Miles de refugiados siguen llegando cada día a Grecia.
Cada día a la isla de Lesbos, la tercera más grande de Grecia, llegan cientos de personas que dejaron atrás los despojos de la guerra y la sombra de la opresión y el hambre, atravesando los 20 kilómetros de mar por el sur, o 10 por el norte, que separan la costa griega de la turca.
Llegar a este lado del Egeo se ha convertido en un reto que, sólo en 2015, consiguieron alcanzar cerca de 850.000 personas en busca de refugio. Otras 800 no lo consiguieron, el agua no dio tregua. Las cifras del primer mes del año 2016 tampoco son alentadoras, ya que más de un centenar de personas han perdido la vida en estas aguas.
Pero conviene no caer en el romanticismo ni en la mitología que señala al Mediterráneo como máximo responsable de estas muertes. Frontex, Europa, Turquía, las mafias y los gobiernos podrían evitarlas. Podrían evitarse estableciendo medidas de viaje seguro, y erradicando así los naufragios y los trayectos de más de tres horas, que miles de personas se ven obligadas a hacer en precarias embarcaciones, hacinadas y enfundadas en chalecos no homologados. Pero con una fuerza motriz: sobrevivir.
Una etapa más
Esta travesía es una etapa más de un camino que comenzó en Siria, Iraq, Irán o Afganistán; pero también en Marruecos, Argelia, Túnez, Eritrea… El origen varía, aunque abundan los que proceden del Mashreq, la zona más oriental del mundo árabe.
Jóvenes, niños y niñas, bebés, mujeres embarazadas, enfermos, familias enteras… son los protagonistas de esta terrible crisis humanitaria que envuelve a Europa en un halo de vergüenza por su nefasta capacidad y disposición de respuesta. Todos ellos coinciden en las vivencias que acumularon en el camino previo a Lesbos. Todos tuvieron que atravesar montañas, fuegos cruzados; además de soportar humillaciones y abusos en países como Turquía.
En Lesbos, en un tramo comprendido entre la ciudad de Mitilene hasta el sur, llegan cada día una media de 12 embarcaciones de plástico abarrotadas de personas que, después de pagar alrededor de mil euros por cabeza a las mafias en Turquía, han ganado el pulso al mar. Con el invierno y las bajas temperaturas, la frecuencia de los arribos a la isla ha mermado, pero siguen siendo diarios.
Esta crisis humanitaria envuelve a Europa en un halo de vergüenza por su nula capacidad de respuesta
Cuando las balsas se acercan a la playa, pequeñas asociaciones, voluntarios y vecinos las reciben con mantas, ropa seca, agua, comida y mucho cariño. Se ha tejido una red de solidaridad espontánea que da calor a cada una de las vidas que llegan.
Un comportamiento que dista bastante del de otras ONG más grandes e internacionales, como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Los trabajadores de esta entidad destacan por su ineficiencia y falta de empatía. Su misión es la de facilitar los autobuses que trasladan a los migrantes y refugiados desde la playa al campamento de Moria, el lugar de registro y de espera para la próxima parada: Atenas.
Lesbos no es el objetivo final. Cada día sale del puerto un ferry hacia la capital helena, abarrotado de solicitantes de asilo que han pagado por el pasaje el doble de lo que haría cualquier turista.
Una vez en Atenas, el viacrucis continuará sujeto a la incertidumbre, a las fronteras, a las vallas, al racismo y a la laberíntica burocracia, hasta algún punto de Europa donde anhelan reanudar la vida y los sueños. Una opción que más de un millón de personas en busca de refugio han elegido, no por capricho, sí por supervivencia.
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