Convertir el tiempo en oro

Asistimos en los últimos meses a un interesante debate sobre la necesidad o no del crecimiento económico para salir de la crisis. Un debate en el seno de lo que podríamos llamar izquierda transformadora y que ha surgido en el Estado español ante la posibilidad de que grupos como Podemos, u otros, consigan responsabilidades de gobierno.

24/12/14 · 8:00
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Asistimos en los últimos meses a un interesante debate sobre la necesidad o no del crecimiento económico para salir de la crisis. Un debate en el seno de lo que podríamos llamar izquierda transformadora y que ha surgido en el Estado español ante la posibilidad de que grupos como Podemos, u otros, consigan responsabilidades de gobierno.

El ‘nuevo’ mantra de ciertos economistas de la izquierda española habla de estimular el crecimiento económico desde el Estado, para así aumentar el poder adquisitivo de la población con el consiguiente crecimiento del consumo, y de esa forma crear empleo. Un planteamiento que puede ser positivo pero que, depende de cómo se haga, puede conllevar amenazas muy graves, incluso aunque se redistribuya en mayor medida la riqueza generada. Sabemos, por ejemplo, que el crecimiento económico se puede incentivar, entre otras formas, con un incremento de la obra pública, como ya se hiciera en EE UU en la época del New Deal, a instancias del ahora citadísimo Keynes.

El concepto de progreso ha derivado en la necesidad de un crecimiento económico indefinido, acelerado progresivamente

Imaginemos, entonces, que obras como el tren de alta velocidad, los aeropuertos comarcales, los grandes auditorios culturales… se hubieran llevado a cabo en condiciones de cierta equidad capitalista, sin ser el botín de ladrones que ha sido. Ima­ginemos, incluso, que el Gobierno adjudicara las obras a empresas que paguen salarios decentes y aseguren condiciones laborales dignas. O, si me apuran, que sean empresas públicas quienes las realizan. ¿Justi­fica­ría tal cosa la construcción de una red ferroviaria de alta velocidad tan grande que sólo la supera en extensión la red china? ¿Justificaría que haya aeropuerto en Villa Arriba y también en Villa Abajo? ¿O que el auditorio de una ciudad mediana tenga capacidad para acoger las más importantes óperas de Europa?

Supongo que la mayoría de las personas dirían que no y, al preguntarles el porqué de esta negativa, dirían que se trata de “obras desmesuradas”. Es decir, obras sin medida, donde no se contempla límite alguno a la capacidad humana de intervención sobre el medio. Un medio en el que habita y del que forma parte.

Intervenciones ‘sobrehumanas’ que no responden a las necesidades de las personas –excepto si éstas son exclusivamente entendidas como trabajadores y consumidores– y que responden a una lógica económica inhumana, como es la lógica del sistema capitalista. Un sistema que, como ya decía Max Weber, funciona como una máquina ciega sólo determinada por su propio funcionamiento.
Veamos otro ejemplo.

En América Latina, los llamados gobiernos progresistas han aumentado las tasas de crecimiento económico sobre todo gracias a la extracción de materias primas, combustibles fósiles, biocombustibles, metales… con la intención –más retórica que real dependiendo de qué países hablemos– de gravar a las empresas extractivas –en su mayoría multinacionales, aunque también empresas estatales– con impuestos y tasas que ayuden a superar los niveles de pobreza, e incluso –sólo en algunos casos y con resultados desiguales– tratar de disminuir las desigualdades sociales y económicas endémicas. Dicho de otra forma, repartir la riqueza.

Sin embargo, estos gobiernos se han encontrado con la oposición de las comunidades indígenas y campesinas, que ven afectadas las bases materiales de sus economías comunitarias por estos macroproyectos extractivos. Las prácticas extractivistas se contraponen así a la llamada teoría del buen vivir, que inspiró a alguno de estos gobiernos; y da lugar a los llamados conflictos socioambientales, que enfrentan a los gobiernos de ‘izquierda’ con las comunidades indígenas y campesinas que, en ciertos casos, habían sido algunos de sus apoyos más relevantes.

Ruptura con la modernidad

El reparto de la riqueza se muestra entonces insuficiente –aunque sin duda necesario– para conseguir un cambio social sostenible. Ya no se trata sólo de saber cuánto producimos y cómo lo repartimos, sino qué producimos, cómo lo hacemos y para qué lo hacemos. Esto supone, ni más ni menos, que la necesidad de replantearnos las bases mismas de la modernidad. Sobre todo el concepto de progreso que, cristalizado en su forma capitalista, ha derivado en la necesidad de un crecimiento económico indefinido y progresivamente acelerado. Un crecimiento entendido, además, como la única forma de mantener el sistema económico globalizado y negando cualquier alternativa al mismo. Un sistema que supone también una forma unívoca de comprensión del transcurso del tiempo y de la historia: siempre hacia delante y cada vez más deprisa.

La ruptura de esa unilateralidad y la construcción de alternativas de metacrecimiento y desarrollo sostenible, precisan –a su vez– desacralizar el ideal del progreso tal y como se entiende en el capitalismo: carente de límites en el espacio y acelerado en el tiempo. Tal vez un redescubrimiento de temporalidades alternativas a la linealidad progresiva de la historia. En el sentido de mesurar la idea de omnipotencia humana: capaz de cualquier cosa gracias a su dominio de la naturaleza en función de la razón científica. Entendida ésta –sobre todo– como razón aritmética: en un mundo donde sólo lo que puede contarse cuenta, como los votos y los dividendos.

Hay que romper también con la idea de que la tecnología por sí misma solucionará los graves problemas y retos que sufren las sociedades humanas en todo el planeta. Y comenzar a contemplar otras maneras de entender el mundo: cualitativas y sujetas a criterios éticos, políticos, ecológicos... Hay que desterrar la idea de que todo lo que puede hacerse debe hacerse: el Frankenstein desencadenado, cuando la ciencia y la tecnología son liberadas a su sola potencia en una ciencia sin conciencia… basada en una concepción temporal de la historia entendida como una línea de acontecimientos hacia el progreso inevitable.

Sólo si la izquierda encara de forma decidida –en la teoría y en la práctica– estos debates urgentes podrá convertirse en una fuerza liberadora y afrontar los retos del futuro: las crisis energética, ecológica, económica, social y política, que no pueden entenderse más que como partes de un todo complejo.

Sólo así podrá ser alternativa al capitalismo realmente existente, que en su forma neoliberal y desarrollista es mucho más que una práctica económica concreta, puesto que afecta de manera diversa, entrelazada, multifuncional, a todos los ámbitos de nuestras vidas y a la misma vida. Un sistema que, en último término, se fundamenta en la mercantilización de la vida y la conversión alquímica del tiempo en oro.

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