Podemos y la sesión constitutiva del Parlamento.

Llevo un tiempo escuchando un blablablá muy molesto sobre lo nocivo de la política espectáculo que en nuestro país resulta especialmente irónico porque ¿era la política anterior, la muda de reservados y pactos entre caballeros, menos nociva que la representación espectacular de las ideas políticas? ¿Tenemos que renunciar a aparecer en los medios masivos a pesar de que para soltar nuestras ideas tengamos que dar volteretas y hablar con dos calcetines con ojos? No lo creo, amigas.
Comprendo que cuando eres Pablo Iglesias y te has imaginado la carrera política como Juego de Tronos con sus reinos, sus dragones, sus hermanos enrollándose y su eunuco intrigante, haber acabado en Gran Hermano VIP con Rappel, el pequeño Nicolás y Carlos Lozano tiene que haber sido un papelón. Pero esta situación, queridas, abre no pocas oportunidades, porque tal como decía John Street en un famoso artículo sobre fama y política, los políticos considerados como celebrities son, sobre todo, creadores de símbolos. Símbolos con los que construir una narrativa alrededor de sus ideas y las de sus votantes.
Desde el punto de vista de lo simbólico, la sesión constitutiva del Parlamento fue un verdadero locurón. ¡Una no sabía dónde mirar! Que si EQUO en bicicleta, que si las valencianas con su filà mora, que si Bescansa y su hijo a demanda, que si Alberto Rodríguez con sus rastas, y por encima de ellos, el acto que más me enamoró: el no haber dejado las chaquetas en guardarropía y montar lo que el telediario de La Sexta calificó de “campamento”. No hacía falta ser una experta para saber que la historia que Podemos intentaba contar era la de “el 15M ha entrado en el Parlamento”, algo que se subrayó con el uso de lenguaje de signos y la muy probable tendencia a votar las futuras propuestas parlamentarias cruzando las muñecas o agitando las manitas. Mientras tanto, Albert Rivera, vestido como un gris comercial bancario, le decía lacónicamente a Iglesias en la radio: “Con esa actitud no se puede hacer una segunda transición”, quizás defraudado porque sus diputados se mimetizaban demasiado con los tecnócratas del hemiciclo.
Si bien la sesión fue un éxito para Podemos, porque marcó milimétricamente lo que se debía comunicar, no debemos tampoco olvidar otros patinazos de la formación como el que tuvo con (tos nerviosa) el programa de radio Carne Cruda. Existe, claro, el otro peligro que nadie quiere nombrar: que esos símbolos sean inútiles porque los parlamentos, no sólo el nuestro, hayan perdido tal capacidad de decisión frente a otras instituciones supranacionales como el FMI o el Banco Central Europeo –instituciones blancas, machistas y heteras– como para admitir todos ese colorido que nos ha traído Podemos. En plan: “¡Bah!, déjales que jueguen en sus parlamentos con su paridad y sus rastas que les vamos a meter un paquete que se van a cagar. Lo de Grecia va a ser chiquitito”.
En tal caso, el poder transformativo de lo simbólico (me pagan poco para lo bonito que escribo) que tan bien sabe manejar Podemos caería en saco roto. Con ello no quiero decir que la batalla por lo simbólico no sea importante –feministas, LGTB o migrantes llevan siglos luchándola– sino que espero que, como partido, esté a la altura en este momento crucial de la narrativa que se ha construido alrededor de “la calle ha entrado en el Parlamento”. Porque no existe una opción B salvo la de que esos ciudadanos normales se conviertan en esos aburridos Grandes Ciudadanos VIP que llevan demasiado tiempo gobernándonos a base de votar tirados desde sus sillones. Que tengamos todas mucha suerte.
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