Si se mira bien, la cosa no es tan complicada: unos, los menos, están arriba y nos roban y expolian lo común, y otros, la inmensa mayoría, estamos abajo y somos robados y expoliados.
No hace mucho, por una sátira acerca de Juan Carlos I, el viejo rey, les señalaba –quizás de un modo injusto– a unos compañeros la pereza imaginativa de que adolece, a menudo, la izquierda, y cómo nos apalancamos en determinadas palabras, en determinados gestos y facilonas coletillas, y de ahí no nos sacan ni a palos –de realidad–. Es lo que nos pasa con palabras como República, por ejemplo, o “cultura gratis para el pueblo” –meros significantes vacíos que cada uno llena con sus sueños o con futuras y presentes pesadillas–; o lo que sucede con temas como el de las identidades transversales, ya sean nacionales –véase el caso de los distintos soberanismos–, de género –la guerra declarada a las desinencias morfológicas, por ejemplo–, o los hábitos culturales y las costumbres –como el tema de los toros, o la hiyab sin ir más lejos–.
Yo creo que ese perezoso apalancamiento en determinados tics ocurre porque, como se han perdido los nortes ideológicos y las metas prácticas han quedado borrosas y difuminadas en esta real y general resignación –más allá de imprevistos arreones y fugaces espasmos de 'sentido completo', como el del 15M o, ahora, Podemos–, se ha preferido, desde ese momento de la pérdida, dedicarnos a cuestiones particulares que concitan consenso y nos evitan conflictos, al tiempo que nos calman y justifican como gentes rebeldes con causa, pues quién no estará de acuerdo en salvar la vida de un pobre toro, o animar a la piratería informática, o denunciar el uso del hiyab –o apoyarlo, depende de los casos–; vindicar el uso de la ‘x’ o de la @, en vez de las detestadas oes y aes, sospechosas de pérfido sexismo, o luchar por nuevas fronteras nacionales, más claras y definidas que las actuales, ya casi difuminadas –con los nuestros dentro y los otros fuera, por supuesto–.
Lo pequeño
Parece broma, ¿verdad?; pero no lo es. Nos hemos dedicado a lo pequeño, creo, no tanto por convicción como por rehuir lo que de verdad deberíamos estar haciendo, cambiar, revolucionar el mundo tal como lo conocemos y cambiarnos, y cambiarnos de paso, a nosotros mismos. Esto es, gobernar y gobernarnos.
Sí, ya veo los aspavientos: ¡Vaya con este tipo iluso, maximalista y doctrinario!, ¡cambiar el mundo!, ¡cambiarnos a nosotros mismos! Gobernar y gobernarnos... ¿Qué significa eso? ¿No se ha enterado de la caída del muro de Berlín y de todas las utopías, junto con el “socialismo real”? ¿A dónde ir, y en qué dirección? ¿Cómo hacerlo? ¿Qué es antes el huevo o la gallina?, etcétera, etcétera…
Nos hemos dedicado a lo pequeño, no tanto por convicción como por rehuir lo que deberíamos estar haciendo, revolucionar el mundo
Entonces pienso en el viejo proletariado –y en los intelectuales que seguían sus pasos– lleno de gente sencilla, nada complicada e incluso analfabetos en buena parte, y en lo claro que lo tenían, no obstante. Pues, si se mira bien, la cosa no es tan complicada: unos, los menos, están arriba y nos roban y expolian lo común, y otros, la inmensa mayoría, estamos abajo y somos robados y expoliados; se trata simplemente de sustituirlos, pero no por otros, sino por nosotros; gobernar y gobernarnos, y eso por las buenas o por las malas. No es tan difícil, ¿verdad?
Ah, ya, eso; ah, sí… Sí, eso que estáis pensando es lo que de verdad lo hace difícil, que, en el fondo de los fondos, queremos ser como ellos, que, en el fondo de los fondos, hay algo que nos dice que si cambiamos las reglas, que si rompemos la baraja, no seremos nunca como ellos, no viviremos como dioses, en sus paraísos; que sí, que aunque nunca seamos exactamente como ellos, queremos, no obstante, mantener la ilusión de que un día disfrutaremos de algo parecido a lo de ellos, aunque sea un sucedáneo, tipo resorts en la costa Maya, con nuestras pulseritas, o un 'finde' en Praga, o esos cruceritos de una semanita o quince días por el Mediterráneo o los fiordos; alguna vez, bien, o todos los veranos, depende. Queremos vivir como ellos, pero sin hacer lo que ellos hacen para vivir como viven, gobernar y gobernarse.
Entonces, sí; reconozco que la cosa, así, se complica, porque si queremos ser como ellos y encima no queremos hacer nada de lo que ellos hacen para serlo, entonces jamás los desplazaremos ni por las buenas ni por las malas, y mi gozo en un pozo, jamás veré de nuevo rodar sus cabezas por la plaza de la revolución. Ni siquiera los veré pagando en Alcalá Meco sus fechorías y latrocinios.
