A pesar de las deficiencias y decepciones del proyecto del PT en Brasil, en la última década al menos 25 millones de personas han salido de la pobreza extrema en este país y la desigualdad ha bajado a los niveles de antes de la dictadura. La toma del poder de Michel Temer pone en peligro las mejoras conseguidas.

Asisto con una mezcla de indignación y tristeza al primer discurso de Marcela Temer, actual primera dama de Brasil, en su consagración como embajadora del programa Criatura Feliz. De vestidito azul, tono de voz dulce y aparencia angelical, Marcela habla de cosas como el instinto maternal y afirma que cada brasileño es importante para el desarrollo del país "desde la concepción". Desde que su marido, el ahora presidente Michel Temer, empezó los movimientos políticos para poner en marcha un golpe institucional a la presidenta Dilma Rousseff, de quién era el vicepresidente, Marcela viene ganando importancia en la agenda pública. Su incorporación como "madre de todos los brasileños" en la presentación del nuevo programa de asistencialismo gubernamental es parte de una campaña que lleva ya algunos meses con el objetivo de recuperar la figura de la primera dama como mujer bella, discreta y empeñada en programas de caridad.
Hace no tanto tiempo, el principal medio de comunicación de la derecha brasileña le alabó con un artículo intitulado Bella, recatada y del hogar, en el cual la ahora primera dama se consideraba una mujer de suerte, pues su marido "aún le lleva a cenar a cada cuando". El conjunto de la performance sería apenas patético si fuera sólo sobre Marcela, pero es la negación y el escárnio de todo lo que es Dilma Rousseff –exguerrillera, legítima jefa de Estado, divorciada, mayor, firme, pero con poco don de gentes–. Marcela es la imagen arquitetada y construida para atacar a todas las mujeres brasileñas que nos negamos a ser bellas, recatadas y del hogar.
A menudo me pregunto cómo es posible que pueda haber pasado en Brasil un golpe institucional como el que ha tenido lugar con tan poca resistencia. Es cierto, miles fuimos a las calles, muchos grupos realizaron acciones contundentes de rechazo al golpe. Lo denunciaron desde bastante temprano movimientos sociales como el Movimiento Sin Tierra, el Movimiento de Trabajadores Sin Techo, movimientos comunitarios, algunos sindicatos, partidos de casi todo el espectro de la izquierda institucional y muchos activistas independientes. Pero fue ni de cerca suficiente para que tuviéramos opción de interrumpir la toma del poder que se había puesto en marcha por parte del mismo tipo de actores que protagonizaron el golpe militar de 1964: latifundistas, empresarios industriales principalmente del Estado de São Paulo organizados alrededor de la FIESP, el megaconglomerado de medios de comunicación Rede Globo. Esta vez no hizo falta sacar los tanques la calle. El conservadurismo siempre viene con ideas antiguas pero con tecnologías punta en control social. En Brasil, los tanques salieron a la calle en 1964 y allí se quedaron: la policía regular es parte del Ejército y dispone de vehículos de guerra que utiliza regularmente en las favelas de las grandes ciudades. Han usado tanques algunas veces en Río de Janeiro en los últimos años, como en el intento de ocupación de la favela de Alemão en 2010 y en contra de las mayores manifestaciones de 2013. Pero frente a la ilegítima toma de poder por parte de Michel Temer no se hizo necesario. Porque todos los que podían oponerle resistencia no estaban ahí. Los que estábamos éramos demasiado pocos para representar un peligro real. Igual que en 1964.
A menudo, si se habla con los brasileños sobre cómo fue la dictadura militar que asoló al país entre las décadas de los 60 y 80, la gente se acordará de la represión, las detenciones arbitrárias, la persecución de activistas, el uso extendido de las técnicas que tortura que los policías brasileños habían aprendido de los agentes estadounidenses. La memoria de la dictadura se construyó alrededor de la represión, en parte porque fue lo que más de cerca tocó a quienes tenían las herramientas para construir la memoria histórica –los que entonces eran estudiantes y hoy son académicos, escritores o periodistas–. Pero la represión más severa no empezó en 1964, sino poco a poco, ni la dictadura se estableció con el objetivo final de asesinar y torturar. La represión vino como respuesta a la resistencia social que se opuso al proyecto político y económico de la dictadura de entonces, y que ahora se presenta con una nueva cara: un proyecto de concentración de recursos y de imposición del conservadurismo en la vida social, que efectivamente logró incrementar dramáticamente las desigualdades en un país que estaba ya entre los más desiguales del mundo. Sólo en los últimos años, con las políticas sociales del gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), Brasil volvió a bajar la desigualdad a los índices que tenía en los años anteriores a 1964. Es decir, que en muchas cuestiones, lo que los gobiernos del PT lograron alcanzar apenas revertió lo que se había hecho durante los años militares y del neoliberalismo que se siguió.
