La incapacidad de los países ricos para aceptar su responsabilidad en la crisis ambiental marca la cumbre de Copenhague.
Lo que se estaba jugando
en Copenhague iba más
allá del hecho de intentar
preservar el planeta -y por
ende a la humanidad- de un cambio
climático catastrófico, tarea ya
de por sí ambiciosa, compleja y sobre
todo urgente. Estaba en juego
la construcción de una sociedad
global justa y equitativa. Y no es
para menos dado que en la actualidad
estamos cada vez más alejados
de ella, tanto si comparamos
países o individuos.
Desde la revolución industrial, los
países ricos han emitido gases de
efecto invernadero (GEI), provocando
un aumento de las temperaturas
del planeta cuyas consecuencias más
graves padecen los países del Sur
global. Así, los países desarrollados
han ido utilizando el espacio ambiental
global a costa de los países pobres,
sobreexplotando recursos y
emitiendo contaminantes, generando
así una gran deuda ecológica. Las
emisiones de CO2 acumuladas entre
1850 y 2005 por persona son de 1.073
toneladas para América del Norte,
590 para Europa, 67 para América
del Sur, 61 para Asia y 24 para África,
con una media mundial de 173.
Estas cifras podrían parecer frías si
no tuvieran como consecuencia la
desaparición bajo las aguas de islas
del Pacífico, las hambrunas por sequías
en África, la desolación de ver
sus pueblos aniquilados por huracanes
para la gente de los trópicos…
Pero nuestros representantes políticos
no toman conciencia de esta
responsabilidad, ni para avanzar
compromisos de reducciones de emisiones,
ni para aportar los fondos que
los países no industrializados necesitan. La UE ha condicionado en toda
la negociación su propuesta de reducción
del 30% para 2020 a las propuestas
de otros países, en particular
China, que no tiene ni mucho menos
la misma responsabilidad histórica,
ni todavía hoy en día los mismos niveles
de emisiones por habitante (5,5
toneladas de CO2/año/pers. comparado
con las 10,2 de España por ejemplo).
Lo que tenía que haber puesto la
UE sobre la mesa, de entrada, es un
compromiso de reducir sus emisiones
en un 40% para 2020 sobre la
r eferencia de 1990 mediante medidas
internas, es decir, sin comprar
créditos de carbono fuera para seguir
contaminando dentro, mecanismos
que globalmente no son eficaces
para una verdadera reducción
de los GEI en la atmósfera. Este objetivo
es de posible alcance, según
demostraron el Instituto de Medio
Ambiente de Estocolmo y Amigos
de la Tierra en un informe presentado
a principios de diciembre. En
cuanto a financiación, las cifras de
fondos para los países del Sur global
ofrecidas por la UE no son lo
justo según su responsabilidad histórica
y capacidad económica. El
mismo informe estima que a la UE
le correspondería aportar una financiación
de entre 150 y 450 mil
millones anuales hasta 2020, cifras
por supuesto nunca avanzadas a lo
largo de toda la negociación.
El papel de la agricultura
La agricultura merece una mención cuando tratamos el asunto del cambio climático. Según estimaciones de Vía Campesina, la agricultura industrializada y globalizada es responsable de entre el 44% y el 57% de las emisiones de GEI, tomando en cuenta las actividades de producción
y transformación, la deforestación para obtener tierras y el transporte. De allí el potencial de contribuir a la lucha contra el cambio climático de unas políticas que devuelvan un modelo
social y ambientalmente responsable de agricultura: uso de la materia orgánica en los suelos, profundo cambio en la producción animal, mercados autóctonos y alimentos frescos y locales, terminar con las deforestaciones y, sobre todo, control de la producción y distribución en manos de los pequeños agricultores y no de las multinacionales agroalimentarias.
En el contexto actual de grave crisis
ambiental, lo justo es reparar la
deuda ecológica que los países del
Norte han contraído con los países
del Sur y llegar a igualar los niveles
de emisiones de todas las personas
del planeta dentro de límites ecológicos.
La conversión de la agricultura
en una actividad de nuevo controlada
por los campesinos tiene un papel
básico que jugar. Es tiempo de
aplicar la justicia climática y construir
la soberanía alimentaria.
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