión del periodo. Las tesis críticas de esta corriente, algunas excepcionalmente documentadas, como la de Ferran Gallego (El mito de la Transición), entienden la Tran­sición como una partida de ajedrez entre la izquierda política y el reformismo franquista, finalmente resuelta a favor del segundo. Resumiendo mucho: la falta de inteligencia y la ‘responsabilidad’ de la izquierda –principalmente del PCE– acabaron saliendo al paso aceptando la opción impuesta por el sector reformista de un Estado –el franquista– que nunca acabó de quebrar. Una mezcla de incapacidad, pragmatismo y ‘sentido de Estado’ empujaron a la izquierda a esa ‘reforma pactada’, que resulta mucho más creíble que la ‘ruptura pactada’ que desde 1976 hicieron pasar como solución ‘lingüística’ al abandono a secas de la ‘ruptura’. Pero aunque esta corriente de la historiografía avanza mucho respecto de la versión oficial de la Transición –oponiéndose decididamente a ella–, no va, sin embargo, lo suficientemente lejos a la hora de poner en el centro la oleada de cambio social y democrático. En cierto modo, tiende a asumir el principio implícito de la ‘autonomía de lo político’, invirtiendo la explicación. El resultado acaba por coincidir con la imagen de la ‘traición de la izquierda’, que ha dominado la crítica a la Transición durante los últimos 30 años.

Por eso conviene cambiar la perspectiva. El problema de la Transición no es tanto el de la fortaleza del franquismo, como el de su crisis, no sólo como modalidad política dura, salida del fascismo de los 30, sino en su versión amable, ‘tardo’, del desarrollismo y el consumo de masas; así como en su versión ‘profunda’ en tanto gestor político del ciclo fordista español. Paradójicamente, el pacto viene después, y viene por parte de la izquierda con el objetivo de cerrar esa crisis. De nuevo aquí se puede pensar el proceso de otra manera. Antes que la traición de la izquierda, se podría hablar de una debilidad manifiesta de la misma –al menos de los partidos políticos–. Ésta se revela no en relación a lo que la izquierda quiere representar –la ola democrática–, sino en cuanto a su capacidad para ‘representarlo’. Es aquí donde se establece esa “relación de debilidades” que presidió la época en palabras de Montalbán: la del franquismo y la de la izquierda política. A consecuencia de esta fragilidad compartida, ambas partes se aproximaron rápidamente al pacto entre caballeros que dio a la Transición ese carácter de transacción entre élites, para seguir luego con la institucionalización del régimen: la Constitución, las elecciones regladas, la ‘resindicalización’, los ayuntamientos democráticos y finalmente el PSOE de 1982.

La pregunta que hoy importa es ¿qué pueden las potencias democráticas y socializantes en una coyuntura crítica como la de los 70 –o los 2010–? Durante la Transición esa pregunta se resolvió con fórmulas ina­propiadas. Nada ni nadie salvaron la situación: ni el PCE, ni la extrema izquierda, ni la CNT renacida, ni el viejo socialismo. La izquierda al completo fracasó en estirar y completar un ciclo de movilización social excepcional. Y aquí de poco valen los límites post factum: el marco de la Guerra Fría, la amenaza de la involución –recordemos el 23F–, las inercias culturales de la sociedad educada bajo el franquismo. El resultado fue el Régimen del 78: modernizante y con base en las clases medias –el “franquismo sociológico” renovado–, que gestionó con eficacia la liquidación de las alternativas a la crisis de los 70, principalmente el irredento movimiento obrero –sindicatos, Pac­tos de la Moncloa, reconversión–. Sin duda, nos quedaron algunas cosas valiosas: derechos civiles, políticos y sociales. Sea como sea, vale la pena hacer el ejercicio político de pensar aquella época a fin de actuar en ésta.

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