Afganistán es un territorio cuyo control ha representado un quebradero de cabeza para los imperios y una atroz pesadilla para sus habitantes.
Afganistán es desde antiguo un punto central en las grandes migraciones humanas que configuraron Europa. Por ejemplo, las dos lenguas mayoritarias, el pastún y el dari (una variante local del persa, como el tayiko), guardan muchas similitudes con las lenguas germánicas, latinas y eslavas.
Esta tierra ha sufrido un sinfín de agresiones militares que han cambiado el sentido de la historia mundial y sus gentes han tenido que pagar por ello un alto precio en sangre. A pesar de su gran diversidad cultural y étnica, la historia ha acabado forjando un cierto sentimiento unitario en Afganistán que suele activarse en respuesta a los ataques externos.
Hay más de medio centenar de clanes pastunes que guardan fidelidad a la familia y por extensión al clan y, en última instancia, a la religión y a la nación entendidas como una unión de gentes enfrentadas a un ataque externo, incluyendo casi siempre al Estado como algo forastero y hostil. Su código de conducta, que establece deberes como vengar el honor u ofrecer hospitalidad, representa un auténtico cuerpo legislativo y otras etnias afganas también lo observan con diferente intensidad.
En su expansión hacia el sur durante el siglo XIX, el imperio ruso trató en vano de engullir aquella tierra, con la mirada puesta en las cálidas aguas del Índico. El zar encontró la oposición del imperio británico, empeñado en mantener a sus competidores bien lejos de la joya de su corona, la India. En dicho empeño, las gentes afganas lograron derrotar al ejército británico en las guerras que libraron.
En medio de la guerra fría
Ya en el siglo XX, durante los 60 años posteriores a la tercera y última guerra anglo-afgana, el débil gobierno afgano mantuvo una relativa neutralidad y equidistancia entre las dos superpotencias, EEUU y la URSS, que rivalizaban por inclinar hacia su balanza aquel disputado enclave. El principio del fin llegó en plena guerra fría, con la invasión ordenada por el Kremlin en 1979.
A partir de entonces se abrió la caja de Pandora y de ella escaparon todo tipo de monstruos que empezaron por devorar a la población civil y a cualquier esperanza.
Se añadieron al festín los Estados vecinos, como China, India, Irán o Pakistán. Cada uno de los actores daba o retiraba su apoyo a matones locales erigidos en caudillos o señores de la guerra, según fueran considerados por sus mentores como el mejor postor o los más parecidos religiosa o étnicamente.
La retirada de la URSS de Afganistán en 1989 preludió su propia desaparición, así como la del régimen al que había mantenido artificialmente con vida en Kabul durante una larga y sangrienta década de ocupación militar, a la que siguió un no menos doloroso lustro de guerra entre las diferentes facciones victoriosas, que habían gozado de barra libre en armas y petrodólares.
Una milicia de estudiantes religiosos: los talibán
La orgía de saqueos, violaciones y asesinatos impunes llevados a cabo por aquellas facciones allanó el camino para que la población exhausta aprobara -o por lo menos no tuviera aliento para impedir- que en 1996 se hiciera con el poder un grupo de estudiantes religiosos apadrinados por Pakistán y Arabia Saudí, los talibán.
Estos impusieron una asfixiante mezcla de normas tradicionales y religiosas, de gran crueldad contra las mujeres, que fue oportunamente bandida unos pocos años después por la administración de George W. Bush, como una de las ocurrencias para justificar su llamada “guerra contra el terrorismo”.
Lo cierto es que, lamentablemente, la legislación misógina que hizo mundialmente famoso al movimiento talibán no era nada nuevo bajo el sol, ya que en poco o nada se diferenciaba de la misma segregación opresora que sufren las mujeres en otros lugares del mundo como el reino saudí, fiel y mimado escudero de Occidente.
Volver a la casilla de salida
La historia se ha vuelto a repetir en Afganistán, como si fuera una comedia de muy mal gusto. Una vez más, otro nuevo ocupante desgastado, hoy EEUU y sus cheer leaders (con la Unión Europea a la cabeza), va a tener que volver a casa con la cola entre las patas, cansado de ganar todas las batallas y perder la guerra contra una sociedad premoderna que tiene por costumbre no dejarse civilizar a bombazos.
Tras sacrificar a decenas de miles de personas en el altar de la geoestrategia y después de toda la munición y demagogia que el intervencionismo humanitario ha gastado, volvemos a la casilla de salida. Y las afganas siguen igual o peor que antes, con una esperanza de vida inferior a la de sus paisanos varones, lo que se da en pocos lugares del mundo. ¿Y a quién le importa?
Una referencia bibliográfica
Marc W. Herold , Afganistán como un espacio vacío. El perfecto estado neocolonial del siglo XXI, Editorial Foca, Colección Investigación, 2007.
Hace cinco años este investigador estadounidense recopiló los datos de muertes de civiles en el Memorial de Víctimas Afganas y demuestra que EEUU no tiene interés alguno ni en la democracia ni en los derechos humanos en Afganistán. Su extensa investigación refleja la naturaleza real de la “guerra contra el terror” emprendida por EEUU, señalando sus embustes, destapando a los lacayos afganos de la Casa Blanca y el tipo de sociedad que se está creando bajo la pretendida reconstrucción. Para la Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán (RAWA), “Herold se sitúa codo a codo con nuestra dolorida nación nos enseña que existe una gran diferencia entre el pueblo estadounidense y su gobierno”.
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