Pese a las transformaciones vividas en la región, los
nuevos gobiernos progresistas siguen dependiendo
de la extracción y exportación de materias primas.
Una encuesta realizada en Brasil antes
de la Cumbre de Copenhague
concluyó que sólo el 5% de los brasileños
ven el cambio climático como
el gran problema del mundo. Una
parte aún más pequeña de la población,
alrededor del 1%, creía que la
preservación de la biodiversidad debe
ser priorizada por las políticas
públicas. Urgente de verdad, decía
el sondeo, era combatir la pobreza,
la violencia y el hambre. Los resultados
de la encuesta reflejan el razonamiento
que anima a los gobiernos
de la izquierda sudamericana a la
hora de sopesar las necesidades
aparentemente contradictorias de
preservación ambiental y crecimiento
económico.
Desde la victoria de Hugo Chávez
en Venezuela en 1998, la ola electoral
que condujo al poder a candidatos
de origen popular e ideales socialistas
tenía como objetivo poner
freno a las reformas neoliberales. El
Estado anhelaba, así, reducir la
dependencia externa y retomar el
control de la economía. “Había esperanzas
de que la nueva izquierda
promocionara cambios sustanciales
en el modelo de desarrollo, hasta entonces
basado en la exportación de
productos primarios”, recuerda
Eduardo Gudynas, experto del Centro
Latino Americano de Ecología
Social (CLAES), en Montevideo.
Pero estos cambios todavía no se
han producido. La Comisión Económica
para la América Latina y el Caribe
(CEPAL) señala que los productos
primarios todavía suponen más
de la mitad de las exportaciones de
los países ahora dirigidos por gobiernos
progresistas. Encabezan la lista
de exportaciones los recursos minerales
como el cobre y el petróleo, y
los grandes monocultivos, principalmente
la soja. Brasil es el país menos
dependiente de los productos primarios,
pero aún así sostiene el 51% de
su economía con las distintas formas
del extractivismo. Venezuela, en
cambio, apoya el 80% de su balanza
de pagos en las rentas petroleras.
Eduardo Gudynas subraya que los
nuevos gobiernos apenas han hecho
hincapié en transformar esta situación.
“Es el caso de la minería en
Ecuador, el apoyo a un nuevo ciclo
en la explotación del hierro en
Bolivia y el fuerte protagonismo estatal
en promocionar el crecimiento
minero en Brasil y Argentina, mientras
la izquierda uruguaya se lanza a
la prospección de petróleo”, explica.
- COCA, ECUADOR. Las instalaciones petroliferas se convierten en Estados dentro del propio Estado. E. L.
El punto neurálgico
A primera vista resulta difícil percibir
los efectos colaterales de la pervivencia
de un modelo económico volcado
en la exportación de materias
primas. A fin de cuentas, el crecimiento
sostenido año tras año de las
exportaciones se traduce en más dólares
para la economía. Y los países
latinoamericanos siempre necesitan
dinero: nadie puede negar todo lo
que queda por hacer en educación,
salud, vivienda o empleo.
Sin embargo, el economista ecuatoriano
Alberto Acosta recuerda
que desde la época de la colonización
las finanzas regionales estuvieron
sometidas a la explotación y exportación
de productos primarios.
Y a lo largo de los siglos este tipo de
actividad no fue capaz de brindar
desarrollo humano a la mayoría de
la población. “Seguimos creyendo
equivocadamente que desarrollo es
sinónimo de crecimiento, y que la
manera más fácil de lograrlo es por
medio de la exportación de recursos
naturales”, lamenta Acosta.
“Los actuales gobernantes tienen
un reto muy grande entre las manos:
no deben sólo conseguir equidad
social, profundizar la democracia
y superar el Consenso de
Washington. Todo eso es indispensable,
pero el verdadero cambio es
transformar la manera en que lidiamos
con los recursos naturales”.
Ecuador ha dado pasos importantes
en ese sentido al aprobar el 2008
una Constitución que reconoce derechos
a la naturaleza y somete el progreso
económico y social a una relación
no destructiva con los ecosistemas.
La regla es utilizar los recursos
del entorno con una intensidad tal
que le permita recobrarse de los daños
ocasionados y seguir sus propios
ciclos vitales. Pero en la práctica este
modelo todavía no funciona. Con el
objetivo de reducir los niveles de pobreza,
los gobiernos de la nueva izquierda
se encuentran a vueltas con
un dilema. En tiempos de crisis
ambiental y cambio climático, son
moralmente estimulados a adoptar
políticas de preservación ecológica,
reducción del efecto invernadero,
contención de la deforestación y
adopción de tecnologías limpias. Al
mismo tiempo, el compromiso histórico
asumido durante las campañas
electorales les obliga a mitigar la pobreza
y estrechar el abismo social entre
ricos y pobres.
En muchos de estos países, el
Estado ha asumido un papel más activo
en la economía, generando más
reservas. Bolivia es un buen ejemplo.
Cuando nacionalizó el petróleo y el
gas en 2006, el Gobierno subió hasta
el 50% los aranceles sobre la venta
de los hidrocarburos al exterior. La
renegociación de los contratos y la
reactivación de la petrolera estatal
YPFB ayudaron a cambiar el panorama
económico del país. El PIB boliviano
se duplicó hasta los 19.000
millones de dólares, las reservas internacionales
crecieron, la inflación
se mantuvo bajo control y el tipo de
cambio continuó estable.
