La victoria de Trump tiene una consecuencia política inmediata, traducible a nuestro contexto político sin demasiado problema: la búsqueda del centro político como base de una victoria electoral, ese adagio politológico que hemos soportado durante años, está muerta y enterrada.
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Ha sucedido. Un promotor inmobiliario racista, xenofóbo y machista ha ganado la presidencia de la que, por ahora, sigue siendo la potencia hegemónica del capitalismo global.
Ahora asistimos al llanto y del crujir de dientes de las democracias liberales de medio mundo. "¿Cómo ha podido pasarnos esto? Si estaba todo atado y bien atado". Lo cierto es que en una comprensión medianamente cabal de la situación actual –que no sólo es Trump, sino también el Reino Unido post Brexit y el giro reactivo de un gran número de países centroeuropeos– dependen las posibilidades de devolver el golpe en una era de profundisima crisis que está marcada por la decadencia a la que ha llevado al capitalismo un modelo financiero que no es capaz de construir nada que no sea su propio beneficio. Una era turbulenta y de la que saldrá otro modelo de mundo, pero que no lleva inscrita en lugar alguno, que no esté sometido al combate político, la marca de un cierre reaccionario inevitable.
Por empezar por las determinaciones estructurales más amplias, Estados Unidos emergió como potencia hegemónica en sustitución de Inglaterra, en buena parte, debido a su tamaño como economía continental. Donde Inglaterra necesitaba de una permanente conquista colonial para expandir su dominio económico, el Estados Unidos de mediados del siglo XIX ya tenia una unidad territorial de tamaño continental bajo un mismo sistema político de Estado-nación.
La Guerra de Secesión fue el último episodio antes de unificar a los Estados Unidos bajo una misma división del trabajo en la que entraban en un mismo modelo la expansión de la economía agrícola, el crecimiento de la manufactura capitalista y el desarrollo de las funciones financieras.
No deja de ser curioso que este último conflicto interno antes del despegue definitivo de los Estados Unidos fuera una batalla entre librecambistas y proteccionistas similar a la que quiere abrir Trump. Con esta configuración de economía continental, Estados Unidos se aseguraba de que su dominio a nivel global estuviera fundamentado en su superioridad económica y no necesitaba del tipo de dominación colonial permanente de Inglaterra. El nuevo hegemon se podía permitir controlar el mundo a distancia, siempre bajo la amenaza de la intervención militar, pero defender formalmente la expansión de la autodeterminación, la descolonización y la democracia liberal.
La crisis de los años 70 –que fue fundamentalmente una crisis del beneficio industrial a nivel global– y la salida por la vía de la hegemonía de las finanzas que le siguió rompieron esta integración del modelo económico americano.
De la misma manera que la reestructuración liberal de la empresa y del Estado, hecha bajo los principios canónicos de las finanzas, supuso un desmembramiento entre partes rentables y no rentables de lo que habían sido los grandes conglomerados económicos de los años posteriores a la guerra mundial, Estados Unidos iba a sacrificar sus partes agrícolas y manufactureras al nuevo mercado mundial pero por la vía de la hegemonía financiera de Wall Street y otros mercados como los de materias primas de Chicago confiaba, y así lo ha venido logrando, en centralizar en forma de activos financieros y monetarios el beneficio producido en todo el mundo.
El resultado de este movimiento fue que, socialmente, el antiguo país faro del progreso social capitalista se resquebrajó en dos mitades: una situada en las dos costas y en algunos enclaves del sur vinculadas a los mercados financieros y a los sectores que salieron a flote con ellos, fundamentalmente las grandes universidades y el conglomerado de industrias de alto contenido tecnológico y de diseño relacionadas con estas universidades.
Y otra mitad, que cae fuera de este modelo, vinculada a la industria manufacturera y la agricultura de exportación en decadencia sometida a la feroz competencia global que marca una crisis de beneficios en estos sectores que sigue sin ser superada desde los años setenta.
Esta crisis, si acaso, se ha agravado con la entrada de nuevos competidores procedentes de Asia y los antiguos países "en vías de desarrollo" que, no hay que olvidar, crecen bajo la forma de la exportación del propio capital, a crédito, en no pocas ocasiones estadounidense.
Esta fractura estructural de Estados Unidos ha sido tan profunda que, hoy por hoy, ni siquiera puede plantearse una política monetaria que favorezca a ambas partes: si el dólar baja para favorecer las exportaciones, provoca una huida de activos financieros denominados en dólares de sus mercados financieros; y si sube, cosa que ha sido la tónica desde 1973, salvo en el decenio 1985-1995 en que, por la vía de las guerras comerciales, EEUU obligó a Japón y a Alemania a reevaluar sus monedas, se produce un movimiento inverso, la ruina de la manufactura y la agricultura y el florecimiento de los mercados financieros.
