A luchar en todos los frentes

Para abordar las relaciones entre movimientos, partidos e instituciones, es preciso definir, aunque sea de manera muy somera, qué se entiende por cada uno de estos espacios.

Las instituciones serían las estructuras de poder desde donde se realizan dos funciones básicamente:
– La gestión de los fondos, recursos y servicios públicos.
– El establecimiento del marco legislativo de derechos y deberes del conjunto de los ciudadanos, y su aplicación.

, activista social
30/10/14 · 8:00
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Para abordar las relaciones entre movimientos, partidos e instituciones, es preciso definir, aunque sea de manera muy somera, qué se entiende por cada uno de estos espacios.

Las instituciones serían las estructuras de poder desde donde se realizan dos funciones básicamente:
– La gestión de los fondos, recursos y servicios públicos.
– El establecimiento del marco legislativo de derechos y deberes del conjunto de los ciudadanos, y su aplicación.

Los partidos políticos son organizaciones que parten de una cierta concepción del mundo y la sociedad, y una perspectiva de su devenir histórico, lo que se ha venido llamando ideología. Se plantean objetivos a largo y medio plazo para conseguir que la sociedad avance hacia su modelo. Y se convierten en el filtro de acceso a las instituciones en los procesos electorales, con más o menos blindaje según las legislaciones de cada país.

Los movimientos sociales son la respuesta popular de las diversas expresiones del conflicto social: laboral –de clase–, local –vecinal–, sectorial –las mareas–, de género –feminismos y otros–, y demás aspectos que afectan a la vida personal o social. A partir de manifestaciones concretas de estos conflictos, los movimientos sociales se convierten en el instrumento más cercano para la resistencia, la organización, la concienciación y la lucha popular, generando propuestas liberadoras.

Y no olvidemos al agente principal, quien tiene realmente el poder en las sociedades capitalistas: los llamados “poderes fácticos”, que no son otros que los financieros y empresariales que dominan las relaciones de producción y distribución. Son estos poderes quienes influyen –a través de muy variados mecanismos– para que la política y el conjunto del engranaje social funcione al servicio de sus intereses.

Yo parto de una concepción instrumental y no romántica de la democracia. La sociedad –y la vida misma– es conflicto, y la democracia no debería ser más que el medio donde esos conflictos se dirimen civilizadamente en condiciones de igualdad. Para ser gráfico, un modelo cercano de lo que sería una democracia son las comunidades de vecinos, en las que cada cual expresa sus intereses, no de manera romántica precisamente, pero sí a pie de igualdad con los demás vecinos.

Si las instituciones cumplen las funciones antes descritas, parece innegable que si queremos configurar la sociedad al servicio de los intereses de la mayoría del pueblo, tenemos que ser capaces de llegar a ellas con mayorías que permitan legislar y gestionar los recursos con esa perspectiva.

Lo que se olvida con frecuencia es el papel de los poderes fácticos, que consiguen, de muchas maneras, imponer su voluntad, gobiernen o no ‘los suyos’. Con su dinero e influencia, quienes están detrás de las finanzas y las empresas compran voluntades, cambian programas políticos y gobiernos, por ‘las buenas’ –véase por ejemplo Francia recientemente– o por las malas –julio de 1936, septiembre de 1973 y tantas otras fechas–.

Ganar las elecciones no significa conseguir el poder real, y para realizar una verdadera transformación al servicio de las clases populares es preciso contrarrestar en la calle el poder que entre bastidores y con amenazas ejercen quienes de verdad lo tienen.

Los movimientos sociales adquieren así un doble papel. Son fundamentales para crear las condiciones que permitan un cambio en las instituciones –las elecciones europeas son una muestra–.

Y son imprescindibles para poder avanzar en el programa de transformaciones que se pretende. Por todo ello pienso que los movimientos sociales deben, desde su independencia, contribuir a conseguir mayorías en las instituciones, y empujar para que la transformación se lleve a cabo, apoyando cuando se avance, y confrontando cuando se produzcan retrocesos o paradas. Y por esto mismo los movimientos sociales ni deben hipotecarse –con cheques en blanco– con los partidos o candidaturas, y menos descabezarse ni desmantelarse: sería un suicidio colectivo.

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