Podemos no se considera una llave para el cambio local y autonómico.
En la valoración de los resultados de la última encuesta del CIS, que avisa del fin del bipartidismo tal y como lo conocemos, Carolina Bescansa afirmó que vivimos una aceleración histórica. Se barrunta que en Podemos algunos sienten este momento con tanta intensidad que vuelcan todas sus expectativas en las elecciones generales, mirando con displicencia la cita de las autonómicas y locales. Así, cuando un miembro del núcleo duro como Luis Alegre aduce que no tiene opciones de ganar en Andalucía, lo que quiere decir es que no le interesa quién pueda gobernar allí: las tierras ubicadas al sur de Despeñaperros quedan muy lejos del centro político.
Desde que Podemos anunciase que concurriría a las municipales en candidaturas de unidad, se han ofrecido claves interpretativas basadas en la debilidad de la nueva formación. Para el sociólogo Ignacio Urquizu se trata de una maniobra en previsión de que la formación se desgastase en estos comicios con unos resultados adversos, como si todas las eventualidades ya hubiesen sido previstas en un plan oculto. Otros, como el politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca, encuentran que Podemos no tiene los cuadros adecuados para hacerse cargo de las políticas con solvencia, pero sin preguntarse si el PP y el PSOE los tienen, habida cuenta de los nefastos resultados de su gestión. El mismo Pablo Iglesias insiste en que, siendo lo prioritario el cambio político a nivel estatal, a Podemos le es complicado presentar listas locales fiables, aunque misteriosamente no tiene ese problema con las autonómicas.
Podemos se percibe a sí mismo, según Alegre, como una marca consolidada, portadora de una unidad que no está forjada en torno a la izquierda, sino que representa una mayoría política y social. Pero ni puede aspirar por sí sola a liderar los ayuntamientos, es decir, los órganos políticos más cercanos a la ciudadanía –aliándose con partidos de una ideología, la de izquierdas, en la que no cree–, ni cuenta con la ambición suficiente como para ganar en los territorios donde se presenta. Al partido le está costando hacer de su necesidad –su escasa consolidación– virtud, superado por la improvisación intrínseca a unos tiempos imprevisibles. La ambigüedad y las contradicciones terminan convirtiéndose en palos para las ruedas.
Los procesos de confluencia con otras organizaciones políticas están discurriendo por caminos tortuosos y lentos, escenificando en ocasiones dolorosos desencuentros de compleja solución. Para cuando la mayor parte de estas listas populares se doten de una cabeza visible, como es el caso de Ganemos Madrid, dirigentes rivales como el hiperactivo Antonio Carmona ya habrán acaparado varios titulares y conseguido, a costa de grandes dosis de vergüenza ajena, que su rostro le resulte familiar a los madrileños. Que no es poco.
Al mismo tiempo se aprecia un patente centralismo en el equipo promotor, como se ha podido ver en las elecciones de los consejos ciudadanos de las comunidades autónomas. La intromisión del aparato ha sido notable, especialmente en aquellos sitios donde los críticos tenían candidaturas importantes, como en Aragón. La rotunda victoria de Pablo Echenique merece un estudio pormenorizado por haberse producido a pesar de la implicación personal de Pablo Iglesias con la candidatura perdedora, lo cual puede constituir un serio aviso para navegantes sobre los límites de su capacidad de arrastre entre el electorado.
Podemos no se considera una llave para el cambio local y autonómico. No es una lectura justa con respecto a aquellos militantes que apuestan por las plataformas municipales unitarias, pero también es cierto que las preocupaciones del partido se focalizan en la política nacional. Lo que no facilita el relevo local y autonómico.
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