La hegemonía del neoliberalismo y las finanzas, además, funciona sobre un mandato inexcusable: el control salarial. En Estados Unidos, los salarios reales llevan estancados desde hace decenios. Si, además, se tiene en cuenta que hay un sector minoritario de superasalariados que sí han visto crecer sus ingresos desde los años 80, se puede entender que las grandes mayorías sociales simplemente han visto cómo su poder adquisitivo descendía mientras el de una minoría no dejaba de crecer.
Este dato suele pasar desapercibido entre los analistas mainstream que, simplemente, se fijan en los niveles de desempleo en Estados Unidos, tradicionalmente bajos, para decretar la buena salud de su economía.
Sin embargo, todo el entramado social de Estados Unidos está pensado para ser una sociedad en crecimiento y en expansión permanente, desde los precios de las universidades hasta la sanidad privada pasando por el precio de la vivienda en las grandes ciudades dependen de una expansión salarial permanente para poder ser viables.
En ausencia de este crecimiento salarial, lo que queda es otra forma de dominio financiero: la deuda. Hasta la explosión en 2007 de este modelo de endeudamiento generalizado, las burbujas financieras y su modelo de consumo a crédito que mantuvo viva la demanda mundial, fueron el último cartucho del capitalismo financiero americano para construir algo remotamente parecido a un orden social capaz de sostener a la famosa clase media americana.
Los años de Obama, y la frustración en terminos materiales que han supuesto, pueden ser vistos como el intento final de la progresía americana para recomponer el orden social sin tocar la hegemonía financiera
Vistos estos años en conjunto, ha sido la derecha norteamericana, y contra todos los pronósticos esperables a priori, quien mejor ha leído políticamente esta brecha. Los años de Obama, y la frustración en términos materiales que han supuesto, pueden ser vistos como el intento final de la progresía americana para recomponer el orden social sin tocar la hegemonía financiera.
Atascado en su proyecto estrella para ampliar la sanidad pública, el Obamacare, y otra vez más dependiente del anémico y financiarizado crecimiento económico que ha traído el Quantitave Easing de la reserva federal americana, y con todos los proyectos iniciales de un keyenesianismo verde de renovación y construcción de infraestructuras de acuerdo con criterios de sostenibilidad ambiental postpuestos sine die, el mandato de Obama, rico en simbolismos y gestos, ha hecho poco por suturar esta brecha.
Dentro de este panorama, Trump ha profundizado algunos elementos, ha descartado otros y ha añadido aún otros más a lo que han sido los elementos centrales de la contrarrevolución neoconservadora americana que de manera tan elocuente describió el periodista Thomas Frank en su ya clásico Qué Pasa con Kansas: cómo los conservadores ganaron el corazón de América (Acuarela, 2004).
Frank describe un estado de opinión, algo parecido a una lucha de clases distorsionada en la que los enemigos del "sano pueblo americano" del medio oeste, esa mitad de Estados Unidos desposeída por el capitalismo financiero de Wall Street, son los beneficiarios progresistas y de alto nivel cultural de este modelo que viven en las grandes ciudades de ambas costas, y, cómo no, los burócratas de Washington que con sus absurdas regulaciones quieren decir a los descendientes de los pioneros y los colonos cómo deben vivir, amén de querer extraerles vía impuestos sus duramente ganados dólares para dárselos a una minoría de vagos no blancos de las grandes ciudades.
Todo un movimiento social como el Tea Party se articuló sobre esta mezcla del discurso de las "dos naciones" de Margaret Thatcher (una nación de honrados trabajadores y otra de parásitos) y de resentimiento provocado por años de superioridad moral de los sectores sociales con un mayor capital simbólico, los liberals, que en el lenguaje político folk americano no son liberales, sino el equivalente de nuestros progres.
Trump ha reavivado, sin duda, esta ola, si bien ha renunciado a los elementos propiamente liberales dentro de ella, y con ellos se ha llevado algunos de los poquísimos factores progresivos de este modelo, y los ha enmarcado dentro de un modelo conservador autoritario.
