La dureza de la campaña electoral venezolana, en una país ya acostumbrado a la disputa enconada, puede ser presagio de turbulencias.
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“El Consejo Nacional Electoral de Venezuela no actúa en forma equilibrada ni garantiza las leyes”, afirmaba el candidato opositor Henrique Capriles Radonski en una entrevista concedida en plena jornada de reflexión. “La única manera de que pierda Capriles es por fraude”, declaraba en otra entrevista, días antes, J.J.Rendón, su asesor político para estas elecciones presidenciales en las que un censo electoral de 19 millones de venezolanos y venezolanas, de una población de 29 millones, ha de elegir al sucesor de Hugo Chávez, muerto el 5 de marzo pasado. Y es que el final de la campaña presidencial oficialmente más corta de la historia de Venezuela, en la que participan seis contendientes pero en la que sólo los candidatos chavista y opositor tienen alguna posibilidad, está resultando de una dureza que no tuvieron las anteriores presidenciales de octubre 2012, en las que Chávez, ya enfermo de cáncer, vapuleó por 11 puntos de diferencia al mismo Capriles.
Por parte del presidente encargado y candidato bolivariano, Nicolás Maduro, del gobierno venezolano y de su comando de campaña, se acusa a la oposición y a su candidato de preparar escenarios de desestabilización, que se iniciarían con el no reconocimiento de unos resultados previsiblemente adversos. Así, resaltan la negativa del candidato opositor a firmar el documento del Consejo Electoral (CNE), en el que el resto de los candidatos se han comprometido a respetar tanto los resultados como al árbitro electoral, el mismo CNE. Un documento que sí firmó en los anteriores comicios. El oficialismo, además de denunciar diversos planes de sabotaje -por ejemplo en el sector eléctrico-, se apoya en la detención, el 11 de abril, de paramilitares colombianos vestidos con uniformes venezolanos, y en posesión de armas y explosivos, para fundamentar sus acusaciones en torno a planes de violencia opositora. Este hecho vendría a fundamentar la denuncia, por parte de Maduro, de la presencia de mercenarios salvadoreños contratados para asesinarle. En ese contexto ha de leerse la detención, el 12 de abril y en un operativo diferente, de tres venezolanos en posesión de munición de guerra proveniente de EEUU.
Por su lado, la oposición y su candidato responden que estas acusaciones sólo pretenden atemorizar a la población y paralizar a su electorado, y denuncian el ventajismo oficialista en el uso de los recursos del Estado. Así, señalan al CNE e impugnan la limpieza de la contienda –con, por ejemplo, acusaciones sobre el control por parte del partido gobernante de las claves informáticas que rigen el puntero, y admirado por los observadores internacionales, sistema de votación electrónica venezolano–.
Como reflejo de la dureza de la contienda electoral, en sus respectivos y multitudinarios cierres de campaña el 10 de abril, ambos candidatos siguieron insultándose como durante la campaña. Una disputa que es reflejo de la dureza de la confrontación, si no odio, que se profesan las respectivas bases electorales, como reflejan las redes sociales. Porque los sectores populares bolivarianos, la mayoría electoral desde hace 14 años, todavía impactados por el dolor ante la muerte de Chávez, no entierran –pese a los llamados del candidato Maduro al amor y la paz– su rencor de clase. Un rencor avivado por los desprecios e insultos, muchos de tono racista, que reciben de las élites tradicionales y amplios sectores de las clases medias opositoras. La fuerte polarización, característica de la Venezuela actual, no se ha visto aminorada en una campaña enlodada por los rumores que ambos contendientes han difundido. Como botón de muestra, en los últimos días, la campaña informativa a favor del uso de compresas reciclables por parte de un colectivo feminista ha sido tachada de pantalla para tapar el fracaso “castrocomunista” gubernamental en asegurar el abastecimiento de los productos de aseo personal. Y desde el Gobierno no se ha tenido reparos en difundir grabaciones telefónicas y correos electrónicos del entorno de Capriles en los que se aseguraba que el candidato no reconocería su derrota.
Una derrota probable, vista la correlación electoral de los últimos meses: tanto en las anteriores presidenciales de octubre, como en las elecciones regionales de diciembre, el chavismo quedó inequivocamente como la fuerza política hegemónica. Una correlación que difícilmente habría cambiado en estos meses, marcados por el luto tras la desaparición de Chávez. De hecho, a principios de la semana, las encuestas –otro de los ingredientes de la pugna político-electoral venezolana– más confiables marcaban una distancia de unos diez puntos entre ambos candidatos. Sin embargo, la oposición ha difundido datos que mostrarían un cambio de tendencia, acercándose al equilibrio.
Una vez más, la abstención es el gran contrincante de ambos candidatos. Así las cosas, puede importar tanto quién gane, como la contundencia de esa victoria: ambos han de arrasar electoralmente para poder afrontar con una mínima solidez sus próximos seis años como presidentes.
Lo que si está claro es que los sectores populares no van a dejar –algunos incluso con las armas– que se les arrebaten los destacados avances sociales y la mejora en el nivel, y calidad, de vida alcanzados bajo la presidencia de Hugo Chávez, que incluso muerto sigue marcando la agenda política de su país.
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