Cuando se cumplen cinco años de la caída de Hosni Mubarak, el panorama político en Egipto se encuentra estancado, certificado ya el triunfo de la contrarrevolución.

Sin novedad en el valle del Nilo. Cinco años después de aquel 11 de febrero que cayó Hosni Mubarak, y dos y medio después del golpe de Estado contra el islamista Mohamed Morsi, el panorama político en Egipto se encuentra estancado, certificado ya el triunfo de la contrarrevolución. Las únicas novedades van siempre en la misma dirección: la intensificación de la represión y la violencia. Tras la tortura y asesinato de Giulio Regeni, un estudiante y periodista italiano, probablemente a manos de las fuerzas de seguridad, ha quedado claro que ni tan siquiera los extranjeros están protegidos de la brutalidad de las cloacas de régimen.
A nivel político, las recientes elecciones legislativas ofrecieron un resultado fácil de prever: la victoria de la coalición pro-Sisi, el retorno de los magnates de la época de Mubarak a la arena política y la práctica desaparición del Parlamento de las fuerzas islamistas, incluidos los salafistas de Nour, a pesar de ser pro-régimen. La nueva Asamblea Popular está muy fragmentada, más o menos como los asesores de Al-Sisi habían previsto cuando diseñaron la ley electoral. Poco se puede esperar de este Parlamento, más allá de cierto postureo. Su elección fue solo otro paso en el camino hacia la reconstrucción del viejo orden autocrático.
Sin embargo, el proceso electoral ha puesto de manifiesto una diferencia significativa entre las arquitecturas de los regímenes de Al-Sisi y Mubarak. Por lo menos en términos de estilo. Mientras que este último gobernaba con la ayuda de un partido hegemónico, el desaparecido Partido Nacional Democrático (PND), el actual rais prefiere contar con el apoyo de varios partidos, en teoría, no directamente asociados con el Palacio Ittihadiya. ¿Por qué Al-Sisi tiene un enfoque diferente hacia el rol del Parlamento que Mubarak? Dos posibles razones me vienen en mente.
En primer lugar, mantener las apariencias. El nuevo régimen no debe ser una copia exacta del antiguo. De hecho, aunque el régimen ha encarcelado a algunos de los principales símbolos de la juventud revolucionaria de Tahrir, y ha ignorado todas sus demandas, la propaganda oficial sigue insistiendo en que es heredero de esa revuelta. Todas las dictaduras necesitan elaborar una narrativa histórica para sus partidarios, aunque sea completamente falsa.
En segundo, crear una "presidencia real". Tal vez Al-Sisi ha aprendido una de las pocas lecciones de la Primavera Árabe: las monarquías están mejor preparadas que las repúblicas para hacer frente a las revueltas populares. Países como Marruecos o Jordania no experimentaron una rebelión de la magnitud de las habidas en Egipto, Libia o Siria.
Estas monarquías son expertas en manipular la escena política para utilizarla como válvula de escape cada vez que hay tensiones políticas. A pesar de que estos países se gobiernan desde palacio, han sabido crear una ficción de democracia, con su parlamento, su gobierno, sus elecciones periódicas y partidos políticos, a los que siempre se puede culpar del mal rendimiento del sistema. El rey es una figura que parece estar siempre por encima del bien y del mal.
Así pues, Al-Sisi puede querer imitar a estos astutos monarcas árabes. El mariscal ha permitido el retorno de la vieja élite corrupta al Parlamento, pero se ha disociado de ella, al menos formalmente. Tarde o temprano, la Asamblea Popular volverá a ser el escenario de oscuros pactos, y el olor de la corrupción manchará la institución que representa la soberanía popular.
Entonces, su ejército de aduladores, bien desplegados en los medios públicos y privados, denunciará los partidos políticos como un grupo de egoístas que sólo buscan su propio interés, y argumentarán que sólo el gran presidente defiende el interés de la nación. Sin embargo, no siempre es fácil transplantar modelos políticos a otras realidades históricas. ¿Funcionará la presidencia “real” de Al-Sisi?
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