Para los autores, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona, la imagen de consenso y piedra angular de todo, otorgada a la Constitución durante estas décadas, ha supuesto un escollo para la profundización democrática.
Cada efeméride de la
Constitución trae consigo
una postal similar: la de
una clase dirigente casi
unánimemente dispuesta a entonar
las loas de un texto presentado como
insuperable garantía de convivencia,
unidad y libertad. A tres
décadas de su aprobación, sin embargo,
esta imagen sacralizada del
texto de 1978 resulta un escollo para
la profundización democrática.
Hija del miedo, de una adhesión
casi forzosa a las condiciones impuestas
por los sectores duros y moderados
del régimen franquista, la
Constitución ha condicionado notablemente
el desarrollo político posterior.
No tal o cual artículo, sino la
interpretación dominante de la misma,
sus principales leyes de desarrollo,
las actuaciones y omisiones
que han alterado su sentido o la
han privado de efecto. Es el propio
sistema constitucional, en realidad,
lo que se ha convertido en elemento
de bloqueo para una genuina regeneración
democrática.
La democracia española, 30 años
después, sigue siendo una democracia
de baja intensidad. Éste fue el
modelo que se fraguó en la Transición
y nunca fue del todo contradicho.
Ahí están, como prueba, la exigua
iniciativa para reformar una legislación
electoral que distorsiona
la voluntad ciudadana, la mezquina
cabida dada a iniciativas legislativas
populares o referéndum, la negación
del derecho a voto de los migrantes,
la lamentable evolución de
la legislación sobre partidos o, simplemente,
la dificultad para asumir
en términos no criminalizadores el
conflicto y la disidencia política.
Esta sensación de bloqueo es extensible
también al ámbito social.
La Constitución del ‘78 fue aprobada
en los inicios de la crisis del Estado
de Bienestar, y los Pactos de La
Moncloa dejaron claro desde un
principio las líneas rojas que no podían
transgredirse en materia económica.
Así, los derechos sociales
recibieron un reconocimiento debilitado
y su desarrollo acabó supeditado
a criterios de “estabilización”
económica que no beneficiaron a
todos por igual. La incorporación
acrítica al proceso de integración
europea y, sobre todo, la asunción
de los criterios de convergencia consagrados
en Maastricht, acabaron
por forjar un corsé neoliberal que
neutralizaría el despliegue de la
Constitución social y ambiental. Los
resultados saltan a la vista: la economía
española ha crecido, sí, pero
en un sentido irracional, insostenible
e injusto, con estándares sociales
y ecológicos muy inferiores a los
de otros países europeos.
Otra de las hipotecas heredadas
tiene que ver con el pluralismo territorial.
Todavía en 1977, una parte
importante de la izquierda –incluidos
el PSOE y el PCE– reclamaban
un Estado federal respetuoso con el
derecho democrático a la autodeterminación
de los pueblos. La
Constitución, empero, se limitó a
consagrar un modelo abierto de
descentralización, condicionado
por la “indisoluble unidad de la
Nación española” y cuya integridad
el artículo 8 confía al Ejército. El
Estado de las autonomías se desarrolló
así a regañadientes. Las resistencias
centralistas y españolistas
no dejaron de aflorar una y otra vez.
Desde la LOAPA (Ley Orgánica de
Armonización del Proceso Autonómico,
1982), de infausta memoria,
hasta la reciente sentencia del Tribunal
Constitucional sobre la ley de
consultas vasca.
Otro tanto podría decirse de la
monarquía, que amparada en el mito
del “motor de la democracia”, terminaría
por convertirse en una institución
superprotegida constitucional
y penalmente y prácticamente
blindada a la crítica social. O de la
ausencia, en suma, de una sólida
cultura antifranquista, que permita
juzgar con naturalidad crímenes
que no sólo ofenden a sus víctimas,
sino al conjunto de la sociedad.
Se podrá decir que esta lectura
peca por simplista. Que en el balance
pesan más los avances que los
retrocesos. Tal vez. Pero buena parte
de los avances políticos, sociales,
culturales de los últimos años han
estado vinculados más a luchas cotidianas,
persistentes, construidas
desde abajo, que al marco constitucional
gestionado por las clases dirigentes.
Treinta años después, es
imprescindible una revisión profunda
y profana del mismo, que lo despoje
de su aura de sacralidad. Una
crítica de este tipo no puede reducirse
a una simple apelación a la reforma
constitucional, cuyos rígidos
mecanismos son parte del problema.
Exige algo más. Acaso la movilización
y organización, lenta pero
firme, de una opinión pública realmente
democratizadora, y por tanto,
constituyente.
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