Rigurosamente incierto
Santamaría contra Benedetti

Desde el comienzo de la crisis, en 2007, en España se han producido más de 400.000 desahucios sin que a Soraya Sáenz de Santamaría se le moviera un pelo de su sitio. Cinco años sin un puchero. Hasta hace poco, cuando anunció en rueda de prensa un plan gubernamental de 6.000 viviendas sociales y a punto estuvo de llorarlo todo con recargos e intereses de demora. Casi pero no.

, Madrid
23/01/13 · 19:26
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“Hay pocas veces en que un Gobierno puede ponerse sentimental, y yo no lo voy a hacer (…) Alguno dirá: ¡pues se ha puesto! ¡Me he puesto! ¡Sí! Sí, porque esto nos puede pasar a cualquiera”, declamó Soraya. Pero no. Y los periodistas allí presentes se rieron primero y aplaudieron después, al final de la bochornosa intervención de una vicepresidenta que tuvo el valor de incorporar a su discurso el perverso concepto del “derecho a fracasar”, como si el puto desastre del paro, de la ruina, de la estafa social, de la infravida y la precariedad inducida por la avaricia de quienes se frotan las manos con cada reforma laboral se resumiera en nuestro derecho a fracasar. Como si esto que nos está pasando fuera una canción de Astrud y pudiéramos consolarnos tarareando Mi fracaso personal. Como si nuestra derrota fuera el legítimo reverso de las ansias de triunfo de otros. La banca gana y nosotros tenemos derecho a fracasar. Y no es verdad. Ellos han vuelto a vencer, nosotros hemos perdido hasta el futuro y sólo les damos pena, y sólo nos dan limosna y una palmadita en la espalda.

Hemos perdido hasta la posibilidad de recurrir a los resultones versos de Mario Benedetti, porque Soraya y los suyos han dado con una nueva manera de provocar nuestro estupor. Ya no les da por reírse, como en otras ruedas de prensa previas, como en las sesiones de Congreso, como en los sucesivos anuncios de recortes sociales y de barra libre para la especulación de los suyos en nuevas burbujas sopladas desde la espuma de nuestros derechos perdidos (a la sanidad universal, a la educación, a la información libre y veraz). Soraya, con su melodrama de saldo, desactiva los versos curiosos de Benedetti:

(…) aquí en la calle
suceden cosas
que ni siquiera
pueden decirse
los estudiantes
y los obreros
ponen los puntos
sobre las íes
por eso digo
señor ministro
de qué se ríe
de qué se ríe (…)

La vicepresidenta amaga con llorar, y llega tarde. No sólo porque ya habíamos visto a una ministra italiana emocionarse hasta las lágrimas hace más de un año, cuando anunció una durísima reforma de las pensiones, ni porque nos acostumbramos a ver a otros políticos hacer lo propio: Moratinos, Zapatero, Obama, Esperanza Aguirre o Carme Chacón. No es eso, no. Soraya llega tarde porque la televisión nos ha enseñado a no creernos las penas impostadas ni los dramas fingidos. Porque somos criaturas bastardas de la telerrealidad, de los montajes, de los lloros secos en directo y de las malas actuaciones en malas telenovelas. Por todo eso y porque esa misma televisión tremendista lleva años haciendo caja y ruido con las lágrimas desesperadas, incontroladas e incluso avergonzadas de todos aquellos a quienes Soraya concede el derecho a fracasar.

Y hay algo más: Soraya ha llegado tarde en su puesta en escena porque nosotros, espectadores, hemos tenido tan cerca esa verdad que ella fingía, hemos llorado tanto últimamente de miedo, de impotencia, de rabia, de angustia y de incertidumbre, que sabemos leer entre líneas de expresión. Nosotros sentíamos que Soraya fingía y, lo peor de todo, que pretendía superar con su ficción nuestra realidad.

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