Perú: consulta previa y los retos de la cuestión indígena

Han pasado más de cinco años desde que el expresidente peruano Ollanta Humala promulgara la Ley del Derecho a la Consulta Previa a los Pueblos Indígenas u Originarios, que obliga a preguntar a las comunidades indígenas sobre la viabilidad de todos los procesos que se realicen en sus territorios.

, Lima (Perú)
16/01/17 · 8:00

Han pasado más de cinco años desde que el expresidente peruano Ollanta Humala promulgara lo que en su momento fue considerada la "norma estrella" de América Latina, la Ley del Derecho a la Consulta Previa a los Pueblos Indígenas u Originarios, la cual obliga a preguntar a las comunidades indígenas sobre la viabilidad de todos los procesos que se realicen en sus territorios.

Humala toma la Consulta Previa como emblema de su campaña en las zonas más rurales del país, tras la muerte de 33 personas en el "Baguazo", conflicto que se dio precisamente para pedir un proceso de consulta a las comunidades que se vieron afectadas por dos decretos ambientales, firmados por el entonces presidente, Alan García, que no solamente desoyó las demandas de los pueblos afectados, sino que las despreció diciendo que los nativos "no son ciudadanos de primera clase" hasta llegar a reprimir las protestas en uno de los episodios más violentos que se recuerdan en los últimos años.

Sin embargo, tanto la implementación de la ley como el desarrollo de los procesos de consulta –27 entre los culminados y los que están en curso– y la integración del sujeto indígena como sujeto político activo en la agenda nacional no se han dado por el camino que se esperaba. Hablamos con Patricia Balbuena, ex viceministra de Interculturalidad, y Vanessa Schaeffer, abogada ambientalista de Cooperacción, una de las organizaciones más activas en la defensa de los derechos colectivos.

¿Quién es indígena?

Es llamativo recorrer algunos pueblos andinos en el sur peruano y preguntar a los pobladores si se consideran indígenas. Se obtienen respuestas de todo tipo: sonrisas, silencios, expresiones como: “No, nosotros sólo trabajamos en el campo”, “somos campesinos”, “no sé, ¿qué es un indígena?”.

Para muchos campesinos, ser indígena es una identidad nueva que le trae un funcionario de la capital que habla español y que le dice que en sus territorios se va a empezar un proyecto extractivo o de cualquier otra clase. No hay tiempo para reaccionar ni para decidir porque si no se acepta la condición de indígena, el Estado no va a negociar con esa familia ni ésta se podrá beneficiar de las supuestas mejoras y progresos que el proyecto debe traer a la zona. “El tema de la identidad en lo andino es bien complejo. En el Viceministerio caímos mucho en la lógica de avanza, avanza, protege, protege, de llegar hasta forzar la voluntad de las comunidades, y creo que nos convertimos en proteccionistas del otro. La lógica fue avasalladora pero no nos preguntamos si ese lado no era el adecuado”, afirma Patricia Balbuena.

Esta situación contrasta drásticamente con la realidad amazónica. Muchos pueblos que bordean la gran serpiente asumen la identidad de su comunidad como motivo de orgullo y reivindicación. No es casualidad que cuando el Ministerio del Ambiente propone el Pacto de Unidad para la titulación de tierras son los pueblos amazónicos los que protagonizan los debates sobre cómo afrontar la cuestión indígena y sobre cómo reafirmarse en el Estado peruano. Balbuena me cuenta: “El movimiento indígena amazónico fue mucho más claro a diferencia que los campesinos, con su propia identidad nunca entendieron por qué tienen tanto rollo con la palabra indígena. Las dinámicas amazónicas están articuladas y organizadas en base al territorio, el río organiza el territorio, la comunidad de la cuenca tal es tal federación, etc. Tú ves discusiones, por ejemplo, entre un indígena amazónico y una organización campesina, y los amazónicos les dicen: yo no hablo contigo, yo voy a hablar contigo el día que me digas cuántas hectáreas tienes de tierra, acá hablan los pueblos que tienen territorio”.

Esto le plantea una discusión al Estado que, al promulgar la Ley de Consulta Previa, tiene que concretar con rapidez una base de datos de los pueblos originarios que existen en el país, así como limitar las criterios para considerar a una comunidad indígena. De esta forma, todavía sin una base de datos firme, la ley recoge, de manera polémica, los criterios que se plasman en el Convenio 169 de la OIT, ratificado por Perú en 1993, el cual nunca se llegó a aplicar hasta 2012, provocando una vasta cantidad de leyes y reglamentos que intentan regular la misma situación.