El proyecto político y económico que se impone tras el golpe institucional no tiene tanto de distinto del de entonces, y asusta la rapidez con la que lo implementan. Las noticias son, una tras otra, de romper el corazón. No porque destrozan el legado de unos gobiernos que se habían ya hecho indefendibles para la mayoría de nosotros –pues el PT, a lo largo de los años, se alejó tanto de su proyecto original que ni siquiera intentó realizar algunas de sus mayores banderas, como la reforma agraria–. Las políticas implementadas por el gobierno golpista destrozan porque traen con ellas la promesa de miseria y muerte para miles de brasileños a lo largo de los próximos años; porque buscan devolver a las mujeres, a la población negra y al pobre a un lugar de sumisión del cual sólo nos habíamos distanciado un poco. La imagen de Temer haciendo su primer discurso como presidente 'interino' antes de la expulsión definitiva de Dilma sería cómica si no fuera trágica: con un séquito de hombres blancos de la alta clase tras él, anunciaba que volveríamos a una era de "orden y progreso", el mote positivista de la bandera brasileña, con un mensaje particularmente cínico: "No piense en la crisis, trabaje".
No piense en la crisis, dijo. En Latinoamérica no conocemos otra cosa que la crisis. Nuestra crisis son los 500 años de genocidio indígena, de miseria, de concentración de recursos, de un sistema esclavista que sigue latente en la estructura social. Decirnos, a nosotros, que no pensemos en la crisis no es pedir un optimismo conyuntural sino decirnos que no pensemos por completo. Conveniente para un presidente que entonces se decía interino pero que ya se había decidido definitivo: si fuera real el juicio al cual sometieron a la presidenta Dilma, si ella hubiera tenido alguna oportunidad de defenderse, sería impensable que a las dos semanas de gobierno Temer hubiese ya hecho cambios tan profundos como la extinción de diez ministerios, la reducción de programas sociales, la revisión de las creaciones de áreas indígenas y de las desapropriaciones de tierras. Si bien la resistencia de los movimientos sociales ha logrado bloquear algunos aspectos de las reformas –como la extinción del Ministerio de la Cultura y el nombramiento de un pastor evangelista como ministro de la Ciencia, Tecnología y Comunicaciones–, otros cambios igualmente importantes han pasado sin resistencia efectiva. Es el caso del nombramiento de José Serra como ministro de Relaciones Exteriores, que significa un vuelvo de lo más profundo en la política externa de Brasil, que los gobiernos Lula habían enfocado en el alejamiento del eje Estados Unidos-Unión Europea para acercarse a Latinoamérica, África y Asia.
