Cada cual con su particular estilo, lo cierto es que unos y otros han emulado una suerte de batalla entre Góngora y Quevedo, recitando en ocasiones una retahíla de metáforas impregnadas de insultos.

Este miércoles, los ciudadanos han asistido a uno de esos partidos en los que las apuestas estaban claras: todos sabían quién iba a perder. Aun así, se quedaron a verlo, porque había juego, emoción y, ante todo, batalla dialéctica. Una famosa frase de origen bíblico dice: “Por sus frutos los conoceréis”. En el caso de ayer, podríamos cambiar “frutos” por “palabras”: la segunda sesión del debate de investidura ha hecho las delicias de analistas políticos y periodistas enamorados de la retórica, las citas y las referencias culturales.
El primer análisis va para el presidente en funciones, Mariano Rajoy, el Viejuno. En un intento de remendar sus recientes meteduras de pata en las declaraciones, llegó al atril con la actitud arrogante de quien cree que tiene un discurso preparado, certero y redondo. Hasta en seis ocasiones apeló al PSOE con frases como: “No se preocupen, que se lo voy a explicar con tanta claridad que hasta ustedes lo van a entender”, o “ya verán como lo entienden, a pesar de ser ustedes”.
No fue fácil. Principalmente porque el líder popular utilizó una jerga más propia del siglo XVII que de nuestra época. Rajoy tiró de expresiones como “el vodevil de la negociación”, “un rigodón con cambio de papeles”, “colarlo de matute”, un “florilegio de medidas”, “el corolario automático”, o “el bálsamo de Fierabrás”, entre otras. Está bien eso de rendir homenaje al año de Cervantes que nos toca, pero utilizar un vocabulario quijotesco no parece la mejor estrategia para llegar a la ciudadanía. Y eso que dijo: “Yo me explico muy bien”. Resultó antiguo, cursi y pomposo, y quedó a un paso de gritar: “¡Cáspitas!”.
En el debate de investidura Mariano Rajoy utilizó una jerga más propia del siglo XVII que de nuestra época
Después vimos el discurso de Albert Rivera, el Grandilocuente. Su estrategia dialéctica consistió en reflejarse en los protagonistas de los grandes acontecimientos de la Historia. Utilizó infinitas referencias a la Transición, a los hombres de Estado que fueron los padres de la Constitución, a los que construyeron “el sueño de la democracia”, y citó, una vez más, a su referente de cabecera: Adolfo Suárez.
“Aquí, como en la Transición, no habrá ni vencedores ni vencidos”, decía el líder de Ciudadanos. El que, sin duda, tendría que haber intervenido varias veces por alusiones ha sido Winston Churchill. Probablemente, a Rivera le haya costado “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” buscar en Google las frases más famosas del histórico estadista británico.
También llamó la atención la intervención de Pablo Iglesias, El Cultivado. Si alguien tocó todos los palos de la cultura, fue él. Primero, lanzó un dardo al candidato socialista comparando su pacto con la pintura de Las Lanzas de Velázquez, la imagen de la capitulación frente a la “Naranja Mecánica”, la película de Kubrick. Tuvo espacio para referencias bíblicas, comparándose la formación morada con un David que utilizó su honda desde las plazas contra Goliat. A Albert Rivera le asemejó con el astuto secretario florentino Nicolás Maquiavelo. Dejó un momento para rememorar a los humoristas Tip y Coll, cantó la letra de Manu Chao y citó a Antonio Machado con su media verdad en forma de cal viva. Finalmente, como una imagen vale más que mil palabras, protagonizó un beso en los labios con el líder de En Comú Podem, Xavier Domènech, que se ha comparado en las redes con el de Mijaíl Gorbachov y Erich Honecker, presidentes de la URSS y la RDA en 1986.
Más soso estuvo Pedro Sánchez, El Conciliador. Se ha ganado el título porque, desde que presentó su pacto con Ciudadanos, su vocabulario ha estado plagado de palabras de conciliación que se ha ocupado de repetir una y otra vez: diálogo, pacto, cambio, acuerdo.
Cada cual con su particular estilo, lo cierto es que unos y otros han emulado una suerte de batalla entre Góngora y Quevedo, recitando en ocasiones una retahíla de metáforas impregnadas de insultos. Sí, su retórica es superlativa, pero no se dan cuenta de que también los jóvenes seguimos la política, y nos gustan, asimismo, las palabras y referencias de nuestro entorno. Y no basta solo con poner gifs y memes en Twitter, aunque es un buen paso.
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