Hay algo que nos dice que si cambiamos las reglas no seremos nunca como ellos, no viviremos como dioses
Entonces, sí; entonces es mejor que nos dediquemos a salvar la vida a los miuras –pero a los toros embolados, los bous al carrer, no, a esos animalacos no, porque eso sí es cultura, como dicen los compañeros de Esquerra Republicana–; o también nos podemos dedicar a dar la batalla por la letra @ y la ‘x’, o al procés soberanista, o a la protección de la piratería informática. Sí, es verdad, la cosa así es más fácil; así podremos hacer como que hacemos algo y al tiempo no perder la ilusión de que un día seremos como ellos… La verdad es que tomarse en serio la revolución, nuestro propio autogobierno, además de lo complicado que es, da pereza, ¿verdad? No lo niego. Sin descartar nunca del todo el que no sea la nuestra –y con toda la razón del mundo– una de las cabezas que rueden por el suelo. Eso también es verdad.
…
En octubre de 2013, durante la presentación de la mesa de debate en torno a la responsabilidad de los intelectuales que inauguró el primer encuentro poético Voces del Extremo/Madrid 2013, arremetí contra "la general pereza teórica, reflexiva y crítica de que adolece una buena parte de la escritura literaria" en España, y reivindiqué como "una seña de identidad de los poetas y escritores que conformamos el universo 'Voces del Extremo' la reflexión y la crítica aplicadas a nuestra propia condición y a nuestra propia actividad…" Sin embargo, a decir verdad, en esas palabras había mucho de pose, de impostura y de medias verdades, pues en muy contadas ocasiones realizamos nosotros, los escritores y poetas 'de izquierda', ese sano ejercicio de reflexión y de crítica acerca de lo que hacemos y por qué lo hacemos; pues la 'inteligencia de izquierda', tanto política, como cultural y literaria, es tan perezosa para la reflexión como la derecha política, cultural y literaria. Estamos “en otras cosas”.
Si seremos perezosos y poltrones que no nos preocupamos ni de nosotros mismos. Sin ir más lejos, no hemos constituido siquiera ni un sindicato de escritores; y no será porque no se nos somete a explotación sistemática y clamorosa. ¿Quién ha cobrado por sus trabajos en el campo de las humanidades en los últimos años?, que levante la mano… ¿A quién le han pagado decentemente, o siquiera le han pagado, su artículo, su colaboración, su investigación, su esfuerzo, su tiempo…? –y no seáis mentirosos, no os mintáis a vosotros mismos, que no es necesario, nadie os ve y a nadie le importa…–.
Preguntas
Sea como fuere, con el fin de crear un clima lo más adecuado al asunto y acorde con las preguntas que, a continuación, iba a formular a nuestros invitados –la novelista Marta Sanz, el poeta y crítico Manuel Rico y el politólogo Jaime Pastor– les leí una estimulante cita de uno de los escritos más conocidos y difundidos de Antonio Gramsci, su diatriba contra la indolencia culpable de los indiferentes, a ver qué pasaba:
Odio a los indiferentes… «vivir significa tomar partido». No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia...
Pero me equivoqué, pues no es la indiferencia –porque quienes estábamos allí no lo éramos–, sino la pereza y la comodidad; nos han ganado por la comodidad.
Bien, sea como sea, vuelvo a proponer aquí, una vez más, para todos aquellos que deseen planteárselas, a sí mismos o a otros, y responderlas, las preguntas que les formulé a ellos:
"¿Son los intelectuales –digamos, los que viven del y para el pensamiento–, hoy día, un peso muerto, esos seres indiferentes a los que odia Gramsci…? ¿Son o deben sentirse responsables de algo?¿Quién o quiénes les piden, o pedimos, responsabilidad? Esto es, ¿de qué se tienen que responsabilizar, si es que tienen que hacerlo?¿Y ante qué, o a qué o quienes tienen que responder?¿Al pasado, al presente, al futuro; a la Historia, en general, entendida como el completo devenir material y político de una comunidad dada?¿O es al Mercado?¿A la búsqueda de su propio prestigio personal, la fama, su autoestima…?¿Y qué decir del estricto dominio de las normas que rigen su arte y su disciplina, deberían responder de ello?¿Deben responder a sus convicciones, o a la clase social a la que pertenecen; o, por el contrario, a aquella clase o corporación a la que querrían pertenecer: un partido, un sindicato, un clan, una institución, la Academia, la élite social, tal vez…?¿Y si sus convicciones personales entran en contradicción con su hipotética necesidad de responder ante su clase, su grupo, su clan o su corporación; o ante el Mercado o ante la búsqueda de la fama y el reconocimiento…?¿Tiene el intelectual algún tipo de responsabilidad ante quien le paga; es lo mismo obtener una subvención pública que estar subvencionado por el capital privado, digamos un banco o un periódico o una corporación mediática cualquiera…?¿Un intelectual que colabora con la Banca March, la fundación Thyssen o el Banco de Santander, pongamos por caso, está eximido de responsabilidad, o debe responder ante el origen criminal de esos fondos?¿Publicar libros en editoriales que están en la órbita de grupos financieros o religiosos cuyo capital se extrae de la explotación y la sumisión es una irresponsabilidad o es algo inevitable…? Alguien, un intelectual, un artista, un escritor, un poeta, ha apoyado el proyecto socialdemócrata durante décadas; esto es, ha apoyado en la práctica todas aquellas políticas que han contribuido a la privatización de la banca pública y de las empresas públicas más importantes, y que han preparado y justificado las políticas de privatización de los servicios públicos de estos últimos años. Y, de repente, vemos a esa misma persona entusiasmada en un acto de apoyo a la Escuela Pública y a la Marea Verde blandiendo versos inspiradísimos, o firmando manifiestos contra los desahucios, ¿se le podría pedir alguna responsabilidad por su contribución objetiva y subjetiva a la destrucción de eso mismo que dice defender ahora?"