Dos veces candidato a la presidencia, Serra fue derrotado por Lula en su segundo mandato y por Dilma en su primer mandato, dejando escandalizada a la derecha brasileña que nunca creyó que una mujer con poco talento para la oratoria pudiera derrotar al hiperpreparado gobernador de São Paulo. Por aquel entonces, en 2010, el cónsul general de EE UU describía, en documentos expuestos por Wikileaks, al candidato Serra como un posible aliado de la potencia norteamericana, cuyas cualidades incluían su "poca paciencia para con los caudillos que dominan la izquierda anti Washington en el continente" y su determinación para limitar tanto los derechos laborales de los profesores cuánto las "inclinaciones marxistas" de los textos de estudio usados en las escuelas en São Paulo, pese a la fuerte oposición del Sindicato de Profesores del Estado. Seis años después, Serra se destaca por su empeño en entregar a petroleras multinacionales las reservas brasileñas del Pré-Sal, una de las más importantes descubiertas en las últimas décadas en términos de recursos petroleros en todo el mundo. Éste fue uno de los principales campos de enfrentamiento entre el gobierno Dilma y la oposición golpista: Dilma defendió por todos los medios posibles la obligatoriedad de que la compañía estatal brasileña, Petrobrás, fuera la principal responsable para la explotación del Pré-Sal. Con Dilma fuera del camino, el pasado 5 de octubre el Congreso aprobó una ley que permite la explotación de las reservas por parte de empresas extranjeras sin que siquiera exista participación de la estatal brasileña. Pero denunciar la entrega de los recursos petroleros de Brasil es casi como hablar a las paredes: tantas veces hemos denunciado lo mismo, en tantos países distintos, por tantas vías, que se escucha como cliché, teoría de la conspiración o ruido de fondo. Es casi fácil olvidarse de lo dramático que es para tantos pueblos tener reservas de petróleo dentro del territorio en el que nos tocó nacer.
La disputa por la explotación de los recursos petroleros en Brasil se puede leer como simbólica para entender los proyectos políticos que estaban en conflicto por parte del gobierno del PT y la oposición golpista. Los gobiernos de Lula y Dilma asumieron, desde el primer mandato, un proyecto neo-desarrollista que apostó por la "conciliación de clases" como forma de no enfrentarse directamente a los intereses de los latifundistas, grandes empresarios y grandes medios de comunicación. Muchas barbaridades se han cometido en nombre de este proyecto: si es verdad que el PT fue efectivo en alejar a Brasil de la influencia de EE UU, a la vez no rompió con la lógica colonialista, sino que, a menudo, se tornó protagonista de ésta, disfrazada bajo el discurso de la colaboración Sur-Sur. Internamente, la construcción de la gigantesca presa de Belo Monte trajo devastación a miles de indígenas y quilombolas [N. de Ed.: descendientes de esclavos que huyeron y crearon comunidades] que habitaban las márgenes del río Xingu. En el exterior, la minera estatal brasileña Vale do Rio Doce reprodujo y todavía reproduce en Mozambique prácticas de explotación desmedida de los recursos naturales y desplazamientos forzosos. En Angola, la gigante brasileña de la construcción civil Odebrecht extendió sus tentáculos en las operaciones diamanteras, a las demoliciones de favelas en la capital, a construcciones de pisos de lujo y en otros muchos negocios de alta rentabilidad. No lo hizo sola, sino incentivada por políticas de Estado.
La lógica de este proyecto neo-desarrollista que todo lo justifica es que "hacer crecer el bizcocho para después repartir". Pero está claro que no se puede conciliar de forma sostenible cosas tan opuestas como la concentración de riqueza y la redistribución de los recursos: o se atiende a la ganancia de los latifundistas o a las legítimas reivindicaciones de campesinos, indígenas y quilombolas. En los gobiernos del PT, la balanza siguió pendiendo más para el lado de las élites tradicionales de Brasil, pero, pese a esto, se lograron implementar cambios suficientemente profundos como para que el país donde yo crecí, en los años 90, nos quede lejano. Se fortaleció el capitalismo, pero con un carácter fuertemente nacionalista, para incrementar el PIB y con esto financiar programas sociales como el Bolsa Familia, cuyo mayor éxito fue acabar con el hambre en el país y que, en conjunto con otras políticas, en menos de 10 años sacó de la pobreza extrema al menos a 25 millones de personas. No sólo la transferencia condicional de renta ha contribuído a estos cambios, sino también el notable incremento del sueldo mínimo, que a lo largo de los últimos años pasó de un equivalente a 60 dólares mensuales (2003) a 300 dólares (2014) y a la ampliación de algunos derechos laborales. Y esto a pesar de que Brasil es un país particularmente complejo en el que una parte importante del trabajo ocurre en la informalidad.
