Barcelona fue distinta de
una España ya diferente
y diferida de Europa, y si
pasó lo que ocurrió –más
dinamita, plomo y
petróleo que en ningún
otro lugar–, alguna
razón tuvo que haber.

- LA SEMANA TRÁGICA Manifestación de la Comisión Pro Presos a favor de Francisco Ferrer Guardia en Barcelona en 1990.
La anarquía entró en la península
de la única forma que lo podía hacer:
en el más perfecto desorden.
Fueron Aristide Rey y Élie Reclus
quienes –allá por vendimiario de
1868– primero cruzaron los Pirineos
y predicaron la buena nueva,
pero parece que lo hicieron con
ligero defecto de forma –un boceto
de anarquía demasiado arrepublicanado,
para Bakunin–, de manera
que el mérito de inaugurar la temporada
ácrata se suele conceder a
Giuseppe Fanelli.
Fanelli, republicano tránsfuga
con asiento en el Parlamento italiano
(y privilegio de no pagar tren: de
ahí que Bakunin lo mandara a pasear)
apareció y se perdió en Madrid,
y a pesar de proclamar en la lengua
del Papa, consiguió que Lorenzo y
Garrido y Mora y González Morago
y una quincena más se hicieran una
idea de la Idea y una foto con él –el
famoso retrato de grupo en que cada
uno mira por su lado. Luego resultó
que Fanelli había embarullado
los estatutos internacionalistas con
las disposiciones de cierta alianza
secreta con la que Bakunin pretendía
infiltrarse en la Internacional, y
el desarreglo programático en la península
fue más que regular (y aciago:
sirvió para que, en 1872, Karl
apeara de la Internacional a Mijail).
La simiente anarquizante sembrada
por Fanelli en las mentes precultivadas
de Madrid encontró terreno
abonado en Barcelona (ciudad superpoblada,
industrializada y propensa
al alboroto), en la que la fuerza
del número se alió con la teoría. El
resultado fue que durante las siguientes
décadas hubo que mantener
a la capital catalana al abrigo de
la Constitución un año de cada tres.
Porque si la Idea (luego acracia,
una vez despejada la incógnita de
si el ruso o el alemán: aquí se botó
a Marx) germinó y medró como
buena hierba por toda España, floreció
de diferentes maneras en diferentes
lugares: en Barcelona, los
brotes fueron de violencia.
Cuando en 1881 se propuso en
Londres la propaganda por el hecho
–“revuelta permanente mediante la
palabra escrita o hablada, el fusil, la
dinamita, todo lo que sea ilegal nos
sirve”–, fueron los catalanes los más
inclinados a la violencia, quizá por
influencia de exaltados como Paul
Brousse, que tras instalarse en
Barcelona en 1871 participó en un
asalto al ayuntamiento local, y, en su
La Solidarité Révolutionnaire, junto
con Charles Alerini –otro escapado
de la debacle comunera de París–
empezó a abocetar el protocolo del
anarquismo furibundo y de acción.
Influencias exteriores
Otros ilustres extranjeros airados
llegaron después: Paul Bernard y
Paolo Schicchi (afilados articulistas
de El Porvenir Anarquista) hacia
1890; Malatesta, de gira por
España en 1891, tuvo que cancelar
fechas tras los sucesos de Jerez;
Francesco Momo (desde Argentina
importó la bomba Orsini) en 1892;
Jean Pauwels en 1893 (saltó por los
aires al año siguiente en una iglesia
de París); Tomás Ascheri (chivo expiatorio
del atentado de 1896, fusilado
inocente con otras cuatro personas);
Michele Angiolillo (vengador
de los anteriores, acabó con
Cánovas del Castillo aunque no con
el canovismo), etc.
En Barcelona, igual que en todas
partes, los adjetivos –colectivismo,
comunismo, individualismo, autonomismo–
proliferaron como cardos,
y no sólo se denostaba al partidario
de atributos diferentes, sino
que se entablaron tremendas refriegas
dentro de una misma facción:
el anarco–comunista Schicchi retó
a duelo al anarco–comunista
Malatesta, desafío que éste declinó
por escrito y educadamente.
La importancia de la prensa
Aunque en minúscula minoría, fueron
los individualistas y los grupos
de afinidad los que más ruido hicieron;
o causaron, porque al estrépito
de las bombas hay que sumar el estruendo
de los fusilamientos, de inocentes
casi siempre. Las publicaciones
anarquistas influyeron también
en la reputación furibunda de
Barcelona. Los periódicos más afectos
a la dinamita –La Justicia Humana,
Tierra y Libertad (primera
época), Ravachol, El Eco de
Ravachol (ambos de Sabadell), El
Porvenir Anarquista, Ariete Anarquista,
etc.– tuvieron una tirada y
una continuidad inferior a la de El
Productor o La Tramontana, pero,
quizá por apelar al individualismo
exacerbado, tuvieron, al menos proporcionalmente,
más influjo (o secuelas:
recordamos tres casos de
clausura por defunción –un suicidio
en la cárcel y dos ejecuciones).
Y en 1909, Barcelona acabó ardiendo
como una pira, en una semana
que unos llamaron trágica y otros
gloriosa según les fue en ella: a
Ferrer y Guardia le fue ambas cosas.
La intensidad de los atentados

Entre 1884 y 1892,
los estornudos revolucionarios
se sucedieron
en forma de anónimos
atentados
menores: anónimos
porque la policía
nunca halló al culpable,
menores porque
causaron pocos funerales,
tres o cuatro. La
tendencia respondía a
la norma internacional,
con artefactos que
estallaban en el jardín
de un burgués o en la
puerta de la fábrica,
sin apenas daños.
Paulí Pallàs inauguró
la era de los grandes
atentados, con las
dos Orsini que lanzó
al paso de Martinez
Campos, al son de
“¡Ahí va eso, mi general!”.
Fue convenientemente
ejecutado. El
atentado de Santiago
Salvador contra el
Liceo canceló la temporada
de ópera y
resonó en el mundo
entero. Una sola
bomba causó más
entierros que toda la
propaganda por el
hecho. Lo nunca
visto. En 1896 hubo
una tercera masacre
con rúbrica Orsini,
aunque claras sospechas
apuntan a la
policía. En todo caso,
la feroz represión que
subsiguió apaciguó a
mansos y a violentos.
“La ciudad de las bombas”

Entre 1896 y 1904
apenas hubo ruido en
la ciudad, excepto la
algarada que siguió a
la huelga de 1902,
que según el New York
Times causó 500
muertos, aunque
Gobernación dijo tres.
El lustro que precedió
a la hazaña que durante
una semana alumbró
la ciudad —repetimos:
la única iglesia
que ilumina es la que
arde— fue, en cuanto a
actividades revolucionarias,
un período
lamentable. Y el que
dio a Barcelona el
apodo de La ciudad
de las bombas. La
anarquía no tuvo nada
que ver con la serie de
bombas que estallaron
a diestro y siniestro,
sin más objetivo que
sembrar el terror, obra
de un tal Joan Rull,
chivato de la policía y
traficante de información
y artefactos explosivos,
que detonaban
o no según honorarios
percibidos.
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