No pasa desapercibido que el Príncipe
de Asturias es una copia barata
del Nobel. Para empezar se les ocurrió
la idea de hacerlo 79 años después
de que se celebrara la primera
edición de aquéllos. Para seguir
porque los premios asturianos han
tenido que inventar categorías flexibles
como Cooperación o Concordia
que justifiquen su existencia.
Los premiados dirán que 50.000 euros
merecen un chaqué y una tarde
en el Teatro Campoamor, pero bien
saben que eso es una cosa y otra fardar
de Nobel, aunque sólo sea por
puro esnobismo.
Para contrarrestar ese errático
punto de partida, los premios Príncipe
de Asturias han establecido un
criterio muy sencillo que se resume
en cuatro palabras: sumarse a la fiesta.
Así, en lugar de malgastar horas
para establecer un criterio original,
los jurados que han pasado por esas
vetustas salas de reuniones se han
postrado ante cualquier estímulo dictado
por determinados medios de comunicación
y por unas cuantas voces
de la experiencia más tradicionalista.
De este modo, el premio de los
Deportes es, en sí, un pretexto para
que la Casa Real se haga una foto con
los triunfadores habituales, con prioridad
para los españoles, aunque sea
decorosamente repartido con atletas
como Sergéi Bubka o Martina
Navratilova, quienes ya eran de primera
mucho antes que los Premios.
En el de Letras, una vez despachados
los intocables (Cela, Umbral,
Vargas Llosa, Carlos Fuentes), los
distintos jurados han optado por
apostar por escritores que son demasiado
reconocidos para optar de verdad
al premio de los suecos.
El olor de los premios
Un premio populista sortea fácilmente
las lagunas cuando ocurre que se
quiere premiar a alguien que no encaja
en ninguna categoría. Ya ocurrió
en Estocolmo para celebrar la
existencia de Winston Churchill: como
la idea de otorgarle el Nobel de la
Paz resultaba obscena, el jurado de
Literatura se quedó con que era el
autor del lema “Sangre, Sudor y
Lágrimas” y le regaló el mismo diploma
que a Benavente o a Steinbeck.
En Asturias pasó lo mismo con
la autora de Harry Potter, J.K.
Rowling, multimillonaria pero pobre
de menciones de tanto copete. ¿No
queda bien darle el de Letras? Pues
le dan el premio a la Concordia, que
nadie sabe bien para qué sirve.
Thomas Bernhard, un autor austriaco
que detestaba muchas cosas,
creía que un premio “se lo entregan
a uno siempre sólo personas incompetentes,
que quieren defecar en la
cabeza de uno y que defecan abundantemente
en la cabeza de uno si
se acepta su premio. Y están ‘en su
perfecto derecho’ de defecar en la
cabeza de uno, que es tan abyecto y
tan bajo como para aceptar su premio”.
Aunque también huela mal, el
Nobel, que reporta un millón de euros
a sus ganadores, ha conseguido
convertirse en el objeto de deseo de
abyectos y no abyectos. El Príncipe
de Asturias, sin embargo, rebaña la
popularidad de personajes consagrados
para hacerse un sitio residual
en algún noticiero europeo. Pero esto
no es Suecia.
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