Las respuestas que se dieron entonces, tanto desde la mesa, como desde el público, si bien dejaron muchos aspectos fundamentales en el aire, o abrieron otras vetas, como la del gusto y sus guardianes –inevitable cuando hay escritores y críticos–; trataron, por lo general, de aclarar y de puntualizar algunas de las principales cuestiones planteadas.
Se hizo hincapié en la natural necesidad de los pactos y compromisos con la realidad, sobre todo cuando se plantea el conflicto con el mercado
Lo primero que me sorprendió, sin embargo, fue que, aunque se reconoció casi unánimemente por los miembros de la mesa que hoy vivimos en un 'estado de emergencia' real, las respuestas fueron por lo común bastante pragmáticas, como si viviésemos en una coyuntura marcada por la normalidad y la estabilidad. En varias ocasiones, se hizo hincapié en la natural necesidad de los pactos y compromisos con la realidad, sobre todo cuando se plantea el conflicto con el mercado, o frente a la presión de grupos y corporaciones editoriales, o grupos mediáticos. Pero muy sintomático fue –o al menos eso me parece a mí– que nadie hablase del compromiso respecto a ninguna organización política o social, como partidos o sindicatos.
Se pusieron encima de la mesa tres temas cruciales: uno fue la irrelevancia actual del papel y del estatus de los intelectuales, en general, y de los artistas y escritores, en particular; sustituidos por otras figuras, como el tertuliano mediático, los llamados comunicadores sociales y esa especie de 'opinadores universales' que pululan y se intercambian regularmente las cadenas de radio y televisión entre sí; otro, la inexistencia de un intelectual colectivo de clase que haga las veces de interlocutor efectivo con los intelectuales críticos. Y, en tercer lugar, la constatación de una circularidad viciosa en el proceso de comunicación crítica, de modo que los receptores de las producciones artísticas críticas suelen ser en muchos casos, al mismo tiempo, emisores de las mismas. Esto sucede de un modo muy claro en el caso de la poesía, por ejemplo; los lectores de poesía suelen ser poetas o aspirantes a serlo –aunque no siempre–.
Mejor que ponerse a construir nuevos protocolos, prácticas artísticas y literarias que se opongan frontalmente a lo dado, terminamos por decidir cómo tomar unas buenas posiciones en lo ya constituido
Y algo que no dejó de sorprenderme tampoco fue la natural constatación de la 'autocensura' como práctica habitual y 'comprensible' entre aquellos que desarrollan carreras literarias, artísticas o mediáticas. Aunque la cuestión que desencadenó, de nuevo, el más vivo debate fue uno de nuestros tics preferidos, las siempre elusivas y complejas relaciones entre compromiso y belleza, discusión por lo general estéril e improductiva, si se plantea en esos términos tan abstractos y emocionales, y no en los más prácticos y objetivos del compromiso del artista con el dominio efectivo del propio código en relación con la eficacia expresiva y comunicativa –en lo real– de los productos elaborados; y, sobre todo, como apuntó una persona desde el público, discusión inútil y estéril, si olvidamos el 'para qué' –práctico– de la necesidad de dicho dominio; es decir, si no salimos de la mera impresión subjetiva, para recalar en el análisis objetivo de los efectos causados.
Pero la impresión que me quedó, que me queda siempre en estos casos, es que mejor que ponerse a pensar y a construir nuevos protocolos y nuevas prácticas artísticas y literarias que se opongan frontalmente a lo dado, terminamos por decidir cómo tomar unas buenas posiciones en lo ya constituido; pero muy raramente nos planteamos tomar el control efectivo de la maquinaria ya constituida para ponerla a nuestro servicio; esto es, gobernarla.
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