En 2009 entra en vigor el
Tratado de Lisboa, que
consolida la UE como
potencia neoliberal,
militar y antidemocrática.
Mientras, ésta contenta a
EE UU con acuerdos
contrarios al derecho.
En 2007 los 27 Estados de la UE negociaron
a espaldas de la ciudadanía
europea dos asuntos de gran trascendencia:
el Tratado de Lisboa, que sustituye
a la fallida Constitución Europea
y reforma los Tratados de Roma
(1957) y Maastricht (1992), y los
acuerdos con EE UU sobre transmisión
de datos sobre pasajeros aéreos
y transferencias bancarias, que consolidan
el proceso de adaptación del
marco jurídico comunitario a las
exigencias estadounidenses. Especialistas
en derecho criticaron estas
medidas en un acto celebrado en
Madrid el 28 de marzo.
Ricardo Gómez, del Observatorio
de ATTAC sobre la UE tildó de “desprecio
a la voluntad popular y proceso
elitista y secretista” el relanzamiento
del Tratado, “de difícil comprensión
e ilegible”. Uno de sus redactores,
el ministro de Interior italiano
Giuliano D’Amato, dijo en 2007
que si fuera comprensible “nos
arriesgaríamos a un referéndum,
porque significaría que hay algo nuevo”.
Irlanda será el único país en someterlo
a referéndum. Los demás lo
ratificarán por vía parlamentaria: el
Estado francés y Polonia lo hicieron
en febrero y marzo respectivamente
y el Parlamento español lo hará este
año mediante ley orgánica.
Para Gómez, supone un “retroceso
en las libertades democráticas y
una apuesta cero por la construcción
de alternativas socioeconómicas”. El
texto defiende explícitamente la
“competencia libre y no falseada” y
la “mejora progresiva de las capacidades
militares”. Gómez tildó a la UE
de “estructura antidemocrática” con
un “parlamento débil no elegido por
la ciudadanía, excluido de iniciativas
legales y sin voto sobre ingresos y
presupuestos” frente a instancias de
nula representatividad e inmenso poder:
Consejo y Comisión europeas,
Tribunal de Justicia o Banco Central
Europeo (BCE).
Según Gerardo Pissarello, profesor
de Derecho Constitucional en la
Universitat de Barcelona, el texto
“concentra mecanismos policiales y
represivos sin suficiente control parlamentario”.
Aunque “se subordina a
intereses de EE UU” la agenda de la
UE “ ha impuesto sus propios recortes
de derechos y libertades”. A su
juicio, el dispositivo de control migratorio
europeo Frontex o el proyecto
de directiva para aumentar a
18 meses el encierro de sin papeles
en los Centros de Internamiento de
Inmigrantes (CIE) que Bruselas discutirá
en mayo no son flor de un día.
La creación del grupo Trevi (unidad
de lucha contra Terrorismo, Radicalismo
y Violencia Internacional) en
1975; el Acuerdo de Schengen en
1985 y la coordinación policial europea
(Europol) en 1999 “son antecedentes
cruciales de la llamada fortaleza
europea”. El 11-S actuó de“ disparador
de un proceso ya en curso”.
Para Jean-Claude Paye, autor del
libro Global War on Liberty, “lo novedoso
es la integración del sistema
judicial europeo en el estadounidense.
Antes, EE UU hacía acuerdos bilaterales
porque hallaba objeciones.
Hoy se siente más fuerte para forzar
acuerdos en la UE”. En 2003 ambas
potencias firmaron unos acuerdos
de extradición fruto de reuniones secretas.
Éstos “permiten que EE UU
añada exigencias sin reemprender
negociaciones” y “la UE no cuestiona
los tribunales especiales creados
por decreto tras el 11-S para juzgar
‘enemigos combatientes ilegales’.
Cualquier ciudadano puede ser trasladado
a EE UU para que le juzguen”.
En 2007 firmaron los acuerdos
sobre transferencia de datos de
pasajeros aéreos y de cuentas bancarias,
“que vulneran la protección europea
de datos personales”.
Tras el 11-S, la empresa estadounidense
Swift, ubicada en Bélgica,
informó a EE UU sobre transferencias
en la UE. Según Paye, “el BCE
y otros bancos lo sabían y no lo comunicaron
a sus autoridades” hasta
que la prensa de EE UU lo reveló
en 2006. Así pues, EE UU “crea una
situación de excepción y fuerza a la
UE a adaptarse. Es el fin del Estado
de Derecho”.
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