Jordi González se ha convertido en el presidente del Gobierno del sábado noche. Analizamos, sopas frías mediante, el milagro del “Gran debate” de Tele5.

El Gran Debate es un programa de televisión en el que las opciones son comulgar con las ideas de Pilar Rahola, comulgar con las ideas de Alfonso Rojo, o comulgar con las ideas de esa mancha en la pared que se parece mucho a Jesucristo.
La mancha de mi pared y yo esperábamos con ilusión la aparición en el programa de Sánchez Fornet, Secretario General del Sindicato Unificado de Policías (SUP) y leñador y punto. Después de, más o menos, una hora de remake de Tuyos, míos, nuestros con las cifras del paro mientras Jordi González se moderaba el pelo, aparece el Fornet diciendo lo obvio, que si las culpas son de “arriba”, que si la carga en Atocha no tiene justificación, que si le dejan matizar “leña y punto”; sólo faltó que le dejasen saludar.
Alguno dirá “hombre, qué majo, ha dicho que lo de Atocha no tiene justificación alguna y que alguien debería dimitir”. ¿Qué va a decir? ¿“Lo de Atocha estuvo guay, en el tercer acto se me hizo un poco largo, pero te ríes”? Se lo come vivo Jordi González, con barba y todo. Porque Jordi González como moderador es un poco suyo, donde “suyo” se entiende como “dice lo que le da gana, cuando le da la gana y a ser posible, buscando el aplauso”, cosa bastante fácil (lo de buscar el aplauso) cuando tienes un público que aplaude cuando el regidor se pone a dar palmas. Porque para eso está el público de El Gran Debate, para aplaudir a Jordi y para comer bocatas de mortadela. La industria de la mortadela quebraría sin Jordi González. Jesucristo y yo sugerimos que lleven al programa las toneladas de piedras que la policía incautó para que también den su versión de los hechos.
Cuando Gil Scott-Heron dijo que la revolución no sería televisada es porque no conocía a Jordi González. Jordi no sólo retransmitiría la revolución, sino que le ofrecería dinero para sentarse bajo unos focos magenta y, poco a poco, veríamos a la revolución de plató en plató, contando “su” verdad. Después, quizás, haría un posado-robado en la playa con algún famoso de tercera, que llegó a esa privilegiada posición por pillar un herpes con una privilegiada muñeca hinchable de caucho. Finalmente, abriría una discoteca, la Revolution, 2x1 en copas hasta las doce.
Jordi González come audiencia y respira publicidad, lo cual es raro porque, si yo pudiera, comería solomillo. A lo mejor es que Jordi no ha probado un solomillo. Lo de respirar publicidad es más comprensible, ya que está mucho menos contaminada que el aire de Madrid. Aunque tiene mucho sexo. Así es como llegamos al punto en el que te manifiestas, la policía te da de palos hasta que pareces un chicle pegado al asfalto y la nueva Noria hace demagogia cara, que cuesta un pastón anunciarte a esas horas un sábado en Tele5. La culpa es de la información, que nos viste como putas. Y si hay algo que es sagrado en Tele5 es el derecho a la información, derecho bajo el que se ampara este programa para hacer de la realidad un burdel.
Porque “derecho” e “información” son palabras muy ambiguas, que pueden ser interpretadas de diversas maneras. Por ejemplo, ‘derecho’, en Tele5, puede ser tanto llevar a un señor, anteayer desconocido, a un plató por decir burradas en su cuenta de Twitter, como una vichyssoise. ‘Información’, aunque casi siempre es la opinión de Jordi González, a veces es el traje que llevaba Bogart en Casablanca.
La mancha de mi pared que se parece a Jesucristo y yo reiteramos mi sugerencia de llevar a las piedras por mi vichyssoise al traje de Bogart en Casablanca.
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