Lo que tienen en común

Los autores repasan algunas de las esperanzas frustradas y oportunidades futuras que el Ayuntamiento de Barcelona no debe desdeñar si quiere demostrar que se trata de algo más que un proyecto político con una bonita retórica discursiva.

, miembros del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (OACU).
07/04/16 · 11:37
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y el secretario general de Hábitat III, Joan Clos. / Universitat de Barcelona

El pasado lunes se celebró en Barcelona una reunión preparatoria de la que será la próxima conferencia de Naciones Unidas sobre vivienda y desarrollo urbano sostenible, más conocida como HÁBITAT III.

El magno evento, que tendrá lugar el próximo octubre en Quito, Ecuador, aprobará una Nueva Agenda Urbana que pretende establecer, a nivel internacional, un abanico de pautas y criterios comunes con los que hacer frente al futuro crecimiento urbano de nuestras ciudades.

En línea con ese objetivo, no debe sorprender que el encuentro, inaugurado por la alcaldesa Ada Colau y el ex alcalde socialista Joan Clos en calidad de Director Ejecutivo del Programa ONU-HÁBITAT, se centrara precisamente en el tan en boga derecho a la ciudad.

Si hubiera que destacar alguna coincidencia entre los discursos de Colau y Clos, ésta sería la importancia concedida al espacio público, elemento que, en palabras de la propia alcaldesa, debería constituir el "principal espacio democratizador de la ciudad".

Así, la líder de Barcelona en Comú insistió en la potencialidad que dicho espacio mostraría, no sólo para impulsar el desarrollo económico de la ciudad, sino, y por encima de todo, su importancia como palanca de mejora de cuestiones de carácter social.

Si hubiera que destacar alguna coincidencia entre los discursos de Colau y Clos, ésta sería la importancia concedida al espacio público, elemento que, en palabras de la propia alcaldesa, debería constituir el "principal espacio democratizador de la ciudad"

Pero esa visión, que enfatiza sobre manera la importancia del intervencionismo urbano, no puede atribuirse originalmente al Gobierno de los comunes, sino que, más bien, tendría su origen más inmediato en las extintas administraciones municipales de Pascual Maragall. No hay que olvidar que fue el también Molt honorable el que afirmó que "la mejora del espacio público es relevante para la resolución de los problemas económicos y sociales".

El Gobierno municipal de Barcelona en Comú no ha negado nunca su vinculación simbólica y sentimental con el pasado maragallista de la ciudad.

Más allá del impulso que la candidatura pudiera recibir de personajes íntimamente ligados a las primeras administraciones socialistas de la capital catalana, la propia Ada Colau se encargaría de confirmar este hecho, poco después de prometer el cargo, al recibir al ex alcalde en su despacho de la Plaça Sant Jaume y, desde entonces, tampoco ha dejado pasar la oportunidad de manifestar la importancia del legado de Maragall para la ciudad.

La llegada de Barcelona en Comú al Ayuntamiento en parte supondría, además, la aceptación del "modelo Barcelona" y, ligado a ello, el reconocimiento explícito e ineludible de la "teoría de las etapas" del urbanismo barcelonés.

Hablamos de la presunción según la cual existió una época dorada, entre los inicios de la Transición y la designación de Barcelona como ciudad olímpica en 1986, donde fue posible poner en marcha un urbanismo ciudadano de pequeñas intervenciones, dignificación y construcción de espacios públicos y zonas verdes, dotación de equipamientos y satisfacción de necesidades colectivas vecinales largamente demandadas.

Así, en el revelador volumen Urbanismo en el siglo XXI, publicado en 2004 y coordinado por Jordi Borja y Zaida Muxí, el actual regidor de Sant Martí Josep María Montaner propuso una sugestiva reconstrucción de dichas etapas analizando la evolución que dicho modelo experimentó entre los años 1979 y 2002.

Según el renombrado arquitecto, a esa primera y mítica fase inicial le seguiría otra que, abarcando el período comprendido entre 1986 y 1992, se centraría en el despliegue y desarrollo de las infraestructuras y reformas necesarias para llevar adelante los Juegos; seguida de un tercera, que se extendería desde 1993 hasta finales de los noventa y que estaría caracterizada por la inercia de la Barcelona Olímpica y el peso de la deuda municipal, y una cuarta y última que comenzaría a perfilarse en 1995 y se consolidaría con la aprobación del proyecto Diagonal Mar y la promoción del Fòrum 2004.

