- ‘LIBERACIÓN’. Decenas de miles de personas han sido asesinadas por los ocupantes.
Iraq, marzo de 2003: dirigentes
estadounidenses con sus inefables
corifeos europeos albrician
el futuro radiante del Iraq
- ‘LIBERACIÓN’. Decenas de miles de personas han sido asesinadas por los ocupantes.
Iraq, marzo de 2003: dirigentes
estadounidenses con sus inefables
corifeos europeos albrician
el futuro radiante del Iraq
que se está liberando. Los líderes
políticos iraquíes que han apoyado
la operación militar hablan de
democracia, bienestar y justicia inminentes.
Cae Bagdad. Incertidumbre
entre buena parte de la población
iraquí, hastiada de tantos años
de régimen burdo y criminal y esquilmada
por un embargo asimismo
soez y demencial. Muy pocos lloran
la dictadura depuesta. Nuestros medios
de comunicación confeccionan
un Iraq de tolerancia y progreso que
alumbrará la conversión de Oriente
Medio en un territorio “moderno”
bajo palio de la tutela munífica de
Estados Unidos.
Iraq, marzo de 2006: dirigentes
estadounidenses pasan como de
puntillas por Bagdad para tranquilizar
a sus tropas, conjurar -dicen-
el peligro de la guerra civil y llamar
al orden a los gobernantes locales.
Las instituciones forjadas por las
fuerzas invasoras se debaten en la
inacción y sus representantes, en
las disputas intestinas. El país sigue
postrado. La población iraquí ha olvidado
las perspectivas halagüeñas
y se muestra exhausta ante tantos
meses de ocupación, prepotencia y
saqueo. Los medios de comunicación
occidentales peroran sobre los
peligros de la guerra civil y la involución
(¿pero ha habido evolución?),
como si la ocupación fuera
la única realidad que puede evitar
el horror absoluto. Mientras, crece
el número de quienes dicen, quizás,
con Saddam se vivía mejor.
Un resultado previsible
Hace tres años, si, en lugar de asimilar
la propaganda triunfalista, nos
hubiéramos puesto todos a analizar
objetivamente las circunstancias de
la ocupación nadie, salvo los cínicos
y los ingenuos, podría decir que esto
no se veía venir. Habría bastado con
comprobar la notoria indiferencia de
millones de iraquíes ante la entrada
de las tropas ocupantes o leer los
sondeos de opinión sobre la ocupación.
Habría sido suficiente reparar
en los saqueos y desmanes que asolaron
el país sin que los invasores hicieran
nada por garantizar el orden.
Habría servido palpar, en los testimonios
de los iraquíes, la brusquedad
de los soldados estadounidenses
para con los civiles, los allanamientos,
las detenciones intempestivas.
Habría sido útil comprobar que entre
los millares de especialistas y técnicos
occidentales desembarcados
en Iraq había muy pocos médicos,
ingenieros o educadores y sí mucho
‘contratista’. La incomparecencia de
aquéllos se ha correspondido con la
salida de profesores, científicos y técnicos
cualificados iraquíes en busca
de la seguridad. No extrañe pues que
las infraestructuras sean tercermundistas
a pesar del maná de la reconstrucción.
Conveniente habría sido saber
los antecedentes nada democráticos
de los líderes iraquíes aliados
de Washington, que han acabado
conformando una nueva oligarquía
dirigente. Práctico habría resultado
contar con informaciones concretas
sobre las corporaciones que, antes
incluso de completada la invasión,
se habían repartido la tarta iraquí:
los contratos de la reconstrucción, el
mantenimiento de la estructura administrativa,
las concesiones petrolíferas...
hasta la limpieza de las letrinas
de los cuarteles.
Al margen de la fanfarria de los
promotores de la guerra, numerosos
aún a pesar de las deserciones, lo
que uno puede sacar en claro de estos
tres años de horrores es que los
iraquíes viven sumidos en la desgracia
absoluta. Los responsables estadounidenses,
con todo, no cejan en
su voluntarismo beatífico; sin embargo,
sus estimaciones, harto optimistas,
se han ido diluyendo en el
recuerdo difuso de las proclamas.
