El autor, arabista, analiza la
situación del Líbano, un país
en permanente crisis política
y en el que no se ha podido
elegir un nuevo presidente
desde que Émile Lahud
dimitiera en noviembre.
- CRISIS. “Las disputas regionales amenazan con abocar el país a otra guerra civil”/ Ferran Quevedo
En una visita realizada a
Beirut a mediados de enero,
el secretario general de
la Liga Árabe, Amru Musa,
se decía en voz alta que el mundo
árabe no puede entender lo que
está pasando actualmente en Líbano.
Con toda seguridad, muchos debieron
de pensar: y los libaneses
tampoco. Han pasado semanas desde
que el anterior presidente, Émile
Lahud, abandonara su cargo y el
puesto sigue vacante. Y lo que es
peor: de no mediar un verdadero
milagro político, es improbable que
vaya a ser cubierto en un plazo inmediato.
Y eso a pesar de las mediaciones,
propuestas y presiones
regionales e internacionales que se
producen desde hace meses. O, quizás,
precisamente por eso.
El origen de la crisis actual, que
ha derivado en un vacío de poder
presidencial inédito en la historia libanesa,
tan abundante por otra parte
en episodios peripatéticos, debe
buscarse en la pugna entre la facción
gubernamental y la opositora
por asegurarse una cuota favorable
de poder. Aunque, en principio, no
debería guardar relación, las fuerzas
del 14 de marzo (mayoría en el
Parlamento) y del 8 de marzo (oposición)
vinculan, sobre todo las segundas,
el nombramiento definitivo
del presidente con una remodelación
de los cargos ministeriales y
la introducción de reformas electorales.
Algunos, como el general Michel
Aoun, portavoz de las fuerzas
opositoras en este asunto y aliado
circunstancial de Hezbolá, han hablado
incluso de un adelanto de las
elecciones legislativas y una fórmula
particular de reparto en el seno
del Consejo de Ministros: 11 carteras
para la oposición, 14 para la mayoría
parlamentaria de Saad Hariri
y aliados y cinco para prohombres
afines a la presidencia. Esta fórmula
y otras de la más variada índole
han sido rechazadas. Lo más curioso
de todo esto es que la identidad
del candidato presidencial ha sido
definida y aceptada por todas las
partes en litigio. Pero el general
Michel Suleimán, comandante en
jefe de las Fuerzas Armadas, lleva
demasiado tiempo esperando la luz
verde del Parlamento. Éste debe,
para dar validez al nombramiento,
eliminar las trabas constitucionales
que impiden que un funcionario de
primer rango, en este caso del Ejército,
acceda a la Presidencia. Y luego,
votar, siempre y cuando se dé
un quórum inexistente hasta ahora.
Hemos perdido la cuenta de las
convocatorias celebradas en el Parlamento
para designar a un nuevo
presidente. En un primer momento,
se pensaba que las divergencias
en torno a los nombres propuestos
eran la principal razón; luego, cuando
se supo del consenso respecto
de la presidencialidad de Suleimán,
se hizo evidente que la cosa iba más
allá. Se trataba de un tour de force
entre las fuerzas del 8 y el 14 de mayo.
Como resultado, el país continúa
sin presidente, el Parlamento
sin legislar y el Gobierno sin ejercer
sus plenas potestades. Los asesinatos
políticos y atentados siguen –el
último, el 15 de enero, cerca de la
embajada estadounidense y coincidiendo
con la visita de Bush a la región–,
la incertidumbre cala entre
los libaneses y las disputas regionales
amenazan con abocar el país a
otra guerra civil. Ya que a Francia,
y sobre todo a EE UU, lo que más
les interesa de Líbano es su inserción
en la campaña de acoso contra
Irán –últimamente Teherán se ha
convertido en causa de todos los
males al este del Mediterráneo, crisis
libanesa incluida–, las acciones
de su diplomacia van dirigidas ante
todo a blindar al Gobierno, proestadounidense,
y marginar a la oposición,
tachada de prosiria y proiraní.
Ésta, a su vez, rechaza las gestiones
de buena parte de la mayoría por
considerarla ineficaz, dictada desde
Washington y ajena a los intereses
nacionales. Acusación que las
fuerzas gubernamentales devuelven
a la inversa con Irán y Siria como
protagonistas principales. Como
telón de fondo, el proyecto de
un tribunal internacional para dilucidar
la autoría de los asesinatos
políticos en Líbano, el desarme de
los grupos armados, con Hezbolá a
la cabeza, y un posible proceso de
paz con el régimen israelí.
Para poner fin a este impasse, ya
se han oído voces que reclaman una
reedición del manido lema la galib
wa la maglub (ni vencedor ni vencido),
que tan célebre se hizo a principios
de los ‘90 para clausurar la
guerra civil. Todos sentirían que sus
proyectos concretos para Líbano
permanecen intactos. En este caso,
se trataría de nombrar al presidente
y recomponer un gobierno y un
parlamento de forma que ninguna
de las partes se sienta perjudicada
o beneficiada. Y vuelta a empezar,
como hace casi 20 años, como tras
la independencia en 1943. A seguir
viviendo a salto de mata y en un
contexto de enervación institucional
y fragmentación social y confesional
siempre al límite. Para que
este proceso de retroalimentación
melancólica quedase completo, habría
que recuperar otro de los grandes
lemas de la cohabitación política
a la libanesa: el de las dos negaciones,
adoptado por francófilos y
panarabistas después de la independencia.
Unos deberán decir que
renuncian a convertirse en peones
de la política exterior de EE UU y
sus aliados en la región; los otros
harían lo propio con Irán y Siria. No
parece, con todo, una solución viable
por muy de compromiso que
sea: el aire en Oriente Medio huele
a conflicto regional y sólo falta saber
cómo y dónde ha de surgir el
primer fogonazo. Puede ser que éste
no se produzca en Líbano, pero,
pase lo que pase, los libaneses, como
siempre, saldrán perdiendo.
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