Historias de resistencia
Cuentos de miedo, trabajo por la paz: escenas del campo en Colombia

Las comunidades campesinan reclaman espacios de autogobierno, a salvo de los intereses empresariales y la violencia de los paramilitares.

17/04/16 · 8:00
“Desde Bogotá nos mandan a morirnos a los campesinos". / / Miguel Sangüesa

El extranjero se sienta en la mesa, envejecida por los años a la intemperie. El intenso calor y las fuertes lluvias del llano hacen que la madera se humedezca por dentro, se agriete y se combe, formando una serie de resaltos que hacen que resulte difícil apoyar la taza de café. La noche empieza pronto en las zonas rurales, apenas son las siete de la tarde pero ya la oscuridad sabe a conversación, a cuentos y viejas historias. La débil luz de una bombilla de bajo consumo, rodeada de mosquitos, colorea apenas la escena. Uno de los campesinos, recio, de tez oscura, continúa el relato que absorbe la atención de sus compañeros de mesa. El extranjero escucha.

— Los manes dieron bien duro allá, en la Gabarra. En aquellos días se podían juntar hasta cinco mil personas, en los días de mercado. La gente venía por el río, en las canoas, y si uno se soltaba de su compañero en la calle, ya le perdía hasta que la zona se despejaba. Se gastaba harta plata allá, en el trago, en las viejas. La coca dejaba harta plata en la zona.

Por la zona, se refiere a la ribera del río Catatumbo, que cruza el noreste de Colombia y se adentra en Venezuela para desembocar en el lago Maracaibo. Por los manes, los integrantes del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia, los paracos, como les dicen. Por dar duro, asesinar, mutilar, violar y sembrar el terror entre la población.

La Gabarra es una pequeña población del departamento de Norte de Santander, triste escenario de una de las peores masacres de la arremetida paramilitar de finales de los años 90. Un hecho traumático prácticamente desconocido, tanto para los europeos que recibimos la información sobre Latinoamérica con cuentagotas como para muchos de los habitantes urbanos del propio país.

A las puertas de la firma de unos acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC, que previsiblemente supondrán la transformación profunda de un conflicto armado, político y social que dura ya más de 50 años, la relación entre campo y ciudad sigue siendo paradójicamente distante. Como reza una vieja máxima campesina, “en la ciudad no se habla del campo, pero se piensa en nosotros tres veces al día”.

Según estadísticas recientes del PNUD, el plan para el desarrollo de  las Naciones Unidas, Colombia tiene un 32% de población rural. Detrás de esta cifra se esconden enormes extensiones de terreno semiabandonado por el estado, presente únicamente a través del ejército y la policía.

Los servicios públicos e infraestructuras brillan por su ausencia, y el acceso a los mercados para sus habitantes es poco menos que quimérico, dificultado al máximo por los diversos tratados de libre comercio firmados por el gobierno. En este espacio, compartido con indígenas y afrodescendientes –grupos reconocidos constitucionalmente, que cuentan con formas de autoorganización propias– el campesinado trabaja día tras día, no únicamente en sus tareas agrícolas o ganaderas, sino en propuestas concretas para su reconocimiento político, económico y social.

Una de las principales demandas es la de contar con su propio medio de protección territorial, al estilo de los resguardos indígenas o cabildos afros, para garantizar la soberanía alimentaria frente al avance del extractivismo petrolero y minero y los grandes monocultivos industriales.

Si bien en la legislación colombiana existe la figura la Zona de Reserva Campesina, ésta ha sido continuamente desautorizada y desatendida, desde la negación de los presupuestos correspondientes hasta la estigmatización. El expresidente Álvaro Uribe llego a decir públicamente que no eran sino “reductos de la guerrilla”. Y es precisamente esta identificación, “campesino” igual a “insurgente”, basada en el origen agrario del conflicto, la que dificulta el entendimiento y legitima la violencia que se ejerce desde diversos grupos armados.

— Entraron el sábado en la noche. Por la tarde ya habían desaparecido los retenes del ejército, los que hay en la carretera de Tibú, usted los ha visto —señala al recién llegado— pues ese día se volaron. Por ahí vinieron, eran casi 150, encapuchados, de uniforme. Ya de noche, cortaron la luz, y fue la señal para que entrasen en el pueblo. Los hijueputas le dieron a todo lo que se movía, dicen que hay 49 muertos pero fueron más de cien, lo que pasa es que muchos están en el fondo del río. ¿El ejército? Dijeron que la guerrilla había minado el puente, que por eso no podían pasar. Pura mierda. A lo que se dedicaron fue a tirar bengalas, para iluminar el pueblo, que la gente viese lo que pasaba, que tuvieran miedo. Te estaban matando a tu vecino a machete y de repente la luz de la bengala. 

El campesino hace una pausa, toma un sorbo de café y prosigue su historia. La audiencia se divide entre la complicidad de los que saben el cuento de memoria, por repetición o por vivencia propia, y la tensión de los que lo escuchan por primera vez.