El caso de las empleadas domésticas
En las grandes ciudades el ejemplo más marcado es el de las empleadas domésticas, la mayoría de ellas mujeres negras, a quienes la clase media trata con una mezcla típica brasileña de condescendencia y esclavismo. Su presencia y ausencia está de tal forma incrustada en la sociedad brasileña que marca la urbe de una forma que es invisible para muchos. Está en la misma arquitectura de los pisos de la clase media, todos ellos con una puerta "de servicio" que lleva directamente a cocinas estrechas en las que los dueños raramente entran, donde hay minúsculas habitaciones en las que las empleadas no pueden hacer más que dormir. Está en la internacionalmente conocida moda brasileña, llena de cortes complejos y delicados tejidos coloridos que sólo se pueden mantener impecables por las manos de miles de mujeres que reciben un sueldo miserable para dedicarse a esto. Está en la completa inutilidad de los jóvenes de clase media de mi generación para poner la lavadora, una aspiradora o cualquier otro electrodoméstico que no sea la nevera y la televisión. Una multitud de manos de mujeres negras invisibles que cocinan, planchan, limpian, que cuidan los niños de sus empleadores "como si fueran de la familia", mientras sus propias hijas e hijos están en casa, solas.
Cuándo empezaron las manifestaciones de la derecha más rancia demandando el impeachment de Rousseff, aquí y ahí se leía en sus carteles una queja muy peculiar: "Ya no se encuentran empleadas domésticas que acepten dormir en casa de sus amos", decían. Tampoco se encuentran ya empleadas domésticas que empiezen a trabajar a los doce o a los trece años, porque a ellas ahora se las llama niñas y están en la escuela. Lo que sí se encuentra ahora son estudiantes en las universidades que son las hijas y los hijos de domésticas, la primera generación de la familia en tener una formación tan amplia. Y es que, en la última década, con la inclusión explícita y obligatoria de esas trabajadoras en la ley que garantiza los derechos laborales, el incremento de su sueldo, así como las políticas de ampliación del acceso a la universidad –y la creación de casi una veintena de nuevas universidades– la edad media de las domésticas se ha incrementado en más de diez años.
La entrada de nuevas mujeres a este oficio decreció enormemente porque sus hijas ya no tienen como única alternativa seguir los pasos de la madre, porque las madres tienen las condiciones económicas para mantenerlas estudiando durante más años cuanto y porque tienen las oportunidades de estudio y trabajo que sus madres no han tenido. Pero esto va más allá del cambio generacional o de la cuestión económica, es también una cuestión de dignidad: que se haya reducido de tal forma la devaluación de la profesión significa que las mujeres que hoy trabajan como domésticas ya no tienen que someterse a condiciones humillantes o que recoger los restos de comida de las casas donde trabajan para llevar a la suya.
Las miles de personas para quienes las políticas del PT han traído una vida más digna son descartables en el neoliberalismo de Temer, que ya anuncia medidas como la extinción del Sistema Público de Sanidad (SUS), conquistado con mucho esfuerzo por los movimientos sociales de la posdictadura y que, en el papel, incluía la promesa de ser de los mejores del mundo. Aunque todavía fuera insuficiente, la evolución del SUS significó el decrecimiento de la mortalidad infantil, materna, indígena. Llevó atención básica en salud a sitios donde nunca se había visto un médico, avanzó en las políticas de prevención. Pueden parecer cosas insignificantes, pero diariamente han salvado vidas a lo largo de décadas. En 2016, todavía morimos demasiado, pero ya no morimos de desnutrición o de enfermedades fácilmente curables como la diarrea. Ahora me pregunto cuánto tardaremos en volver al increíble desperdicio de vidas que teníamos cuando el país estaba asolado por la miseria y el hambre.
Parece absurdo tener que recordarlo, pero señalar estas cuestiones no significa defender al PT ni desear que prosigan con su fallido proyecto neodesarrollista. Tampoco significa eximirse de la imprescindible crítica a la democracia representativa. Al revés: los momentos históricos en los que las élites deciden burlarse de sus propias reglas de acceso al poder nos pueden enseñar mucho sobre los límites de lo que comúnmente se entiende por democracia. Lo que desde mí perspectiva parece evidente es que son dos proyectos políticos muy distintos los que han estado en disputa, aunque ambos dentro del capitalismo, y con consecuencias radicalmente diferentes para los brasileños. No se trata sólo de diferencias en las condiciones materiales de vida. El Partido de los Trabajadores apostó, de forma muy equivocada, por una idea de acceso a la ciudadanía a través del consumo más que a través de los derechos; no promovió la necesaria ruptura con la lógica neoliberal del ciudadano-consumidor y por eso no llevó a un cambio profundo en el acceso a los medios de producción, sino principalmente a los bienes de consumo.