Así, tanto el sujeto como el objeto de consulta plasmados en la ley tienen criterios de definición más limitativos que los del Convenio. Éste indica, por poner un ejemplo, que solamente es necesario que la medida sea susceptible de afectar a los pueblos originarios para tener que aplicar la Consulta mientras que la ley, afirma que la medida tiene que afectar directamente, eliminando de esta manera las posibilidades de participación de pueblos que se encuentren en zonas cercanas pero que también se vean afectados por la medida.

Del mismo modo, la ley, así como su reglamento no prevé ninguna herramienta de género para la participación indígena, aumentando el problema real que existe de brechas en el país. “La ley, que tiene un montón de vacíos y huecos, por ejemplo, te dice que sólo hay un modelo de consulta con siete etapas para todo, o sea, para una política pública, para un proceso extractivo, para un proyecto ambiental... Los procesos judiciales que se han ganado por consulta previa son malos. Lee los escritos de los abogados, muy malos. Ganan porque el juez es peor, son fallos que ni por asomo se acerca a fallos como los de la Corte Constitucional Colombiana”, señala Balbuena.

La clave, como ya hemos señalado, se encuentra en el criterio subjetivo, recogido tanto en el Convenio como en la ley. Este criterio se basa en la autopercepción de un pueblo como indígena, vinculado con el territorio y con conciencia de su historia. Reafirmar la identidad de los pueblos originarios sin caer en paternalismos ni intereses económicos es una de las grandes tareas que afronta este nuevo Gobierno, el cual no parece muy interesado en poner al sujeto indígena como centro de las políticas públicas a realizar. Vanessa Schaeffer apunta en la misma dirección: “El sistema capitalista y la globalización han entrado con mucha fuerza en el campo. Un Estado que está en este juego olvida el campo y no comprende un modelo distinto, más bien lo aplasta. Las organizaciones indígenas campesinas tienen el peso no sólo de la historia, sino de la realidad actual”.

El peso de la historia

Más de 15 años han pasado desde que terminara formalmente el conflicto armado entre Sendero Luminoso y el Estado peruano. Un conflicto que fue especialmente duro en las zonas rurales tanto amazónicas como andinas, dejando un balance de 70.000 personas asesinadas, de las cuales el 75% era quechua hablante. Y es que el indígena campesino se convirtió en el objetivo principal de los dos bandos: cualquiera que cuestionara el discurso de Sendero era eliminado por ser considerado traidor y revisionista, y del mismo modo, grupos paramilitares fujimoristas tenían órdenes claras de arrasar con cualquier atisbo de subversión en el campo. La Comisión de la Verdad calcula que el 54% de los asesinatos fueron causados por Sendero y el 30% por agentes del Estado.

Muchos se preguntan si el nacimiento de un movimiento popular que reivindicara la identidad indígena como elemento principal de empoderamiento se hubiera podido dar sin el conflicto. Líderes campesinos y sindicales como Pedro Huilca, en el punto de mira por ser considerados peligrosos por el fujimorismo y traidores por Sendero, fueron asesinados por el peso de la historia, que nunca nos responderá si Perú hubiese podido tener un futuro distinto.

También hablamos con Patricia Balbuena sobre la posibilidad de que se diera un verdadero movimiento indígena. “Es cierto que Sendero arrastró como arrastró con los líderes de izquierda, con el movimiento popular y con todo aquel que se opusiera a hacer algo crítico a cualquier cosa que no se plegara. Cayeron todos, alcaldes, dirigentes y no solamente Sendero; el fujimorismo también arrastró con todo como respuesta autoritaria. Fue una política de arrasamiento de donde tal vez podría haber surgido un paso más adelante. Pero... tiene que ver con Sendero, sí, y tiene que ver con una respuesta autoritaria, pero también tiene que ver con la propia capacidad de renovación, con su propia capacidad de innovación de su movimiento. En medio de eso que se pierde y se debilita, algo tiene que surgir, alguien tiene que tomar para dónde vamos, y ahí nadie pudo reconstituir, no hubo discursos, narraciones, movimientos con fuerza para recuperar algo de lo que se había perdido, y eso tiene que ver con las formas internas de las organizaciones”.

Todavía falta mucho por recorrer, es cierto, se necesita un movimiento nacional que reclame un lugar en la agenda política y que articule de manera coherente todas las demandas e identidades que presentan las comunidades en el país, sin embargo, a lo largo de estos últimos años han aparecido imágenes de resistencia que sirven de ejemplo y que marcan un camino a seguir. El caso de Máxima Acuña, galardonada con el premio Goldman, que ganó también Berta Cáceres, marca un antes y un después en la lucha campesina por plantarle cara al extractivismo, ganando el juicio a una de las grandes mineras del continente. De la misma manera, el conflicto de Las Bambas, el mayor proyecto minero de extracción de cobre del país, ya se ha cobrado cuatro vidas, está consiguiendo movilizar a la población y poner de nuevo sobre la mesa la necesidad de buscar soluciones alternativas al modelo destructivo y depredador que supone la extracción de recursos sin ningún tipo de control.

