Rigurosamente incierto
La princesa sorda

El reino entero se preguntaba: ¿conocía lo negocios del príncipe?

20/01/14 · 11:55
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Había una vez un reino democrático muy muy lejano llamado Nunca Recordar donde existía un valeroso Rey Constitucional que había jurado la Carta Magna y la había defendido del temido Dragón Golpista en años de oscuridad y conflicto. Ese rey bondadoso había querido casar a sus tres hijas para continuar con la línea sucesoria de una monarquía que, junto al Parlamento, había proporcionado al país las mejores cosechas de las que nadie pudiera acordarse (lo que era mucho para el reino de Nunca Recordar). Los vasallos caminaban sobre las brevas más frescas, los párrocos bendecían con el mejor vino posible y la nobleza comía la carne más apetitosa. Ese festín y el anuncio de unas bodas colosales atrajeron a muchos pretendientes venidos de reinos lejanos y todos fueron elegidos por sus virtudes, necesarias en una democracia parlamentaria moderna.

Al primer príncipe lo eligieron por sus grandes capacidades oratorias así como por su gracia, que embellecía los cuadros y las portadas de las revistas. Al segundo príncipe lo eligieron por su gran elegancia y su gusto por la haute couture, siendo su presencia el colorido ornato que engalanaba la corte. Al tercer príncipe lo eligieron por sus capacidades atléticas siendo especialmente ducho en la escalada. Si bien todos los príncipes fueron amados por igual por un pueblo agradecido, los modernismos en el vestir de uno así como la frialdad del otro convirtieron al Príncipe Escalador en el preferido de la plebe. Preferido no sólo porque sus proezas alpinistas demostraban una gran pureza de corazón, sino porque desposó con la única princesa con estudios superiores que tuvo ese reino, siendo conocida como la Infantona Sapientia.

El Principe Alpinista, llamado Dindirindin, y la Infantona Sapientia, llamada Sophia, fueron felices con su vocación de servicio y realizaron trabajos de representación hasta que una maldición cayó sobre el Reino y, de pronto y sin previo aviso, la primavera devino invierno, las cosechas se echaron a perder y la gente empezó a vivir en la miseria. Parecía que la Ninfa Eco(nomía) se había retirado de los montes del país produciendo una grave epidemia de afonía entre los representantes del Estado: el Rey no podía leer sus bonitos discursos ni el presidente de la Cámara Alta podía dictar sus justas leyes ya que sus voces se apagaban nada más salir de sus bocas.

La huida de la Ninfa Eco(nomía) afectó especialmente al Príncipe Alpinista, acostumbrado a subir a la cumbre más alta del reino y cantar como un tirolés: “Soy el Príncipe Dindirindin, / que con su apellido hace din-din, / soy el Príncipe Dindirindón / y no es prevaricación”. Este cántico, repetido por el eco, tenía embelesado a todos los burgomaestres del país, quienes, al escucharlo, encargaban al Príncipe Dindirindin toda clase de festejos, desde ferias de ganado hasta festivales de la cosecha lo que les permitía a la Real Pareja vivir en un gran palacio siempre con voluntad de servicio.

Entró el Príncipe Dindirindin en gran desesperación y, como a noble flaco todo son pulgas, pronto se vio sometido a una investigación por la Casa de Inspección de las Arcas, que descubrió que al Príncipe se pagaban grandes cantidades de dinero únicamente por la sonoridad de su apellido amplificado por el eco de las montañas.

Habiendo sido declarado Presunto Presuntuoso por la justicia del país y bajo pena de que se le amputara el dedo meñique y nunca más poder tomar café de manera elegante, su mujer, la Princesa Sophia, fue llamada a declarar dos veces. Ante estos graves acontecimientos el reino entero se hacía las mismas preguntas: ¿Conocía la princesa los negocios del príncipe? ¿Cómo podía una licenciada vivir tan alejada de las luces del descernimiento? Y, sobre todo, ¿cuándo bajará el pan?...

Se avisaron a los más grandes sabios del reino para discernir cómo la princesa no supo haber oído los cánticos del Príncipe Dindirindin hasta que uno de ellos, un profesor de otorrinolaringología, expuso su teoría de que los reyes y príncipes constitucionales no oyen las mismas frecuencias auditivas que el resto de sus vasallos. “Teniendo un espectro audible diferente al resto de los mortales, sus majestades no escuchan las conversaciones económicas que el vulgo solemos realizar en ondas acústicas inferiores a los 20 Hz. Estos infrasonidos no tienen repercusión en su campo tonal, por lo que puedo asegurar que, aunque los negocios se trataran en la misma mesa, la princesa no pudo oír por esta peculiaridad física ninguna de la conversaciones mantenidas”.

Habiendo sido eximida, la princesa sonreía enigmáticamente desde el estrado debido a que, si bien la justicia habla, lo hace tan sólo a 21 Hz, una frecuencia ciertamente audible por un monarca constitucional pero de una manera muy bajita.

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