El BCE ha resuelto el hecho de que acreedores y deudores compartan moneda y espacio físico
favoreciendo a los primeros sobre los segundos.
Durante las últimas décadas,
la economía se ha replanteado
como una
cuestión técnica, frente a
la economía política clásica. La labor
de los bancos centrales y la propia
configuración del Banco Central
Europeo son reflejo de ello. Los parlamentos
(el Consejo Europeo en el
caso de la eurozona) les delegan la
política monetaria, fijando por estatutos
su objetivo: estabilidad de precios
sin “distorsiones” políticas.
Claro que tal enfoque “técnico”
parte de unas premisas políticas
previas. Se suplanta democracia
por mercado. En el caso del BCE, el
dogma se llevó aún más lejos, fijándose
el control de precios como su
prioridad única, excluyendo otras
como el pleno empleo, algo que sí
contempla todavía la Reserva
Federal de EEUU. En ambos casos,
como en la gran mayoría de bancos
centrales, hoy día éstos actúan como
un “banco de bancos” pero no
como un banco para el Estado, a
quien tiene prohibido financiar y
que ha de acudir a losmercados para
someterse a su escrutinio.
La doctrina ortodoxa establece
una relación entre cantidad total de
dinero y precios. Como buena parte
del dinero que se emite es creado
mediante crédito bancario, la autoridad
monetaria trata de influir
sobre la cantidad indirectamente,
sobre todo a través de la fijación del
tipo de interés de referencia. Si sube,
resultará más caro acceder a financiación,
con lo que menos dinero
habrá en circulación, y viceversa.
En el caso de que el banco central
estime que el riesgo de recesión es
mayor que el de inflación, reduce
los tipos de interés para aumentar
así el dinero en circulación y animar
la actividad económica. Pero como
con la presente crisis esto no es suficiente
–pese a que los tipos están en
mínimos históricos– y los bancos siguen
teniendo problemas para captar
recursos, el banco central tiene
otras dos herramientas posibles.
Una es inyectar liquidez (dinero) a
los bancos mediante créditos ilimitados
durante un tiempo con la
cesión de unos activos como garantía.
La segunda es la compra en
grandes cantidades de títulos de
deuda tanto pública como privada.
El banco central actúa en ambos
casos como prestamista en última
instancia, financiando sin límite a
los bancos o como demandante masivo
de deuda (sea ésta cobrable o
no) en el mercado. En el caso del
Estado, ni la Reserva Federal ni el
Banco de Inglaterra, por ejemplo,
pueden comprar directamente deuda
pública pero sí acudir al auxilio
mediante las citadas compras masivas
para bajar el tipo de interés de
sus bonos y abaratar la financiación.
El BCE ha sido mucho más conservador,
obsesionado por la
“amenaza” de la inflación. El argumento,
liderado por Alemania,
es falso porque, según la propia
teoría ortodoxa, el aumento de dinero
genera inflación sólo en el
caso de que haya una plena utilización
de los recursos productivos.
Baste ver las cifras de desempleo
para atestiguar que no es el
caso. Pero el asunto además
es que la inflación en este caso
resultaría favorable, puesto que
erosiona el valor del inmenso sobreendeudamiento
y aviva la demanda.
La obsesión alemana por
la inflación, y con ella la del BCE,
esconde otro problema.
‘No bail-out’
El caso del BCE tiene una particularidad.
Emite una moneda única
que comparten 17 Estados, pero
que se financian de forma separada.
Al diseñarse la política monetaria
común se planteó el temor a
que algunos Estados pudieran
aprovecharse ante la garantía de
último recurso del BCE. Así, lograron
implantar la cláusula de no
rescate no bail-out: El BCE no
acudiría al auxilio de ningún
Estado. Con el segundo a Grecia
ya van cuatro.
Ser prestamista de última instancia
conlleva un inevitable riesgo
moral o, para entendernos, de
gorroneo, pero la alternativa es el
colapso. Nada se dice sin embargo
del auténtico riesgo moral: el chantaje
que plantean unos bancos privados
tan enormes que su caída
amenaza a todo el sistema, por lo
que son rescatados sin condiciones.
Mientras, el Banco Central
Europeo se ha inventado adquirir
deuda pública con condicionalidad,
exigiendo a cambio de sus pequeñas
compras durísimos programas
de ajuste y hasta el cambio en
la presidencia de gobierno por un
tecnócrata, como en Italia.
El problema en el caso europeo
es que deudores y acreedores comparten
territorio. La periferia tiene
un problema con la deuda, pero los
bancos del centro, franceses y alemanes
sobre todo, un problema
con su impago. O con una inflación
que erosione su cobro. Las
“soluciones” no son técnicas, sino
la dictadura de los acreedores.
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