Esta historia, basada en conversaciones reales, sirve como muestra de lo que sucedía hace escasos 15 años en muchas zonas tradicionalmente campesinas del país. Las AUC combatían a la insurgencia atacando lo que ellos consideraban sus “bases sociales”, esto es, cualquier tipo de persona que se organizase política o socialmente. Estos grupos paramilitares, “llegaban donde el Estado no podía”, y está de sobra documentada su relación tanto con mandos medios y altos del Ejército Nacional como con importantes figuras de las clases políticas y empresariales.

Una de las principales demandas campesinas es la de contar con un propio medio de protección territorial, al estilo de los resguardos indígenas o cabildos afros

Supuestamente, las autodefensas se desmovilizaron en 2005, dejando tras de sí cifras aterradoras de muertos, desaparecidos y desplazados. Y sin embargo, a la hora de escribir estas líneas, las amenazas y asesinatos de líderes campesinos siguen a la orden del día, bajo la nueva denominación de BaCrim o Bandas Criminales.

La violencia es aún alarmantemente alta. Y no se trata solo de violencia directa paramilitar. Aún en medio del proceso de paz, el conflicto sigue su curso. Las políticas antinarcóticos del gobierno se basan en la erradicación de cultivos de coca, cultivos que muchas veces suponen el único sustento de familias enteras, sin ofrecer a cambio ningún tipo de alternativa.

Se acuerdan mesas de diálogo en las que sistemáticamente se incumplen los acuerdos. Y cuando estas familias deciden salir a las calles o a las carreteras a protestar, el coste es demasiado alto –en la última gran manifestación campesina, hubo 12 muertos y centenares de heridos–. No se puede obviar que, en esta guerra –en todas las guerras, en realidad– todos los bandos, guerrillas, ejército, paramilitares, se han nutrido de jóvenes sin oportunidades para los que empuñar un arma significaba un medio de vida. En palabras de un joven cabo del ejército colombiano, “desde Bogotá nos mandan a morirnos a los campesinos. Porque la tropa, y la guerrilla también es tropa, salimos de acá, del campo”.

Por todo ello, se hace imprescindible escuchar la voz de los hasta ahora olvidados o señalados. Escuchar las propuestas de defensa de un modo de entender la vida y el territorio, de una economía al servicio de las personas. Escuchar el reclamo de la paz con justicia social. Es la única manera de que la firma de los acuerdos pueda suponer también el fin de todas las violencias. De que nunca más nos tengan que contar historias como la de la Gabarra.

— A mi suegro le dieron plomo. Le tenían en la lista, se presentaron en su puerta diciendo que tenía orden de salir. El dijo que para qué, y le dijeron que si no tiraban un cilindro dentro y que iba a ver si salía, él y todos los que hubiera. Y claro, tenía dentro a la compañera y a la hijita, mi mujer, usted la conoce. El man salió y le dieron bala en la nuca. Fue el único superviviente de los que estaban la lista, quedó tetrapléjico. De ellos iban dos, el que disparó le mandó al otro revisar la casa, por si quedaba alguien, para acabarle también. La mamá de mi mujer la cogió y se escondieron en la pieza, debajo de una de las camas. Se quedaron en silencio, escuchando. Sentían los pasos, las puertas al abrirse. De repente, dizque vieron unas botas enfrente de ellas. El man se agachó y las vio, encogidas. La miró a los ojos, a la mamá, y le hizo una seña, así como para que se callara. Se fue diciendo no hay nadie, mi sargento. El hijueputa se la jugó, si se llega a enterar el mando, les pelan a los tres. — Tras una pausa, el narrador irrumpe en una inesperada carcajada. —¡Ay, hijuepuerca! El man se la jugó por ellas.

La historias siguen, muchos de los presentes quieren compartir sus recuerdos de aquellos días en los que huir era la norma. Pasado el rato, cuando se acaban las palabras y cada uno parece encerrarse en un pasado no tan lejano, van alzándose. Se dirigen hacia un tomadero cercano, donde una canasta de cervezas y el alegre ritmo del vallenato les levantarán el ánimo. El extranjero se queda solo, en silencio, observando la parpadeante luz blanca de la bombilla.

Durante un año, como miembro de la ONG International Action for Peace (IAP), Miguel Sangüesa ha acompañado a diversas asociaciones campesinas y defensoras de derechos humanos en Colombia. En este tiempo, ha podido convivir con ellos y conocer de primera mano sus propuestas para la defensa del territorio y la soberanía alimentaria. Con esta serie de artículos intenta acercar a los lectores y lectoras europeos parte de esa realidad campesina y algunos de los ámbitos en los que trabajan y sus problemáticas concretas.

Agradecimientos: Asociación Campesina del Catatumbo ASCAMCAT, Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra ACVC, Asociación de Trabajadores del Campo de Tolima ASTRACATOL, Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina ANZORC y Fundación DHOC por los Derechos Humanos en el Centro y el Oriente Colombiano.

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