El autor reflexiona sobre el asalto institucional que parte de los movimientos sociales está realizando.
En la presentación del Ganemos local en Logroño, uno de los promotores aseguraba que la única forma de cambiar las cosas es estar en las instituciones. Es una convicción que se ha venido generalizando en los últimos tiempos como un mantra, especialmente después del éxito cosechado por la lista de Podemos en las elecciones europeas, y que, más que en hechos, se asienta en voluntades y deseos.
En el ámbito municipal nos retrotrae además a una vieja querella histórica, a los tiempos del regeneracionismo y su defensa de la extensión de la democracia directa en los concejos. Si ayer el enemigo a batir era el caciquismo, hoy lo es un clientelismo político que, siguiendo a Antonio Robles Egea, constituye un modelo de relaciones de intercambio recíproco entre actores desiguales en el marco institucional de un sistema político, transgrediendo sus requisitos formales y reglas legales. La utilización del clientelismo deriva generalmente en otros fenómenos ponzoñosos como la corrupción, el fraude o el tráfico de influencias, tan comunes por nuestros lares.
Una victoria de las nuevas candidaturas pondría indudablemente en peligro las redes clientelares existentes. Esta posibilidad explica que la fórmula municipalista se nutra de un variado abanico de movimientos sociales, donde destacan el 15M, la PAH, las mareas y las asociaciones vecinales, entre otros muchos. Es una movilización política que, aunque cuente con partidos como impulsores, nace en las calles. En este punto es interesante recordar que los movimientos sociales, según explica el politólogo argentino Germán Pérez, surgen del agotamiento de las relaciones clásicas entre el Estado y la sociedad civil, donde los partidos políticos y los sindicatos de concertación ejercían una labor intermediadora. Un proceso de institucionalización implicaría legitimar a las instituciones con un lenguaje de los derechos que hasta entonces era patrimonio exclusivo de los movimientos, así como despojar a estos de su capacidad destituyente, neutralizando cualquier conflicto.
El municipalismo minimiza las amenazas de esta institucionalización al reducirla al espacio físico de una localidad concreta. Pero el discurso de “todo el poder para las instituciones” conlleva el riesgo de generar una desmovilización popular a cambio de unas migajas –¿la administración de unos raquíticos recursos municipales?, ¿la consecución de unos exiguos espacios de autonomía?–, sin que haya un auténtico empoderamiento de por medio.Un proceso de institucionalización implicaría legitimar a las instituciones con un lenguaje de los derechos
Por otra parte, el triunfo tampoco es seguro. Al margen del Guanyem barcelonés, que es el proyecto más consolidado, han aparecido como setas diferentes candidaturas municipalistas a lo largo y ancho del Estado. En conjunto parten de una misma idea, pero no responden a una estrategia global y las sinergias que representan son dispares.
Sobre muchas planea una falta de maduración a la que, en ciertos casos, se le une la suspicacia que despierta la proximidad de algunos de sus componentes a los poderes municipales y autonómicos.
Es la situación de IU, que tantas veces ha arriesgado su imagen sosteniendo gobiernos territoriales de todos los colores. Las garantías de éxito se cifran en la erradicación de las actitudes sectarias y la voluntad de confluir de todas las fuerzas con similares propuestas programáticas, unas condiciones que por ahora no se dan –el apoyo que últimamente ha brindado a estas candidaturas Podemos parece forzado–.
Las elecciones concejiles del 12 de mayo de 1931 precipitaron un cambio de régimen al triunfar las candidaturas de la Conjunción Republicano-Socialista en casi todas las capitales provinciales. Aunque las próximas elecciones municipales se diriman en 2015, las perspectivas que las nuevas candidaturas presentan en la actualidad no son muy halagüeñas. Mientras adquieren rodaje, cabe considerar si, al contrario de lo que aseveraba mi paisano Robles Egea, la manera de acabar con el clientelismo político no pasa por las instituciones.
¿Y si se tratara más bien de incrementar el margen de autonomía con respecto a estas últimas?
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