Como en el Rey Lear, la última de las tres preguntas de Cameron se saldan con un resultado inesperado y abren un sinnúmero de nuevas cuestiones.

La noche de San Juan en nuestro pequeño pueblo de Cantabria la celebramos de forma modesta: una pequeña hoguera en el jardín, unos cuantos amigos, nubes de azúcar, un poco de música y un ritual de quema de las cosas de las que nos quisimos deshacernos. Justo antes de ir a la cama lancé a las llamas un trozo de cartón con la palabra #Brexit, pidiendo un deseo para que el asunto desapareciera para siempre. Fue una votación simbólica, la única que pude hacer, ya que, como expatriado británico (¿ahora tendría que decir "Brexpat"?) de más de 15 años, ya no tengo derecho a votar en mi tierra natal.
Me desperté temprano, sudando, de un sueño en el que había ganado la opción de salir y bajé para asegurarme de que sólo se trataba de un sueño de una noche de verano; pero descubrí que, al contrario, el referéndum del Brexit se había convertido en el primer acto de una tragedia digna de Shakespeare en el pleno de sus poderes: horrible de ver, pero no puedes quitar los ojos del escenario, la caída hacía el caos siendo tan cautivadora como inexorable. El argumento había salido directamente del Rey Lear: Un rey vanidoso hace tres preguntas imprudentes [los tres referendos de Cameron: el sistema de votación, la independencia de Escocia y la UE], y la tercera vez no consigue la respuesta que quería, y el Reino se le cae a pedazos.
Me llevé un choque profundo, como mucha gente, incluyendo algunos votantes a favor de salir, que pensaban que sólo era un voto de protesta, porque Permanecer iba a ganar y la gente joven que no se molestó en votar, y se despertó para ver que sus mayores habían votado borrar su identidad europea.
Ahora tengo 46 años. Tenía 22 en 1992, el año que se firmó el Tratado de Maastricht, creando la Unión Europea, y recuerdo la sensación de desorientación, como si durante la noche se hubiesen llevado a mi país y lo hubiesen sustituido por algo nuevo, desconocido, más grande, más diverso, llamado la Unión Europea. En el referéndum del Brexit, tiene perfecto sentido para mí que la gente de mi edad o mayores, quienes en 1992 tenían más de 21 años, con su identidad ya establecida, hubiera votado mayoritariamente a Salir, mientras la gente más joven votó mayoritariamente Permanecer. Y, por supuesto, los lugares con los enlaces más fuertes a Europa votaron Permanecer: Londres, la capital multicultural; Escocia, con su "vieja alianza"; Irlanda del Norte que, únicamente en el Reino Unido, comparte una frontera con otro Estado Miembro.
Pero en cuanto al resto de Inglaterra y Gales, me consternaba ver el impacto que tuvo el mensaje de la campaña para Salir. No sólo en los lugares más pobres. Mi distrito de Warwick era el único en su región de West Midlands que votó Permanecer. Birmingham, Coventry, diablos, incluso Stratford-upon-Avon, uno de los lugares más turísticos del mundo, punto de referencia mundial, que suelo mencionar como lugar de donde provengo, votó a favor de Salir. En Devon, el condado que veo como un hogar espiritual, solamente el capital Exeter y el centro hipster Totnes votaron Permanecer.
Tal vez la cruda realidad es que en toda mi vida, solamente había conocido mi tierra natal a medias. Siendo mitad americano, nunca había sentido que encajaba al 100%, y no fue un gran paso de allí a pensar que Inglaterra, con sus obsesiones de clase, estreñimiento político, pretensiones imperiales y su silenciosa desesperación, era una prisión de la que necesitaba escapar. Pero todavía sentía que era mi país, no quedaba muy lejos, y siempre iba a poder volver, ¿no? ¿No?
Tres días después del referéndum, vino la elección del 26J y sus resultados, no tan chocantes aunque sí un tanto desalentadores para los que seguimos añorando una Democracia Real a cinco años del 15M. No sé si la culpa ha sido del miedo a la inestabilidad post-Brexit, o las arraigadas estructuras del poder bipartidista; pero había oído a varias personas decir que no creían que Podemos fuera menos elitista que los otros partidos, y que ¿qué sentido tenía cambiar la casta por la neo-casta? Yo sólo sé que donde haya un micrófono, aparecen personas que saben agarrarlo y no soltarlo. A lo mejor, muchos de los que se hicieron con el micrófono en el 15M todavía lo tienen.
Por la razón que fuera, aquí no hubo grandes cambios del 20D al 26J; y mientras que los partidos en Madrid empezaban a recalentar sus negociaciones del invierno pasado, al otro lado del Golfo de Vizcaya la hoguera del establishment británico sigue ardiendo. Sin lugar a dudas, el choque de Brexit ha provocado el comienzo de una nueva crisis económica mundial que se desenvolverá en los próximos años, sin el más mínimo respeto por las fronteras nacionales. Esa crisis, como la última, estaba destinada a venir tarde o temprano; nada ha sucedido para hacer el sistema global político y financiero más estable ni sostenible desde el 2008; y la crisis se va a producir a pesar de que el Parlamento obtenga un acto para invocar el artículo 50 y salir formalmente de la Unión Europea este año, el año que viene, algún día o nunca. Una semana después del referéndum ya hemos visto el colapso de la libra, del partido laborista y del equipo la selección de fútbol inglesa; ¿qué será lo siguiente?
Pero así como hace falta una nación muy especial para perder un partido de fútbol contra de un escuadrón de jugadores a tiempo parcial de una isla volcánica con menos del 1% de su población, hace falta una nación especial para votar por su propio colapso. Y de alguna manera esto me da esperanza. Sin estar de acuerdo de ninguna manera con los mentirosos y trolls que dirigieron la campaña para Salir, diría esto: estas personas representan la sombra de nuestra cultura violenta, mecanizada, inhumana, a la que tenemos que mirar bien, por muy fea que sea. Y en estos días desde el referéndum, he llegado, con dolor y muchas dudas, a pensar, desde una perspectiva ecológica, que la votación para Salir puede ser, realmente, algo bueno, si podemos hacer buen uso de ello. Dada la malignidad extrema de la economía capitalista mundial, tal vez un colapso voluntario (si tal cosa es posible) nos da la oportunidad de salvar lo que podamos de nuestro preciado patrimonio ecológico y cultural. Cuando lo que sería un mes de lluvia cae en Londres –específicamente– el día del referéndum, tal vez pueda servir como un recordatorio de que aunque Gaia no tiene voto, sí tiene sus intereses, que necesitamos urgentemente hacer coincidir con los nuestros: porque es ella la que estamos quemando en nuestra hoguera de los siglos.
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