Barcelona en Comú afronta la rebeldía de un cuerpo policial adiestrado para el control social.
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Tras una breve tregua postelectoral, al Ayuntamiento de Barcelona le empiezan a crecer los enanos –tal vez habría que decir los pitufos– en el dossier securitario. La crisis que estalló con la muerte de Mor Sylla, sucedida en Salou en un contexto de evidente acoso policial, ha experimentado una insólita reverberación en la capital catalana.
Varios sindicatos presentes en el cuerpo de la Guardia Urbana barcelonesa, encargada de velar por el cumplimiento de la polémica ordenanza cívica y de perseguir la venta ambulante ilegal en el municipio, han denunciado en el plazo de pocos días hasta siete agresiones por parte de manteros. El argumentario de los portavoces del Sindicat d’Agents de la Policia Local (SAPOL) y de los restantes sindicatos alude, en este caso, a una casuística que resulta familiar: falta de efectivos y de medios para atajar eficazmente un comercio prohibido, y la consabida tibieza del Gobierno municipal, que permite que el problema se enquiste al resistirse, a decir de la propia alcaldesa Colau, a una solución estrictamente punitiva.
El problema no radica en la dificultad para reprimir una actividad sino en el instrumento que se emplea para ello
Cuando el sindicato mayoritario de una policía municipal califica de “brindis al sol” las medidas filtradas por sus responsables políticos, es que el momento no está para sutilezas. Tampoco lo está para diagnósticos compasivos, o para subterfugios que nos desvíen del centro del debate, como por ejemplo la supuesta violencia de los manteros barceloneses.
Todos sabemos que los inmigrantes que se dedican a la venta ambulante de mercancías pirateadas no están, a diferencia de los efectivos de la Guardia Urbana, en condiciones de ser “proactivos” y que la policía siempre reclama su monopolio de la violencia por intrascendentes que resulten los desafíos que afronta.
Ese no es el quid de la polémica desatada en Barcelona. El problema que en este caso afronta la alcaldesa Colau, y por extensión el equipo de BeC, no radica tanto en la dificultad para reprimir una actividad ilegal como en el instrumento que se emplea para ello.
Es importante recalcar que el victimismo que estos días barrunta la Guardia Urbana de Barcelona no es sólo producto de la desconfianza mutua que se ha instalado entre ese cuerpo y el nuevo equipo al mando del Consistorio, ni tampoco de las dudas que suscita el nuevo diseño previsto para ella, y cuyas líneas principales no pueden demorarse por más tiempo. Es, sobre todo, resultado de la incomodidad que experimenta la ciudadanía ante el tipo de conductas que persigue de manera prioritaria la Guardia Urbana. Sus unidades no nos protegen de la delincuencia organizada, ni de los restantes delitos que pudieran concitar una cierta unanimidad.
La Guardia Urbana se siente en el punto de mira y lamenta su suerte como un perro aullando a la luna
El órgano policial de titularidad municipal se ha dedicado, básicamente, a confirmar la tipificación del espacio público como un territorio gobernado por una racionalidad económica verdaderamente desalmada, en la que la libre circulación de mercancías y personas tiende a confundirse sólo en la medida en que las segundas acepten ser tratadas como las primeras. A la progresiva criminalización de las conductas disconformes con un modelo draconiano de los usos y costumbres habilitados para su expresión pública, la Guardia Urbana responde –y no parece casual– con un victimismo que habla más de su propia incomodidad ante la aplicación de esa normativa que de una hipotética inquietud ante la multiplicación fantasiosa de la violencia urbana. La ilegitimidad alcanzada por ese sofisticado ordenamiento urbano que exige la suspensión de toda forma de apropiación que desborde el diseño previsto por quienes, en definitiva, se aprovechan de él tiene su corolario en la sombría militarización que se cierne sobre el espacio público en cada ocasión en que interviene la UPAS, la unidad antidisturbios de la Guardia Urbana.
La falta de adhesión y compromiso con las unidades policiales no es, como resulta obvio, un rasgo atribuible en exclusiva al pueblo barcelonés, pero lo cierto es que en esa ciudad hace tiempo que se ha levantado la liebre, y que proliferan las sospechas sobre lo que la Guardia Urbana persigue y realmente defiende.
Si la Guardia Urbana no ha podido evitar convertirse en una policía del príncipe –en este caso, la administración municipal–, y no en una policía del pueblo, si el control minucioso que impone sobre el espacio público tiende a decantarse siempre en favor de intereses particulares por bien que se presenten como generales, entonces sus miembros no pueden extrañarse de la deserción progresiva de la ciudadanía, ni de que sus modos de acción resulten cada vez más impopulares. Replegada cada vez más sobre sí misma, recelosa ante el abismo que se abre entre sus estrictos protocolos y el civismo realmente vivido de manera cotidiana sobre las calles de la ciudad, la Guardia Urbana se siente en el punto de mira y lamenta su suerte como un perro aullando a la luna, preguntándose, una y otra vez, por qué ya no la quieren. El tiempo dirá si ha llegado la hora de una necesaria reforma.
Otra mancha en el historial de los Mossos
La caída de Mor Sylla desde un tercer piso el pasado 11 de agosto durante una redada de los Mossos d’Esquadra en Salou (Tarragona) está siendo investigada tras la denuncia del hermano de Sylla, quien considera a este cuerpo policial responsable de la muerte de este trabajador senegalés del top manta.
Unas semanas antes se archivaba definitivamente el caso de Yassir El Younoussi, muerto en El Vendrell en dependencias de los Mossos.
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