“Más allá de estos liderazgos puntuales, muchas veces las demandas de las mujeres están en la base de los conflictos, sobre todo en la parte ambiental, las organizaciones de las mujeres son las que más levantan las demandas ambientales como las demandas de la afectación al agua, por los hijos, se preocupan por la contaminación, pero luego ya para entrar en la cabeza de las organizaciones y decisiones las oportunidades son pocas. En el momento de tomar decisiones sobre agenda, estrategias, pierden su papel porque muchas veces tienen que atender la casa, los hijos o el esposo es el que toma el papel de representación de la familia. Queda mucho por hacer”, me dice Vanessa Schaeffer.

Alternativas y futuro

En un país donde la minería se ha proclamado como única vía posible al desarrollo, es difícil ver en los medios de comunicación o en la boca de las autoridades la posibilidad de explorar otros caminos menos abusivos con el medio ambiente y con los derechos de los pueblos originarios. Pero lo cierto es que la minería ocupa solamente el 2% de la Población Económicamente Activa (PEA), en comparación con el 23% de la agricultura, por ejemplo. Asimismo, habría que preguntarse si es necesario extraer tanto oro (el segundo producto que más se exporta) cuando la mayoría del mismo no va destinado al consumo nacional ni a una mejora del bienestar social, sino a la elaboración de joyería y reservas bancarias.

No existe lugar en el mundo donde la megaminería no haya traído conflictos sociales o haya mejorado la situación socioeconómica de la población. Se tienen que abrir nuevos caminos hacia un desarrollo sostenible, postextractivista en palabras de Gudynas, no depredador que respete los procesos de integración de las comunidades, así como al ecosistema donde se encuentran. No hay futuro con la lógica del daño y de la violación de derechos. Vanessa Schaeffer apunta algunas: “Una fundamental es el proceso de ordenamiento territorial. Hay una plataforma de ordenamiento territorial de la sociedad civil donde se incluye movimientos indígenas que exigen básicamente que se ordene un territorio como paso previo a toda la política de promoción de las inversiones, dónde sí, dónde no, incluida la gestión social del territorio, que es una puerta que se tiene que abrir y que el Estado siempre ha negado. Se dejó al ordenamiento casi sin ropa. Entonces, sin ordenamiento, la consulta previa está sola, está débil. Hay experiencias de ordenamiento local que se están dando. El territorio Wampis en Loreto, por ejemplo, está teniendo iniciativas de territorio integral autónomo, eso no se había visto antes. Tienen un estatuto, han hecho un ordenamiento de su territorio y lo tienen listo, están presentándolo al Estado como alternativa. Entonces tiene que ser un proceso al revés, que la gente ordene el territorio y luego ver de acuerdo a eso dónde se puede hacer extracción”.

Balbuena nos apunta otras: “La ley no se va a cambiar. Abrir la opción de modificar la ley es muy peligrosa. Creo que hay que avanzar por otras entradas y no agotar la consulta. Que la consulta fluya, pero hay que quitarle el peso que tiene encima y mirar desde otras dimensiones de derechos colectivos, pero no solamente cargados de interculturalidad en tanto entidad competente sino mirar al resto de entidades y organizaciones. Los derechos colectivos es la principal herramienta, cómo miramos el tema de educación, salud, vivienda, desde esa perspectiva. Vamos a poner a un sujeto que demande permanentemente el tema de derechos colectivos y entonces abrimos otro frente. Ya fracasamos por el lado de la estrategia de la individualidad, derecho a la salud, integridad física... pero las mujeres hablan de un daño colectivo; cuál es ese daño, quizá hay que explorar por ahí, a lo mejor en los temas de identidad, de patrimonio inmaterial, sea la puerta para hablar de agencia, de identidad... donde la propia gente diga 'pero usted sí tiene un colectivo, mire usted cómo trabaja la tierra, ¿se ha puesto a pensar que todo esto lo hace diferente de otro?'. Hay que abrir otras puertas desde la lógica de los derechos colectivos que permitan generar un proceso de sentido de pertenencia, escarbar un poco más, la pregunta es desde dónde, qué políticas, patrimonio inmaterial, lenguas indígenas... Por ahí”.

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