El caso Neymar es una estudiada cortina de humo para tapar una práctica habitual: el secuestro, previo pago de sueldo, de cientos de talentosos jugadores para deleite de un público alienado
Sandro Rosell ha dimitido como presidente del Fútbol Club Barcelona por el caso Neymar. Al parecer, el club habría pagado unos 95 millones de euros por el jugador y no los 57 que se publicaron en un primer momento.
El escándalo pone de manifiesto que hay mucho por hacer en lo que se refiere a los derechos y a las libertades de las personas: estamos en Europa, en pleno siglo XX, y aún hay gente que se dedica a comprar y a vender personas como si se tratara de mercancía.
Es más, alguno pone el grito en el cielo porque 95 millones le parecen muchos. Por favor. Se trata de una persona y a una persona no se le puede poner precio. ¿Cuánto hubieran pagado ellos por el jugador? ¿Y por cuánto venderían a familiares, amigos, vecinos? Puestos a comprar a un ser humano, es un consuelo (un triste consuelo) pensar que al menos sale caro.
Porque insisto: somos personas y no se nos puede comprar y vender como si fuéramos manzanas o políticos. Ojalá pudiera entrar en las mazmorras del Barça, mirar a los ojos a todos esos jugadores asustados y torturados, y decirles: “Me da igual lo que hayan dicho esos señores. Vosotros no tenéis precio. Nadie os puede comprar”. Entonces abriría todas las celdas y les vería salir, temerosos y agradecidos, mientras una lágrima me resbala mejilla abajo.
Lo peor es que esta situación espantosa le parece normal a casi todo el mundo. Es más, no soy capaz de entender la cara de pánico de muchos cuando alguno de sus jugadores favoritos se lesiona. Les preocupa una pierna rota, pero no su vida. Lo único que les importa es lo que pueda afectar a su partidito de los domingos. Y de los sábados. Y de los martes, miércoles, jueves, algún viernes y ese lunes tonto en los que a veces también juegan, no sé muy bien por qué.
Hemos olvidado que Neymar no es sólo un jugador de fútbol: es un joven de 21 años que fue arrancado de su hogar en Brasil y comprado como si se tratara de un juguete de plástico. No quiero ni pensar en el infierno por el que habrá pasado el pobre chaval, a miles de kilómetros de su familia y de sus amigos, obligado a corretear en calzones por un estadio para que cuatro tipos se diviertan y, de paso, hagan negocio con sus penas.
Pero lo más triste es que a Rosell no se le acusa de esclavista. La Audiencia Nacional omite esa infamia y se centra no en las personas, sino en el dinero. Típico de la sociedad en la que vivimos. Porque el delito es “apropiación indebida por distracción”.
Que imagino que es como cuando un compañero de trabajo te pide un boli y no te lo devuelve, pero con 40 millones de euros. No estoy diciendo que no sea grave: o Joaquín me da mi boli mañana o le quemo la mesa. Pero es peor lo otro. Lo de que haya esclavos. Vamos, digo yo.
Pero no lo parece. Porque el Gobierno no hace nada para poner fin a este oscuro mercado de almas y la Policía mira hacia otro lado. Lo importante es mantenernos a todos distraídos con pan y circo, aunque sea a costa de que Neymar y otros críos como él se vean sometidos a una vida de trabajos forzados, como si fueran, no sé, oficinistas. A eso hemos llegado.
Futbolistas, si me estáis leyendo, sé que a muchos os animan a marcar goles y a pegar patadas a cosas. Yo os animo a seguir luchando por VUESTRA LIBERTAD. Estoy con vosotros, y no estamos solos.
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