A propósito del IBI

Entre la competitividad y la calidad de vida, la mayoría de las ciudades españolas han optado por la primera, explicitando el acuerdo de base existente entre el poder político y el económico. Para ello, los gobiernos municipales irán adaptando la ordenación y la fiscalidad para eliminar los obstáculos a los intereses de las grandes inmobiliarias y contratistas de obra pública.

16/01/06 · 18:50
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Entre la competitividad y la calidad de vida, la mayoría de las ciudades españolas han optado por la primera, explicitando el acuerdo de base existente entre el poder político y el económico. Para ello, los gobiernos municipales irán adaptando la ordenación y la fiscalidad para eliminar los obstáculos a los intereses de las grandes inmobiliarias y contratistas de obra pública.

Al hilo de esta políticas, caso de los nuevos desarrollos urbanísticos o la remodelación de la M-30, el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) salta a los medios de comunicación por la espectacular subida que experimenta en los últimos años, dándose situaciones cuando menos paradójicas, por no decir grotescas, como es el caso de aquellos que jalean a diario las políticas desarrollistas aplicadas, siempre que sirvan para alimentar el apetito voraz de las constructoras, y ponen el grito en el cielo cuando se trata de pagar.

El problema del IBI no es su cuantía, sino su falta de progresividad, al aplicarse sobre el valor de la vivienda, sin tener en cuenta la capacidad económica del contribuyente. Desde el punto de vista formal, el IBI es un impuesto que grava el valor catastral de los inmuebles. La ley establece que éste no podrá superar el 50% del valor de mercado. En el caso de Madrid, tras la última revisión catastral, el valor asignado a los inmuebles se sitúa en torno al 30% de su valor ‘real’, siempre y cuando este término sirva para definir los precios alcanzados en la actualidad por una vivienda en Madrid. El tipo que se aplica, sobre una horquilla determinada por ley, lo determina el propio Ayuntamiento, permitiéndose su reducción una vez se actualiza el catastro. En lugar de ello, Gallardón, agobiado por las deudas de la M-30 y la compra de inmuebles -Palacio de Correos, entre otros-, sube el tipo aplicable con el resultado en los recibos que todos conocemos. En definitiva, como consecuencia de las políticas especulativas llevadas a cabo en materia de vivienda, entre todos pagamos los beneficios obtenidos por unos pocos.

Dada la estructura del impuesto, la repercusión no es igual para todos. Para los sectores populares resulta letal, por más que algunos intenten conciliar el sueño contando los millones que vale ‘su piso’. Por la mañana, cuando llega el recibo del IBI, duplicando la cantidad a pagar, se acuerda uno de la nómina, congelada desde hace años, de los atascos y de las obras del alcalde. Por la radio, una dulce voz nos anima a vivir de otra manera, en la naturaleza, en la “casa de nuestros sueños”... No muy convencidos de ello compramos el periódico donde los suplementos inmobiliarios se felicitan por la construcción de miles de nuevas viviendas o la puesta en marcha de nuevos planes de obra pública, con decenas de tuneladoras triturando el subsuelo de la ciudad... ¡SOS, estamos rodeados!

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