Los coleccionistas de arte del futuro valorarán las obras de Ignacio González. Unos dibujos que muestran el ensimismamiento y el tedio vital del artista conocido como presidente de la Comunidad de Madrid.

Estas pasadas vacaciones primaverales, el periódico que suda bajo el sobaco la gente de bien, el Abc, nos sorprendía con una maravillosa noticia relacionada con la ilustración contemporánea al mostrarnos los dibujos de un artista que es quizá mejor dibujante que político y persona, el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González. Si bien la noticia se veía empañada con una nada velada acusación de que el fin último de esa obra era hacer camisetas con sus diseños para venderlas en exclusivos acontecimientos, como campeonatos de tenis, regatas o puestas de largo, el valor artístico de la misma no dejaba lugar a dudas y certificaba que nos encontramos ante un artista complejo. Un artista que bebe tanto del arte figurativo de los cuadros de George Bush Jr. como de la obra gráfica, brutal y minimalista de Daniel Johnston. ¿De qué otra forma podríamos calificar esa berenjena dentuda y burlona o ese gato humanizado y chaplinesco sino como las pesadillas de un demente? Sin embargo, la obra de González no sólo se constriñe a lo figurativo, sino que, hija de su tiempo, se enrosca con lo tipográfico anhelando esa expresión total que parte del diseño y que se extiende prolífica en una serie de dibujos donde podemos ver las siglas del Partido Popular ejecutadas con formas prismáticas.
Esas piezas pueden ser consideradas verdaderas pictoescrituras que eran definidas así en el catálogo de la exposición “Pinacoteca psiquiátrica en España: 1917-1990” (Universitat de València): “Signos que, a modo de alfabeto inventado, tienen un código privado de carácter autístico. Podríamos hacernos la pregunta de si provienen de la incapacitante enfermedad, de si tratan de ser un juego, una obsesión, una vuelta a la infancia en la que la escritura y el dibujo no estaban disociados”. Me parece especialmente fértil esa asociación entre la infancia obsesiva, la pictoescritura y las siglas del PP porque los dibujos caligráficos de Ignacio González tienen mucho del título hipertrofiado que un niño repelente, torcido y malsano hiciera para ilustrar una redacción sobre “La Constitución”, “¿Qué es para ti el Rey” o “La Señora Sanidad ya no quiere ser pública”.
Porque la obra de Ignacio González está cargada con lo biográfico, no en vano el famoso gato antropomorfizado tiene la misma cara burlona del presidente después de haber robado unas sardinas, tal como su estilo parece robado de los verdaderos artífices del art-brut: los alienados, las iluminadas, los paupérrimos, pero, pese a ello, es innegable que es también reflejo último de su mundo interior. Un mundo interior dominado por un sentimiento: un profundo, constante y oceánico aburrimiento.
Su obra, ejecutada sobre carpetas de congresos y reversos de hojas de hoteles, tiene la monotonía de lo insignificante y no sólo transmite que nuestros próceres se aburren enormemente amargándonos la vida, sino que quita heroicidad a su autor. La obra de González no representa los abismos de una mente retorcida, sino la “banalidad del mal”, que diría Hannah Arendt, y parece realizada más en largas reuniones burocráticas sobre recortes sociales que en arrebatos creativos. Eso sí, como todo arte, aunque sea malo, es una flor en un estercolero y, como tal, esperemos que algún día, si el autor persevera, sea expuesto en un museo público, sea conservado por un especialista público, sea analizado por una experta becada, sea disfrutado como parte de una cultura pública y gratuita, y valorado con el buen juicio que dé una educación pública y de calidad. Ése sería el final perfecto para la obra de Ignacio González.
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