Estos recursos permiten a los nuevos
gobiernos traspasar a los sectores
más pobres de la población una
parte de los excedentes obtenidos
con la extracción y exportación de
recursos naturales. “El Estado busca
captar los excedentes del extractivismo
y, al utilizarlos en programas sociales,
consigue legitimidad para defender
las actividades extractivistas”,
analiza Eduardo Gudynas. “Las acciones
sociales necesitan de financiación
creciente y, por lo tanto, los
gobiernos se vuelven dependientes
de la exportación primaria para captar
recursos financieros”. Las empresas estatales no actúan de manera
muy diferente a las compañías
extranjeras a la hora de asumir compromisos
ambientales. Si las transnacionales
de la minería, del petróleo
y del agronegocio se justifican
con promesas de progreso, empleo y
bienestar, los gobiernos latinoamericanos
siguen por la misma senda. La
gran diferencia es el destino de las
ganancias. Ahora, más que antes, se
quedan en el propio país. Aun así, y
a pesar de estar justificada por nuevas
realidades y argumentos, la devastación
continúa.
Lo mismo, pero diferente
El debate surgido dentro del Gobierno
brasileño entre Dilma Rousseff,
ministra de Gobernación, y Marina
Silva, ex titular de Medio Ambiente,
ilustra lo que está en juego. Mientras
Rousseff, coordinadora del Programa
de Aceleración del Crecimiento
(PAC), pugnaba por acelerar
la conclusión de las obras de infraestructura,
la heredera política del ecologismo
popular amazónico, Silva,
insistía en la importancia de los estudios
ambientales para sanear los impactos
de estas mismas obras sobre
la naturaleza. Con el respaldo de
Lula, Rousseff venció la batalla,
mientras Marina Silva prefirió dejar
el Gobierno tras ganar fama como
“traba” al desarrollo del país.
Una vez resuelta la pugna parece
que no existen ya impedimentos para
continuar con la construcción en
la cuenca amazónica de las plantas
hidroeléctricas de Santo Antonio y
Jirau, en el río Madera, y Belo Monte,
en el río Xingú. Estas represas tendrán
capacidad para generar 18.400
megawatios, que irán a alimentar la
extracción minera en la Amazonía y
la expansión industrial en el sureste
del país, en donde están situadas São
Paulo y Río de Janeiro.
LA POBREZA PRIMERO
Para los gobiernos de
la nueva izquierda
latinoamericana, la
prioridad ha sido
casi siempre combatir
la miseria. Sin
embargo, para que
esto sea posible, el poder
público necesita recursos financieros,
una vez que el modelo
elegido para aliviar el hambre y
reanimar las economías locales
ha sido la transferencia de
renta, es decir, una especie de
sueldo mensual que los gobiernos
reparten entre las
familias en situación
de penuria. En Brasil,
Lula creó la
Bolsa Familia. En
Bolivia, se instauró
el Bono Juancito
Pinto. Los uruguayos
cuentan con el Plan de Asistencia
Nacional a la Emergencia
Social. En Ecuador surgió el
Bono de Desarrollo Humano, y
Argentina dio inicio al Programa
de Familias. Ricardo Lagos
creó el Chile Solidario...
COSTES DE LA MINERÍA
Actualmente, según el
geógrafo Arnaldo Carneiro,
del Instituto
Socio Ambiental, la
“mitad de la capacidad
energética instalada
en la región amazónica
es consumida por
la minería y la metalurgia, y el
20% de la electricidad producida
en el país es destinada a
productos de exportación”. El
Gobierno brasileño promete
destinar alrededor de 20.000
millones de dólares para inversiones
en generación y
transmisión de energía
en la Amazonía.
Otros 6.000 millones
de dólares
deben permitir la
construcción y pavimentación
de carreteras
en la selva. Sólo la pavimentación
de dos caminos puede
provocar la tala de 39 millones
de hectáreas de selva y afectar
a más de 50 pueblos indígenas,
algunos en aislamiento
voluntario.
CORREDORES INTEROCEÁNICOS
La Iniciativa para la
Integración de la
Infraestructura Sudamericana
(IIRSA)
también está presente
en la Amazonía,
con fuerte apoyo
del Banco Brasileño de
Desarrollo y la mayoría de los
gobiernos de la región, incluso
los de derecha. Por lo
menos dos corredores interoceánicos
atravesarán la Amazonía,
incrementando así la
salida de los granos producidos
por el avance de
la agricultura destinada
a la exportación.
“Debemos
buscar un modelo
de desarrollo que
genere empleo y fortalecer
un tipo de producción
que no destruya la
selva, que no produzca tantas
emisiones y a la vez dé una
vida digna a la población”,
opina el físico Luiz Pinguelli
Rosa, de la Universidad Federal
de Río de Janeiro.
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-[«Quien apuesta por la extracción
de recursos no logra el desarrollo»->10151]. Entrevista a Alberto Acosta, ex Ministro de Energía y Minas en el gobierno de Rafael Correa.
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