Desde luego, esta teoría de las etapas urbanísticas no pretende ser absoluta, pero si decidimos aceptarla, quedaría patente que el período correspondiente al nacimiento, esplendor y estancamiento del "modelo Barcelona" aparecería encarnado por la alcaldía de Pascual Maragall, quien ostentó ese cargo entre 1982 y 1997.

Asimismo, esa nueva forma de intervenir social y urbanísticamente en la ciudad acabaría configurando un potente imaginario colectivo donde la cotidiana conflictividad social, política, económica y cultural de gran parte de la ciudadanía quedaría relegada a las oscuras décadas del Franquismo, mostrando el periodo posterior como inherentemente próspero y luminoso.

Sin embargo, revisiones posteriores de aquellos años mostrarían ciertos fallos del modelo como, por ejemplo, la falta de atención municipal a la vivienda, a las políticas de suelo, etc.

De hecho, si bien antes de las olimpiadas existía cierta despreocupación y confianza en el liderazgo ejercido por la administración pública en su colaboración con el sector privado como partes fundamentales de esta forma de operar, finalmente la primera acabaría cediendo la dirección de la política urbanística al segundo, situación en parte responsable de la actual condición de la ciudad.

El Ayuntamiento de Barcelona en Comú se presenta igualmente como una especie de asalto a los cielos municipales por parte de distintos colectivos sociales y se dota de un relato pleno de referencias a elementos recogidos de éstos que se suponen indiscutiblemente progresistas

Por otro lado, si los socialistas de los 80 se presentaron a sí mismos como continuadores y ejecutores de las demandas sociales del potente movimiento vecinal de la década anterior, algo que se vio ampliamente reflejado en la construcción simbólica y discursiva de los correspondientes Gobiernos, el Ayuntamiento de Barcelona en Comú se presenta igualmente como una especie de asalto a los cielos municipales por parte de distintos colectivos sociales y se dota de un relato pleno de referencias a elementos recogidos de éstos que se suponen indiscutiblemente progresistas.

Términos como "empoderamiento", "redes comunitarias", "participación", "cooperación", "transparencia" y "bienes comunes", entre otros, se consolidarían como referentes éticos del discurso político actual, esto es, idóneos para conceptualizar a un nivel meramente teórico el ideal de un urbanismo cívico o del bien común, pero intrínsecamente incapaces de alcanzar su aplicación práctica en el día a día.

Se trataría, en definitiva, de una suerte de pantalla discursiva que se nutre de un supuesto "consenso político y profesional forjado en los años ochenta y noventa", pero que, en realidad, podría no dejar ver el bosque de las intervenciones municipales más controvertidas.

En esta dirección, los ejemplos –urbanísticos o no- abundan. Es suficiente pensar en la actuación con respecto al fenómeno del top manta, con operaciones imprevistas y cuestionables en la zona del Puerto o las Ramblas, algo que ha dado lugar a la auto-organización de los vendedores en torno a un Sindicato Popular; la aplazada derogación o modificación de la Ordenanza Cívica; la participación municipal ciertamente acrítica en un evento como el Mobile World Congress 2016 y la respectiva desactivación de las luchas sociales relacionadas al mismo; el enfrentamiento a los sindicatos en torno a la negociación colectiva en los transportes metropolitanos; la embarazosa cuestión de las licencias turísticas, representando el caso de la torre Agbar uno de los más paradigmáticos; la reactivación de proyectos urbanísticos ampliamente controvertidos, como el referente a Vallcarca, o las expectativas de plusvalías creadas alrededor de las 28 hectáreas del entorno de la desembocadura del Besòs, actualmente bajo calificación industrial, y parte de las cuales son de responsabilidad municipal.

Todas y cada una de ellas serían algunas de las esperanzas frustradas y oportunidades futuras que el nuevo Gobierno municipal no debe desdeñar si quiere demostrar que se trata de algo más de un proyecto político que cuenta con una bonita retórica discursiva.

La frustración de las ilusiones de muchos y muchas barceloneses puede abocar, finalmente, en la vuelta al poder de grupos políticos que no ocultan en ningún momento sus intereses afines a las élites de la ciudad y alejaría, durante mucho tiempo, a una izquierda transformadora de las instituciones municipales con verdadera capacidad y voluntad de actuación.

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