Relato desde un campamento no oficial de la isla griega.

Antes de ser deportado, Amin se despide de las voluntarias en Lesbos. Una nota envuelve el ramo de flores de Amin. Son para María, una amiga voluntaria a la que conoció hace dos meses. En unos días, este paquistaní se entregará a las autoridades griegas o será detenido y esposado en el campo de Moria, convertido en un centro de detención desde el pasado domingo.
El campamento independiente de Better Days For Moria, contiguo al oficial de Lesbos, tiene los días contados. Tras la firma del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía, los ciudadanos paquistaníes como Amin serán trasladados a la península helénica para ser deportados a Turquía.
Este vaciado masivo de las islas griegas es parte del plan que la Unión Europea y Turquía acordaron la semana del 20 de marzo. Con los campos oficiales desalojados, el lunes comenzaba la primera fase del tratado con la detención de todas las personas que desembarcan en las islas.
Stop. Una sospechosa con un pañuelo en la cabeza. “¿Eres de Siria?”
Amin está triste. Cree que será su último día en Moria. “Ya se han llevado a dos amigos míos”. Expresa su angustia ante el inminente viaje a Turquía. “No quiero volver allí”. Baja la cabeza y sus ojos se iluminan. “Prefiero morir”.
El paquistaní llegó hace dos meses a Mitilene, la capital de la isla griega de Lesbos. En una barca de plástico. Como todos. Creía que su largo viaje terminaría tras cruzar el mar Egeo, pero no fue así, pues su nacionalidad no es bienvenida en la Europa del Nobel de la Paz. “Un gran esfuerzo en vano”.
Recoge flores para María. “¿Ves la nota azul que las rodea? –pregunta Amin–. Es una nota para ella”. Trata de buscarla para darle su regalo antes de que sea demasiado tarde. “Ha sido muy buena amiga durante estos meses”.
Mientras Amin espera, más de treinta compatriotas se despiden entre lágrimas y abrazos de las voluntarias de Better Days For Moria. “Europa nos avergüenza con su falta de humanidad”, exlama Claire, cooperante londinense.
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Son las siete de la tarde. Los refugiados se dirigen al puerto de Mitilene. Cinco minutos antes de las ocho, hora de partida del ferry rumbo a Atenas, decenas de personas suben las escaleras mecánicas hacia el piso de arriba. Las rampas se deslizan y llueven besos.
Stop. Una sospechosa con un pañuelo en la cabeza. “¿Eres de Siria?”. La respuesta afirmativa está en el segundo piso, junto con el resto de refugiados. La negativa, en el primero. La separación está clara y la explicación también. “No son gente de fiar, sólo hay que encender la televisión y ver lo que ocurre en Bruselas”. Además, “huelen mal”.
La noche es larga. Doce horas separan la isla de Lesbos de la península helénica. A las once, el ferry se detiene en Quíos. La misma temática. Los mismos besos. La misma esperanza. Pero esta vez el recibimiento es más cálido.
Los niños corretean por la popa. Un padre intenta dormir a su hijo. Los camareros del barco desprecian a los refugiados, pero aceptan su dinero. Un joven de Arabia Saudí escucha reguetón. Haleema desea ir a Alemania, con su marido y sus hermanos. Ibrahim y Abdulá juegan a las cartas. Los niños dejan de corretear. El barco duerme.
A las siete de la mañana los guardias despiertan el piso de arriba con palabras subidas de tono y gestos bruscos. Mantas, mochilas y niños, todos juntos suben a los autobuses que los llevarán a los campos de la capital griega. “Escuchad. Vosotros no queréis estar aquí. Nosotros tampoco”, advierte un hombre que dice pertenecer a las instituciones políticas griegas.
Las cámaras de televisión captan el momento y los fotógrafos revelan las historias que encierran los retratos, entre los que no está Amin. Hoy no subió al barco, pues tenía que entregar las flores a María.
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