Quién sabe a quién pensaba hacer
un regalo Massimo Tartaglia mientras
compraba, en un domingo de
diciembre, un souvenir del Duomo,
la catedral de Milán. La misma estatuilla
de piedra con la que golpeó
apenas unos minutos después a
Silvio Berlusconi.
Quién sabe si Tartaglia quería,
con su gesto, darle un alegría navideña
a aquellos italianos hartos de
15 años de chistes machistas, leyes
xenófobas y políticas derechistas.
O tal vez si, mientras compraba su
Quién sabe a quién pensaba hacer
un regalo Massimo Tartaglia mientras
compraba, en un domingo de
diciembre, un souvenir del Duomo,
la catedral de Milán. La misma estatuilla
de piedra con la que golpeó
apenas unos minutos después a
Silvio Berlusconi.
Quién sabe si Tartaglia quería,
con su gesto, darle un alegría navideña
a aquellos italianos hartos de
15 años de chistes machistas, leyes
xenófobas y políticas derechistas.
O tal vez si, mientras compraba su
souvenir, Tartaglia pensaba en hacerle
un regalo al mismo Berlusconi,
convirtiendo un político rodeado
de juicios y recién acusado de haber
favorecido a la mafia, en una víctima
agraciada, con la solidaridad
mediática e institucional.
Sin embargo, los periódicos y
los telediarios italianos –casi todos,
hay que decirlo, controlados
por el propio Berlusconi– no nos
contaron nada de lo que pasó en la
mente de Massimo Tartaglia a la
hora de comprar su pequeña estatua
del Duomo. “Es un pobre loco,
un desequilibrado”, comentó la
prensa italiana, acompañándole al
psiquiátrico. No nos dejaron saber
si tal vez el regalo de Tartaglia era
para sí mismo: unos minutos de
celebridad televisiva que en largos
años de videocracia los italianos
aprendieron a valorar. Lo que sí
difundieron televisiones y periódicos
fue la rabia de los hombres del
Cavaliere, una multitud vociferante
de ministros y diputados: según
ellos el acontecimiento fue causado
por el clima de odio político que
hay en el país. Y poco importa si
los que mueven acusaciones son
la misma derecha que promueve
patrullas de ciudadanos contra
los migrantes y organiza operaciones
de policía para expulsar a
los sin papeles con nombres elocuentes
como ‘White Christmas’.
Peor que los terroristas
Todo este clamor tiene un fin: legitimar
un viraje securitario. Esto
tal vez es el regalo de Tartaglia a
Silvio Berlusconi. Unas horas después
del acontecimiento, el ministro
de Interior Roberto Maroni ya
anunciaba normas urgentes y restrictivas
sobre las manifestaciones
y las páginas web “violentas”: el
Gobierno italiano, herido en su
máxima expresión política, ahora
no sólo quiere eliminar la posibilidad
de contestar a una manifestación
de partido, sino quiere ponerle
también la mordaza a la red.
Es justo allí, en el Facebook,
donde a unos minutos del accidente
presidencial ya decenas de
miles de personas se declaraban
fans de Tartaglia. Indignado por
tanta desconsideración, el presidente
del Senado, Renato Schifani,
ha sentenciado: “Facebook
es más peligroso que los grupos
de los años ‘70”. Sin embargo,
Schifani no quería hablar de los
Led Zeppelin sino que hacia referencia
a las bandas armadas de
aquellos años. Y quién sabe si,
después de tanto clamor, alguien
ya ha avisado a Mark Zuckerberg,
el veinteañero millonario fundador
y consejero delegado de Facebook,
que no venga de vacaciones
a Italia, no vaya a ser que lo
encarcelen como ideólogo de una
red social subversiva. Justo él, un
icono del nuevo capitalismo norteamericano,
que ni siquiera ha
oído hablar de Massimo Tartaglia
y de su extraña idea de comprar
un regalo.
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