Por un lado, como también intentaron hacer Occupy Wall Street y Bernie Sanders, ha logrado llevar a su terreno la tradición populista americana, que es una tradición de oposición encarnizada a las finanzas. Un populismo no necesariamente izquierdista, de hecho mayoritariamente no lo ha sido, que opone a la pequeña propiedad endeudada a los grandes intereses financieros y que tuvo su gran momento de emergencia a finales del siglo XIX con la oposición popular a los llamados Robber Barons que lideraban los grandes trust y cárteles monopolistas de la época desde el control de los grandes bancos americanos.
De hecho, al contrario de lo que sucedió en Europa, si la izquierda sindical americana vivió un momento de extraordinaria fuerza en los primeros años del siglo XX fue porque se opuso a este modelo de contestación social y lo sustituyó por un modelo de movilización y polítización de la clase obrera industrial.
Pues bien, la recuperación de esta tradición por parte de Trump le ha hecho ser capaz de superar uno de los límites de los neocons clásicos, la ausencia de crítica al establishment financiero. Si a éste se le opone una candidata que, además de progre, es la favorita de las grandes casas de finanzas americanas, algo que no sucedía con Bernie Sanders, la jugada sólo podía ser favorable a Trump. Aunque esto, por supuesto, tenga poco que ver con las relaciones que establezca Trump con el poder financiero una vez que esté en la Casa Blanca.
Otro aspecto político, quizá el mas decisivo en esta campaña y en las primarias, ha sido la adopción por parte de Trump del discurso proteccionista. Del rechazo de uno de los grandes consensos bipartidistas de Estados Unidos desde finales de los años 60 y, muy especialmente, desde la crisis de 1973 en adelante, el libre comercio internacional.
En un clásico del repliegue nacionalista posterior a las crisis financieras globales, Trump promete una vuelta a la industria nacional y un cierre de las fronteras a la producción manufacturera interna, fundamentalmente asiática, y también a la producción agrícola del tercer mundo.
Este punto, sin duda, es otra forma de enfrentamiento con el poder financiero americano que ha organizado y regulado la forma de las deslocalizaciones y, su contrapartida, de atraer el voto y las simpatías de las antiguas clases obreras industriales que le han dado su apoyo en el antiguo cinturón industrial, el Rustbelt, que va desde los Apalaches a los Grandes Lagos.
La mejor y más conocida ejemplificación de su decadencia es el fantasmagórico aspecto de un Detroit abandonado por la inversión, las clases medias blancas y depredado hasta sus últimos recursos por unas finanzas que dominan a un gobierno local en bancarrota.
Estos Estados, antiguos bastiones democrátas y sindicales (Michigan, Ohio, Pennsylvania) han sido fundamentales para cimentar la victoria de Trump. Sin embargo, esta baza política puede tener las piernas bastante cortas: es muy dudoso que Trump vaya a lanzarse a un programa completo de vuelta al proteccionismo, unas políticas pensadas fundamentalmente para la industria naciente antes que para la recomposición de lo que la deslocalización ha descompuesto, ya que el nivel de conflicto con las finanzas sería demasiado alto para ser asumido. Pero incluso si tal ingeniería social se afrontase, es muy dudoso que en un contexto capitalista caracterizado por la debilidad del beneficio industrial, esta estrategia pudiera dar rendimientos duraderos.
El anverso clásico del proteccionismo es el cierre de fronteras y el control migratorio. Sin duda mezclado, muy a la manera de la nueva derecha reactiva europea, con los tópicos de la guerra contra el terrorismo, especialmente contra los musulmanes, éste ha sido uno de los puntos centrales de la campaña de Trump.
La contrapartida del librecambismo americano siempre ha sido una apertura más o menos relativa del país a la inmigración. Históricamente, desde la caída del modelo librecambista en los años treinta del siglo XX, Estados Unidos ha entendido esta apertura como una especie de forma de redistribución de la riqueza que compensaba en parte el fortísimo desarrollo desigual que generaban sus políticas imperialistas.
Por supuesto, esto sucedía en momentos de altísimos niveles de crecimiento que iban demandando sucesivas oleadas de migrantes que mantenían bajos los niveles salariales menos cualificados. Como ha sucedido en Europa, el cierre reactivo nacionalista es expresión directa de la profundidad de la crisis global, un "no hay para todos" que expresa la incapacidad del capitalismo actual para generar una riqueza que hace sólo cuarenta años se daba por descontada y que se manifiesta en forma de "guerra entre pobres".
Sin embargo, hay muchos motivos para pensar que en Estados Unidos este cierre reactivo sobre sí mismo va a ser mucho menos efectivo que en los países de la Europa del Este y central. El primero de ellos es de corte político: en Estados Unidos el problema de la fragmentación racial del mercado de trabajo, del uso del origen étnico de la fuerza de trabajo para reducir costes salariales, no es sólo un problema migratorio sino que afecta directamente al estatus político y social de las llamadas minorías hispanas y afroamericanas, perfectamente norteamericanas.