Pero el gobierno golpista nos lleva de vuelta al puro asistencialismo, sustituyendo prestaciones sociales y derechos por programas como el repugnante Criatura Feliz, encabezado por una María Antonieta moderna y tropical que, desde dentro de la burbuja de su vida de lujo, elije ignorar que las madres y padres en Brasil, como en todo el mundo, siempre han querido a sus hijos y sufrido cuando no tenían nada que darles de comer. No necesitan una princesa pija que les enseñe lo importante que es contarle historias a los niños Necesitan tener aseguradas las condiciones para una vida digna. Disfrazado de caridad, Criatura Feliz no hace nada para mejorar las condiciones materiales de las personas más pobres de Brasil, sino que se propone enviar empleados gubernamentales regularmente a las casas para vigilar si los niños están "bien cuidados". No es más que un programa de control social, de estos que hemos visto tantas veces en Brasil, que asumen que la gente más pobre es incapaz de hacer su propia vida –¿o que quizá es demasiado peligrosa?– y necesita de la tutela del Estado en todo momento. Que les afirma de forma cotidiana y humillante que el único lugar que se les permitirá ocupar es el de subalternidad.
Con las muchísimas críticas que tengo hacia los gobiernos del PT, me parece imposible negar los cambios que atravesaron a Brasil a lo largo de estos 13 años. Lo muestran una cantidad de datos, como la evolución del índice Gini, la tasa de analfabetismo, la renta media, el acceso a los bienes de consumo mínimos, la cobertura de atención básica en sanidad, la tasa de mortalidad infantil y el acceso a la universidad. Lo atestigua mi memoria también. Yo crecí en un país donde miles de niños vivían en las calles, mal vestidos y descalzos, oliendo cola para burlar el hambre. Y por años realmente pensé que las nuevas generaciones no crecerían en un país así, que al menos el hambre y la extrema pobreza los habíamos dejado en el pasado y que desde ahí había que seguir arrancando las conquistas en la calle, como siempre. Tengo presente esta angustia no porque, como acusan algunos, estoy engañada por el "terrorismo ideológico" del PT, sino porque los que crearon aquel país son exactamente los mismos que han llevado a Michel Temer ilegalmente al gobierno.
La lección que tenemos que aprender de la historia no es que sólo hay que alarmarse cuando salen los tanques a las calles, sino que hay que buscar paralelos que nos permitan leer la coyuntura política actual, no sólo en Brasil sino en todo el continente. En Honduras, Paraguay, Argentina, por diversos medios las viejas élites se movilizan para interrumpir los pocos cambios que realizó una izquierda llena de deficiencias que venía de los movimientos sociales y que, de muchas formas, nos traicionó. Se centra la discusión política actual en una elección superficial de un lado o del otro, discutimos de política adorando a ídolos: a los líderes del PT o a una derecha aristocrática con pretensiones mesiánicas. O al proprio rechazo del Estado como si fuera un ídolo más y no un proyecto político complejo y de larguísimo plazo. Pero lo que para mí realmente importa del golpe de 1964 y de los años militares no es lo que le pasó al entonces presidente João Goulart –¿es que alguien siquiera se acuerda?– sino lo que nos pasó a nosotros: un incremento brutal de las desigualdades, concentración de recursos, pérdida de derechos básicos, una sociedad del control generalizada y tantas otras cosas que se merecerían otro artículo. Cuándo ahora se dice que el golpe no es a Dilma, sino a nosotros, el enfoque está ahí: ¿cuánta más miseria y muerte traerá el proyecto político y económico de los golpistas? ¿Qué nos pasará a nosotros? Los tiempos que se avecinan revelan un panorama nada optimista. Si me posiciono fuertemente contra el golpe no es en defensa del PT sino en la nuestra, los brasileños de a pie. Porque creo en lo que canta Caetano Veloso: "La gente está hecha para brillar, no para morirse de hambre".
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