¿Qué sentido tiene el
pacto de las pensiones
para los sindicatos
mayoritarios? El autor, activista e investigador social,
presenta respuestas
a esta pregunta.
Los pactos están para ser cumplidos.
La reforma impuesta por
el PSOE al servicio de los
mercados y avalada por CC OO y
UGT es la penúltima vuelta de
tuerca neoliberal a nuestro maltrecho
bienestar. La cosa viene de
largo, de muy largo; de principios
de los ‘80, como poco. Y a juzgar
por cómo van las cosas no parece
que vaya a cambiar en lo inmediato:
el consenso pergeñado por el
Ejecutivo –y cuestionado más de
palabra que de obra por la izquierda
parlamentaria– arriesga las frágiles
resistencias que se han venido
fraguando desde el verano.
¿Cómo es posible que tras los
recortes se cuele ahora una reforma
de las pensiones que nos devuelve
a la prehistoria del bienestar?
Hasta hace no mucho parecía
que la batalla de las pensiones estaba
llamada a relanzar el movimiento.
El éxito relativo del 29 de
septiembre reforzaba esta idea.
¿Cómo es posible entonces que,
en apenas unas semanas, CC OO
y UGT hayan vuelto a conchabarse
con el Gobierno?
No es difícil encontrar razones
de tipo estructural en el cambio
del aparato productivo: la fragmentación
de los centros de trabajo
(la extinción de las grandes
fábricas y otros espacios disciplinarios),
el aislamiento de las figuras
del trabajo precario (trabajadores
encerrados en sus nichos
conectados a la producción por el
cable telefónico), etc.
Tampoco resulta complicado
observar cómo ha operado desde
principios de los años ‘80 la hábil
implementación transgeneracional
del proyecto neoliberal. Atento
a incrementar el nivel de precariedad
por medio del salto de una generación
a otra, el mando capitalista
ha conseguido que las generaciones
más jóvenes acaben
aceptando como promesas lo que
otrora fueron logros. De esta suerte
se impide al trabajo crear su
propia memoria y se rompe con
ello la continuidad necesaria a la
política del movimiento.
Gracias a
la implementación transgeneracional
del neoliberalismo, el mando
ha conseguido incrementar de
forma lenta, pero inexorable la
agresividad y competitividad de
las relaciones intralaborales.
Por si fuera poco, mediante la
significación y enfatización de las
diferencias internas en el trabajo,
el mando ha logrado convertir las
distancias que separan la precariedad
de la seguridad laboral en
la auténtica divisoria entre hegemonía
y subalternidad.
La jugada de estos últimos meses
se ha basado en un doble movimiento
táctico: por una parte, la
maquinaria emocional capitalista
(xenófoba, sexista, etc.) ha incentivado,
cual zanahoria, a las formas
más seguras del trabajo; por la otra,
la amenaza de precarización (la reforma
de la función pública) ha hecho
las veces de palo que ha azuzado
el trabajo seguro hacia la omertá
sindical. De esta guisa, un pacto
asimétrico, oportunista y basado en
el miedo a perder lo poco que se tiene
sella, silencia y pone en marcha
el consenso de los mal llamados
agentes sociales necesario a la reforma
de las pensiones.
Por si todo ello fuera poco, la
jugada se cierra con los consabidos
y habituales incentivos selectivos
al sindicalismo pactista que
refuerzan el marco hegemónico a
la par que bloquean la crisis del
modelo sindical.
No obstante, un último factor
parece cerrar de manera sospechosa
y problemática el éxito de
la estrategia del mando que implica
a Gobierno, patronal y sindicatos:
la ausencia de un vaso comunicante
para el descontento social.
A pesar de los loables esfuerzos
del sindicalismo libertario, nacionalista
y alternativo por ofrecer
una resistencia, algo falla. El incremento
de las expresiones de
anomia (así, el ataque al consejero
murciano, Pedro A. Cruz)
apunta a la necesidad de repensar
discursos, tácticas y formas de acción
colectiva más allá de los ámbitos
que actualmente implican al
sindicalismo. La ausencia del estudiantado,
por ejemplo, demuestra
hasta que punto el sindicalismo
no oficial llega tarde a la organización
del trabajo.
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