El programa de máximos de Trump no se va a cumplir: no se va a construir un muro en la frontera con Mexico, y menos pagado por México, y no se va a expulsar masivamente a los millones de migrantes irregulares que sostienen la economía norteamericana
En este sentido, Trump tendrá que enfrentarse con la fuerza de un movimiento como Black Lives Matter que hoy por hoy es posiblemente la manifestación de movimiento más fuerte de Estados Unidos. En lo que toca a los aspectos puramente migratorios, podemos estar completamente seguros de que el programa de máximos de Trump no se va a cumplir, no se va a construir un muro en la frontera con Mexico, y menos pagado por México, y no se va a expulsar masivamente a los millones de migrantes irregulares que sostienen la economía norteamericana.
Lo que evidentemente sí va a suceder es que se van a endurecer las condiciones de vida para estos millones de ilegales, su integración social se va a complicar enormemente y sus, de por sí miseros, salarios van a bajar aún más. Si hay un sector social que sí va a sufrir un gobierno de Trump ése es el de los migrantes irregulares, veremos qué formas de lucha y resistencia genera esta situación.
Trump ha rescatado, sobre todo a lo largo de su campaña frente a Hillary Clinton, las famosas guerras culturales, que definieron el enfrentamiento entre neocons y progres a lo largo de los años 90 y de principios de los 2000.
Quizá este momento haya sido su momento de mayor virulencia desde que existe un marco político que invierte los valores de las clases urbanas educadas de las dos costas, para convertirlos en armas políticas contra esos mismos sectores.
En un sentido extraordinariamente perverso pero efectivo, las sucesivas acusaciones de violación de Trump o sus insultos a casi todos los grupos étnicos que viven en Estados Unidos, lejos de pasarle factura, han sido vistos por sus votantes como una manera de vengarse y golpear al feminismo y el multiculturalismo de los "privilegiados" progres urbanos.
La respuesta más o menos automática, de estos sectores calificando de "analfabetos", "paletos" o, simplemente, "imbéciles" a los votantes de Trump no hace sino reforzar esta dinámica de guerra cultural. "Somos imbéciles, pues aquí tenéis a nuestro imbécil para gobernaros" parece ser la declaración de los sectores relegados que han aupado a Trump a la presidencia.
Las guerras culturales no son, ni mucho menos, un asunto puramente norteamericano. Las hemos visto en pleno funcionamiento durante el referéndum del Brexit y las hemos visto en España, a nivel macro durante los gobiernos de Zapatero, y a un nivel local durante el primer año de gobierno carmenista en Madrid.
Haríamos bien, tanto aquí como en otros contextos, en tomar nota de las vías de escape de esta especie de bucle que convierte las demandas de igualdad económica, de genero y racial en una especie de capricho privilegiado progre. Por supuesto, poner el foco en las condiciones económicas y materiales de las mayorías sociales ayuda a escapar de este marco. Un enfoque que, desde luego, alguien como Hillary Clinton, o más generalmente el mainstream del Partido Democráta es incapaz de hacer creíblemente.
Para las posiciones igualitarias –de clase, de raza y de género– es fundamental desvincular nuestras demandas políticas del marco cultural progre y de sus políticas de gestos para imbricarlas en las luchas materiales
De hecho, poner como candidata a alguien como Hillary Clinton que resume sobre sí todas las miserias del mainstream progre es poco menos que aceptar gustosamente este marco y dar una ventaja casi insalvable a la derecha. De hecho, si en estas elecciones la victoria de Trump se ha cimentado sobre la abstención de sectores en principio contrarios a él, tanto como por el voto de sus sectores favorables, es sin duda, por el escepticismo que genera una figura del establishment como Hillary Clinton. En general, y ésta es muy probablemente la lección de estas elecciones, para las posiciones igualitarias –de clase, de raza y de género– es fundamental desvincular nuestras demandas políticas del marco cultural progre y de sus políticas de gestos para imbricarlas en las luchas materiales.
Como también ha venido sucediendo en otras elecciones recientes, la victoria de Trump muestra a las claras otra crisis: la de la politología mainstream y la de los sondeos demóscopicos. Crisis que no deja de ser, también en Estados Unidos, un reflejo de la profunda crisis de la política representativa.
En un momento de descomposición social y política abierta en medio mundo, las encuestas y los politólogos han demostrado su total incapacidad para leer la situación actual.
