Los responsables de los crímenes de la dictadura argentina y de la gran crisis económica de 2001 empezaron a tener miedo: se había inventado el escrache.
Las leyes de amnistía y los indultos habían dejado en la calle a los responsables de la desaparición de 30.000 personas, de la tortura de otros miles de supervivientes y el secuestro de cientos de menores. La apertura de juicios en el exterior había provocado una situación al menos curiosa: en la segunda mitad de los '90 el único sitio donde los criminales de la última dictadura argentina podía sentirse seguros era en Argentina.
Junto con el corte de ruta, esos años dieron a luz una nueva forma de protesta, esta vez procedente de una nueva generación del movimiento de derechos humanos, los hijos de los desaparecidos. En 1995, una superviviente de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) acudió a una consulta médica en el Sanatorio Mitre, en el barrio Once de la capital. Descubrió que entre los trabajadores del hospital figuraba un médico llamado Jorge Magnaco. Nadie, en el hospital donde trabajaba ni en el bar donde tomaba café ni en la tienda del barrio donde compraba, sospechaba que ese hombre maduro, calvo y de barba blanca recortada había sido el encargado de los partos en el centro de exterminio de la ESMA.
En el caso de Magnaco, los resultados fueron inmediatos: fue despedido de su trabajo y en una reunión de la comunidad de su edificio le pidieron que se marchara Durante cuatro viernes seguidos, la organización HIJOS marchó desde el sanatorio hasta la casa del médico. Pegaron carteles con su cara y sus crímenes. Repartieron panfletos contando quién era su compañero de trabajo, quién era su vecino. Había nacido el 'escrache', una modalidad de lucha que se generalizó contra todos los represores que conseguían localizar y confirmar su identidad. “Ante la ausencia de justicia hagamos que el país sea su cárcel”, se convirtió en el lema de la estrategia impulsada por HIJOS y coordinada con las organizaciones populares de cada ciudad y cada barrio. En el caso de Magnaco, los resultados fueron inmediatos: fue despedido de su trabajo y en una reunión de la comunidad de su edificio le pidieron que se marchara.
"Si no hay Justicia, hay escrache", era la advertencia. Con pintadas, retratos fotocopiados, teatro callejero, pintura roja, huevos, reparto de 'volantes' a los vecinos, incluso casa por casa, los activistas de HIJOS consiguieron que, a falta de una condena judicial, los criminales reciban, al menos, una condena social.
Una herramienta útil
Cuando la crisis económica argentina estalló en diciembre de 2001, el escrache trascendió el ámbito de los derechos humanos. Con el Corralito, se generalizó para localizar, señalar a los responsables de la ruina del país y de millones de argentinos tras una década de corrupción descarada y políticas neoliberales. Pocos políticos, jueces y grandes empresarios argentinos de la época pueden afirmar, sin faltar a la verdad, que nunca fueron escracheados.
Los banqueros y las sedes bancarias fueron otros de los objetivos de los escraches de los ahorristas y las organizaciones sociales, que sumaron la cacerola al ruidoso señalamiento.
"Nuestros escraches son producto de un trabajo, de una reconstrucción social y de la necesidad de contar otra historia”, decía Florencia Gemetro, activista de HIJOS, a Página12. “Otra cosa es esta expresión de la impotencia multidirigida, en la que cualquiera puede ser escrachado. Cuando se le grita a un político en la calle, esos gritos no provienen de un modo de entender la justicia. Si el sentido del escrache no es conseguir justicia popular, corre el peligro de desvanecerse en el vaciamiento político: no queda nada después, porque no hubo toma de conciencia ni organización", agrega.
Escraches en otros países
Chile
La modalidad del escrache no tardó en extenderse a otros países con las mismas situaciones de impunidad. En Chile fueron las 'funas', auténticos trabajos de investigación, como el que llevó hasta el asesino de Victor Jara, que trabajaba en un Ministerio de Santiago de Chile.
Ecuador
En abril de 2005, cientos de personas realizaron un escrache alrededor de la casa familiar del presidente Lucio Gutiérrez. “Forajidos”, les llamó entonces este excoronel. Una denominación que aceptarían encantados y con la que conseguirían destituirle pocos días después.
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