Hasta el malhadado período del embargo,
entre 1990 y 2003, aparece
hoy como un dechado de eficacia en
comparación con lo que tenemos
hoy. Al menos los niños y las niñas
podían ir a la escuela sin temor a los
raptos o los coches-bomba y los hogares
tenían aseguradas unas horas
fijas de electricidad. Ahora, suponer
que las escuelas funcionan con normalidad,
que los hospitales cumplen
los mínimos requisitos de higiene o
que uno va a tener electricidad para
encender el ordenador a la hora x
constituye un acto de fe. El petróleo,
que se ha presentado como uno de
los motores de la rehabilitación del
país, no mana. Todavía nadie ha sido
capaz de explicar cómo la primera
superpotencia del planeta, capaz
de aplastar al temible ejército de
Saddam Husein y de haber promovido
la reedificación de dos grandes
naciones devastadas como Japón y
Alemania, no ha podido recuperar
siquiera los niveles de producción
de la época del embargo, con un promedio
de unos 2,5 millones de barriles
diarios en 2002. Peor aún, a medida
que pasa el tiempo, la cuota máxima
se reduce y ya apenas si se puede
hablar de los dos millones de barriles
al día como un objetivo realista
a corto plazo. El Estado importa combustible
y los ciudadanos se consumen
en colas de horas para comprar
gasolina. Los iraquíes, que habían oído
maravillas de la generosidad de
los poderes públicos y privados estadounidenses,
no pueden explicarse
cómo tanto poder no es capaz de llevar
el agua corriente a la mitad de
los hogares ni de reparar las centrales
eléctricas averiadas durante los
bombardeos. No será por falta de
medios, porque el régimen anterior,
a pesar del embargo y su sistema represivo,
se las arreglaba mal que
bien para paliar los desperfectos.
Nadie ha conseguido explicar
tampoco adónde han ido a parar las
fabulosas cantidades de la reconstrucción.
Mal deben de andar las cosas
cuando los mismos auditores del
Congreso de EE UU han señalado
agujeros negros en las cuentas. De
los 20.000 o 30.000 millones de dólares
que, dicen, se han dedicado o se
van a dedicar a estas tareas, los iraquíes
saben muy poco. Que no han
servido para levantar infraestructuras
decentes dan fe las escuelas destartaladas
y los hospitales infectos.
Quizás hayan valido para reconstituir
las cuentas de ciertos personajes
cercanos o insertos en la Administración
estadounidense; a ellos habrá
que preguntarles de qué ha servido
la sangrienta bufonada de Iraq.
Por lo mismo, ignoramos el objeto
de la muerte de decenas de miles de
iraquíes inocentes, la desaparición
de miles de ciudadanos anónimos y
la proliferación de las fosas comunes.
Hasta nos cuesta discernir qué
fosas son de Saddam Husein, cuáles
de Estados Unidos y cuáles de los
movimientos terroristas supuestamente
contrarios a Washington.
A modo de conclusión, para representar
este monumental desastre
que es Iraq, se puede proponer un
juego, elemental, de magia. Pongan
ustedes una chistera sobre un taburete,
digan voilà, álcenla y muéstrennos
un conejo. Vuelvan a colocarla
en el mismo sitio con ademán de
Administración de Bush y verán cómo
aparecen cosas insospechadas
donde antes eso no estaba: ¡zas! y tenemos
a centenares de islamoides
descerebrados o vaya usted a saber
qué asesinando a civiles a mansalva
en mercados y mezquitas; ¡toma! y
tenemos la amenaza de una guerra
interconfesional entre musulmanes
sunníes y chiíes en un país en el que
durante siglos nadie ha hablado de
tal cuestión -es un mérito lograr tanto
en tres años; ¡pocha! y tenemos a
decenas de milicias armadas imponiendo
su ley en este barrio o aquella
ciudad mientras el crimen organizado
trafica, muy regladamente, con
casi todo. En fin, aquí debería acabar
el juego; empero, déjense llevar por
el más difícil todavía: ¡hala! y verán
cómo aparecen las armas de destrucción
masiva en Iraq: sí, verán bombas
de fósforo, napalm y uranio empobrecido,
herramientas ocasionales
de los ejércitos de la liberación. Qué
repertorio, ¿verdad? Tres años de ilusionismo
criminal dan mucho de sí.
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