Las encuestas demoscópicas muestran imágenes de estados ya superados, fotografías del pasado, de las corrientes sociales de fondo en las sociedades capitalistas occidentales.
Desde luego, un saber orientado a interpretar las preferencias políticas de las clases medias en situaciones de alta estabilidad, fundamentalmente la de los contextos capitalistas de los años del keynesianismo-fordismo de posguerra se resiente necesariamente de la crisis de la clases medias, una crisis que no sólo afecta a las posiciones materiales de los estratos centrales, sino también y de forma más importante en términos políticos, a las representaciones que la clase media tiene sobre sí misma y que la constituyen como tal.
La búsqueda del centro político como base de una victoria electoral, ese adagio politológico que hemos soportado durante años, está muerta y enterrada
Esto tiene una consecuencia política inmediata, traducible a nuestro contexto político sin demasiado problema, la búsqueda del centro político como base de una victoria electoral, ese adagio politológico que hemos soportado durante años, está muerta y enterrada.
Cuanto más extremo y radical sean las posiciones, más posibilidades electorales tiene.
Desde luego, no vale cualquier posición extrema y radical, pero desde una posición demócrata radical este esclarecimiento de nuestras posiciones y demandas se debe hacer por vías organizativas capaces de incorporar líneas estratégicas desde los sectores más activos socialmente y nunca mediante la interpretación de unas encuestas demoscópicas que, ahora mismo, han dejado de ser fiables. Y esto vale tanto para EE UU como para la realidad política española.
Volviendo a Estados Unidos, este país hegemónico en el orden capitalista es la mejor representación del desmoronamiento del orden capitalista global al que estamos asistiendo. Aunque la victoria de Trump sea claramente un giro reaccionario, Estados Unidos es un país en pleno conflicto político.
No sólo tuvo allí lugar, con una enorme repercusión global, el movimiento Occupy Wall Street, que señalaba al corazón del modelo financiero como una máquina de generar desigualdades y sumisión a sus intereses mediante el endeudamiento masivo.
La campaña de primarias de Bernie Sanders, que recogía mucha de la energía política del OWS, estuvo muy cerca de conseguir la nominación a candidato presidencial, y de hecho no lo hizo porque su partido, el demócrata, lo consideró mucho menos "centrista" que Hillary Clinton, con los resultados ya vistos en la madrugada del miércoles.
Por lo demás, Estados Unidos es un país extraordinariamente rico en movimientos sociales autoorganizados que, en no pocas ocasiones, se centran en demandas locales muy concretas con un nivel de pragmatismo y eficacia bastante notable. Que el Partido Demócrata haya sido capaz, veremos si es la última vez, de captar esta dinámica social de contestación y llevarla a su molino de la representación no ha hecho más que acelerar la crisis de la representación en Estados Unidos, pero no ha anulado esta energía política.
Podemos esperar, sin pasarnos de optimistas, que dado el corto recorrido macroeconómico que tendrán las apuestas de Trump y su casi seguro enfrentamiento con los sectores hispanos y afroamericanos, esta conflictividad social volverá a emerger más pronto que tarde.
Estamos en una coyuntura de lucha abierta en medio mundo para definir cómo va a ser el mundo del futuro. Un futuro que ya no va a estar marcado por la fuerza progresista del capital, es decir, el capitalismo, fundamentalmente financiero hoy, no va a ser capaz de organizar nuestras sociedades y orientarlas hacia un horizonte de futuro.
El que esta coyuntura tenga una salida reaccionaria de nuevo dominio oligárquico, cierre de grupos sociales y países sobre sí mismos o una salida que cuestione y supere el orden financiero y lo sustituya por otro de redistribución de la riqueza y derechos a nivel global será el resultado de cómo resulten estas luchas.
En España, tenemos sin duda, la responsabilidad, sobre todo dentro del marco europeo aunque también en términos globales, de haber sido uno de los pocos lugares donde, gracias al 15M, la ola reactiva que ha tomado la delantera política en muchos otros lugares no ha tenido apenas efecto.
Esto, desde luego, está lejos de vacunarnos contra fenómenos de este estilo en el futuro, de la misma manera que en Estados Unidos, Reino Unido o Francia, la delantera de la derecha reactiva y xenofoba se puede revertir, puede suceder aquí.
Desde luego si Podemos, que hoy por hoy es quien ostenta esta responsabilidad, no la asume con radicalidad y ambición, nuestra posición en el conflicto global, y también en nuestra propia batalla interna, se resentirá gravemente.
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