Más que cinco noches, Can Vies son 6.205 días compartidos.
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Entre los detonantes preliminares del efecto Can Vies concurre una extraña mezcla de arrogancia política acumulada, bravucón autoritarismo institucional y puro cinismo consistorial. La impune estulticia de un poder frente a espacios de autonomía constituida. Fábula del pirómano-bombero, en la decisión política unilateral de ejecutar el desalojo sobresale la incapacidad para entender la complejidad plural de la ciudad –de diferentes formas de entender y hacer la ciudad–, destaca de nuevo la prepotente mirada atávica sobre la autogestión comunitaria e irrumpe otra vez la enquistada manía inquisitorial del poder de recordar quién manda. El Ayuntamiento, testosterona de política masculina trasquilada, sólo quería demostrar quién mandaba. Y poca cosa más.
Can Vies tampoco se podría explicar sin los tiempos que corren: una crisis del régimen metropolitano surgido en la Transición
Pero pasa que Can Vies, en mirada larga y regate en corto, es ante todo una extenuante metáfora de 17 años de insufrible marca Barcelona: ya saben, esa compleja trama ciudad-negocio, ciudad-empresa y ciudad-escaparate que opera como un maltratador: mima al turismo por fuera, castiga por dentro a los que habitan la ciudad y la hacen posible. Tras casi dos décadas, lo que subyace de la crónica de Can Vies es un edificio largamente abandonado a la especulación y socialmente recuperado –propiedad de TMB, empresa municipal que acumula 500 millones de deuda, controla el Ayuntamiento y se encarniza con el sindicalismo alternativo que la desnuda–, una denuncia judicial impulsada –cabría no olvidarlo– por el tripartito municipal de izquierdas, 30 años de movimiento social de okupaciones en la ciudad y un concejal de barrio autorreconvertido en sheriff de zona.
Matemática represiva, un añejo informe policial reseñaba, décadas ha, que en cualquier conflicto donde el apoyo social sea superior al 5% la resolución policial quedaba inhabilitada. La vieja cantinela autoritaria de enviar a la policía a resolver conflictos vecinales y a zanjar debates sociales. Cortina de humo y chuzos de punta. Pero más que cinco noches, Can Vies son 6.205 días compartidos. Mal cálculo, pues, esta vez, el del poder, incapaz de colar sus falsos y endebles argumentos: digan lo que digan, Can Vies no estaba afectado por ningún plan urbanístico urgente y perentorio, y el único leitmotiv conocido del desalojo –y la indecente provocación del derribo, violencia institucional, de un icono del tejido alternativo de la ciudad– era puramente político. Demostrar quién manda: orden, control, disciplina. Atila y los suyos. La tierra quemada. Que nada ni nadie se mueva al margen. Pura monitorización.
Pero a eso el Ayuntamiento llegó tarde y mal. Muy mal y tras 17 años de dejadez e inercia institucional, donde ningún poder ha sido capaz de descodificar que Can Vies era y es un lugar común para al menos tres generaciones, una escuela compartida para centenares de activistas y un paraguas cooperativo y solidario para docenas de colectivos. Sants, construyendo alternativas a pie de barrio, es un fértil laboratorio social hace años: no exige trabajo –que también–, crea cooperativas; no solicita espacios de cultura, los abre; no pide descosidos, teje redes; no espera, actúa. Towns in transition hacia la cooperacion social, es cierto que el intento de desalojo reabre viejos debates irresolutos y afianza algo más los procesos de autonomía social y formas alternativas de construir ciudades comunes.
Entre la pared del Estado y la espada mercantilizante del mercado queda aún lo social. Tiempos de dejar atrás la perversa enredadera de altura de la concertación público-privada para avanzar desobedeciendo hacia la cooperación público-social y exigir un mínimo respeto a la ciudad que se construye desde abajo, en espacios públicos no estatales hechos a mano y sin permiso.
Prepotencia derrotada
Contexto histórico y espacial, Can Vies tampoco se podría explicar sin los tiempos que corren. En medio de una crisis de régimen –también del régimen metropolitano surgido en la Transición–, de los cotidianos estragos de la crisis, del deterioro lacerante de las políticas públicas y de la autodeslegitimación cotidiana de las instituciones, la decisión política de desalojar Can Vies colmó el hartazgo. Y evidenció lo obvio: en términos políticos, la derrota de esa prepotencia municipal es, hoy, doble. Por una parte, inútil maniobra de 360 grados, porque todo remite a un acróbata loop y estamos de nuevo en el 26 de mayo antes del desalojo: Can Vies –aunque derruida parcialmente y vandalizada internamente por las excavadoras del poder– sigue existiendo, una cuestación popular financiará su reconstrucción y seguirá siendo de y para el barrio. Dos de más derroteros: la solución al ‘conflicto Can Vies’ no ha sido institucional ni negociada. Es hoy una apuesta social, vecinal y comunitaria, donde el propio tejido ha generado un escenario resolutivo ante la prepotencia del poder. Y eso no es poco, aunque aún quede mucho. Como siempre.
Last but not least, dos apuntes finales para acabar. Uno, que el efecto Can Vies conecta con una ciudad construida desde los barrios que se reencuentra con su propia historia: la Barcelona común de los barrios periféricos que conseguía líneas públicas de transporte a base de secuestros populares de autobuses, espacios para la cultura a base de ocupaciones en las postrimerías del franquismo, centros de planificación sexual abiertos por el movimiento vecinal contra el nacionalcatolicismo heredado y hasta algunos semáforos que tienen historia propia. De lucha y reivindicación, de protestas y propuestas, de insistencias y desobediencias.
Dos. Tiempos interesantes, fin de monopolios y final posdata mediática nada banal, queda también el inútil resacón de un Camamilla Party –variante convergente airada y urbana del Tea Party neocon– que ha sido incapaz de doblegar la autonomía social, la solidaridad concreta –260 entidades daban apoyo a Can Vies– y el deseo/necesidad de construir rincones compartidos por una ciudad común. Dejando alguna metáfora mediática poco ignífuga: ciertamente, el efecto Can Vies deja también el coste de 350 contenedores, vidrios resquebrajados de cajeros automáticos, 67 detenidos y dos personas encarceladas.
Incandescente política comparada, el rescate de Catalunya Caixa –12.000 millones de euros– deja el equivalente a 12 millones de contenedores quemados, pero ningún detenido y ningún encarcelado. Barcelona, ya lo ven, aún sigue siendo la ciudad de los prodigios. Cambalaches.
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