La autora, catedrática
de Filosofía, expone la
necesidad de construir
una respuesta colectiva
que sirva para defender
los derechos civiles.
Dicen algunos filósofos
que un reparto es “justo”
cuando, si se hubiera
hecho de otra forma,
el peor parado no hubiera salido
peor. Apliquémoslo al actual reparto
de los costes de la crisis, ¿a
nadie se le ocurre ninguna otra
forma de repartirla en la que los
peor parados no hubieran salido
peor? A mí se me ocurren varias:
que los autores de los desmanes
financieros indemnizaran a la sociedad;
que promediáramos los
sueldos, incluidos los de los políticos;
que introdujéramos una renta
básica y algunos otros.
Pero para ello hace falta cambiar
no sólo el concepto de justicia sino
la concepción del Estado protector
del “bien común”.
La lógica del Estado de Derecho
parte del supuesto de que ciudadanos
individuales ceden la salvaguardia
de sus derechos civiles a los
poderes del Estado. No contempla
la existencia de situaciones compartidas
que favorecen el que los
ciudadanos se asocien configurando
fuerzas sociales, a no ser en el
caso de las asociaciones empresariales
o en los partidos políticos.
Pero la realidad indica que este
individualismo no es más que el
mascarón de proa de un proceso de
desarticulación de las fuerzas colectivas
o de dominación, que sufrimos
por parte de grupos o colectivos
más poderosos. El que éstos
sean anónimos, como por ejemplo
los mal llamados “mercados financieros”,
no implica que no operen
como poderes colectivos integrados
por una pléyade de agencias y
empresas con un gran poder.
Para ilustrar esa complejidad, tomemos
como ejemplo la huelga del
metro de Madrid. El convenio en vigor,
pactado en junio de 2009, contemplaba
un aumento de unos 109
euros (primas incluidas). Para 2010
se preveía una subida semejante.
De aplicarse el arrebato justiciero
de la Comunidad de Madrid, que es
al tiempo la empresa, el convenio
se rompería unilateralmente por
decisión empresarial-política. ¿Cabe
mayor ejercicio de despotismo
político-económico?.
Me pregunto qué habría ocurrido
si los trabajadores hubieran ampliado
unilateralmente sus vacaciones
porque les resultan demasiado cortas.
Si los trabajadores no pueden
(ni deben) romper los acuerdos
¿por qué puede romperlos la parte
empresarial, aún siendo a la vez la
representación política de los ciudadanos
de la Comunidad?, ¿le hemos
dado algún poder especial a la
Sra. presidenta para que sancione a
los trabajadores bajo el ardid de que
pretende defendernos?, ¿compartimos
acaso su concepción sesgada
de lo que es justicia?.
Este ejemplo sirve para mostrar
lo peligroso de tratarnos como individuos
aislados, súbditos de un
poder que sedicentemente mira
por nuestro bienestar; no somos
particulares perdidas en una masa
amorfa, sino que estamos integradas
en colectivos con capacidad de
negociación, cuyos acuerdos deben
valer como “normas de obligado
cumplimiento”. Especialmente
cuando son acuerdos tomados
en un proceso público de negociación
cuyas formas democráticas
permiten la participación de
los implicados.
Y esto es importante. Porque el
objetivo de las luchas y conflictos
que se avecinan no debería ser sólo
el de mantener el nivel de los ingresos
–con todo lo importante que es
esta cuestión– sino construir una
capacidad colectiva que nos permita
hacer respetar la legalidad de los
acuerdos y el mantenimiento de los
derechos sociales.
El “interés común” incluye los derechos
individuales y sociales de las
personas, derechos conquistados
en el pasado, incluye el respeto a las
libertades individuales e incluye el
respeto a los acuerdos negociados.
Un poder político que comete ilegalidades,
aunque las considere
“justas”, es un atentado contra los
ciudadanos y en ningún caso una
salvaguardia del “bienestar común”,
más bien una amenaza.
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