La rebelión democrática del sur de Europa empezó en Túnez, en Egipto, pero también en Siria: el 15 de marzo de 2011, el pueblo sirio se levantaba pacíficamente contra el autoritarismo.
El sueño europeo, aquel que nos prometieron cuando la dictadura franquista tocaba a su fin, muere a las orillas del Mediterráneo. La fortaleza, la austeridad y el militarismo son las distintas caras de un mismo monstruo, que ha convertido el Mediterráneo en un cementerio cuando en el pasado fue lugar de encuentro. En 2010, las élites europeas decretaban el Mercado de excepción, sometiendo pueblos enteros bajo el puño de la troika por pura ortodoxia ideológica contra la mayoritaria opinión de los economistas. Muchos de los migrantes muertos en la Puerta de Europa son sirios que escapan en primer lugar del brutal y represivo régimen del dictador Bashar al-Assad, pero también de otra ortodoxia, fundamentalista y también contraria a los expertos, esta vez en derecho islámico: hoy en día el Estado Islámico, nacido en Siria, campa a sus anchas en la Libia post-Gaddafi, sumida en una guerra civil propiciada por Hollande y Cameron. El EI es lo más parecido a una milicia fascista en el mundo árabe: homófoba, antiinmigrantes, clasista y racista contra las minorías cristianas, chiíes y kurdas; el mismo día de la tragedia de Lampedusa, el EI libio asesinaba 30 trabajadores etíopes cristianos.
Justo en la otra orilla del Mediterráneo pero tan lejos mentalmente, la guerra civil de Siria, que ya dura cuatro años y ha producido cuatro millones de refugiados (una de las peores crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial) y 220.000 muertos (la mitad de la guerra civil española para poblaciones similares), es tan sólo otro escenario de la misma pesadilla europea: nuestra incapacidad tan eurocéntrica de ver los puntos en común que nos unen es una injusticia histórica que pone de relieve las contradicciones tan humanas de nuestra solidaridad. La rebelión democrática del sur de Europa --el 15M, la PAH, Podemos, Syriza y el dret a decidir catalán-- empezó en Túnez, en Egipto, pero también en Siria: el 15 de marzo de 2011 --otro 15M-- el pueblo sirio -sobre todo campesinos- se levantaba pacíficamente contra el autoritarismo, la represión y las políticas neoliberales de Assad, que lo sumían en el hambre y la pobreza, exacerbando las desigualdades sociales. Qatar, Arabia Saudí y Turquía, entonces aliados de Assad, apoyaron la represión militar --durísima-- de las revueltas, debido a sus posibles ecos y simetrías en sus propios territorios. Al mismo tiempo, exigieron al dictador que liberalizara su régimen integrando a sus propios aliados en Siria: islamistas como la Hermandad Musulmana y los salafistas (conservadores en lo moral y liberales en lo económico: la versión árabe de PP y CiU). La negativa de un Assad intransigente alienó a sus aliados, que propiciaron la creación del opositor Consejo Nacional Sirio (CNS) en suelo turco en verano del 2011. Sin embargo, las injerencias extranjeras, el trato a las minorías y el poco carisma de sus líderes impidieron al CNS constituirse como la voz internacional de la oposición.
Mientras tanto, en suelo sirio los primeros compases de la revuelta vieron la creación de una multitud de Comités de Coordinación Local autogestionarios, con el fin de suplir bienestar contra la pobreza y el desempleo en ausencia del Estado. En junio de 2011 se formaba el Comité de Coordinación Nacional, aglutinando a izquierdistas, nacionalistas y kurdos. Aquí yace la primera contradicción de la solidaridad europea: parte de la izquierda, aún operando en el marco mental de la Guerra Fría, se alineó rápidamente con Assad en su brutal represión de una revuelta netamente democrática y social. En 2011 también se fundó el Ejército Libre Sirio, apoyado por Turquía y Jordania, formado por desertores del Ejército y activistas a favor de la lucha armada, pero su desorganización y matonismo terminaron alienando a la población.
La revolución siria era demasiado peligrosa para Turquía y Arabia Saudí, que empezaron a financiar y dar apoyo logístico a milicias islamistas radicales con el consentimiento de EE UU: Jabhat al-Nusra (Al Qaeda en Siria, con muchos militantes de Jordania e Iraq) y el Estado Islámico. La jugada fue un éxito flagrante: las asambleas democráticas y redes religiosas autogestionadas de Raqqa, principal ciudad del este de Siria y epicentro urbano de la rebelión, fueron infiltradas y sus principales activistas, secuestrados y asesinados. Con el silencio de la izquierda europea, financiado con petrodólares del Golfo, liderado por exoficiales de Saddam Hussein y nutrido con ni-nis procedentes de Europa como carne de cañón, el EI terminó tomando la ciudad como su capital. Su rápida expansión territorial en Iraq y Siria, que subvertía las fronteras coloniales diseñadas antaño por británicos y franceses, chocó de frente el pasado octubre con la resistencia kurda en la Stalingrado de Oriente Medio: Kobane, cuna de la revolución y liberación nacional de Rojava. Aunque un 70% de la ciudad fue destruido, Kobane resistió, dejándonos otra irónica paradoja: la intervención militar de Estados Unidos en apoyo a una milicia comunista, libertaria y antiimperialista de un pueblo duramente reprimido en Turquía, precisamente el gran aliado americano. Sólo diez años antes, Estados Unidos invadía Irak con el pretexto de evitar precisamente lo que su intervención desencadenó: el EI.
Campo de Yarmouk
Cuando el Estado Islámico entró --decapitando-- en Yarmouk el 1 de abril, todos los focos se centraron de repente en el campo de refugiados palestinos al sur de Damasco, de alto valor estratégico. Pero Yarmouk, uno de los lugares de Oriente Medio donde hasta entonces los palestinos podían gozar de más derechos como ciudadanos, llevaba ya dos años sin comida ni agua desde que el Ejército Libre Sirio entró en él, bajo el brutal asedio del régimen de Assad, bloqueando el acceso a toda organización humanitaria. Una tragedia “más allá de lo inhumano”, según un activista: de una población de 180.000 personas, sólo queda una décima parte: muchos han muerto de hambre, torturados y asesinados por el régimen de Assad; el resto, doblemente refugiados, primero de Palestina, ahora de Damasco. Proisraelíes detectaron rápidamente las similitudes con Gaza y acusaron a los activistas de “sólo criticar cuando Israel toma parte”, sin darse cuenta de otra irónica contradicción: implícitamente ponían Israel al mismo nivel del Estado Islámico y Assad y olvidaban que si había palestinos en Yarmouk era porque habían sido expulsados de Palestina otro 15M, el 15 de mayo de 1948, la Nakba. La indefensión de los palestinos no es más que el efecto directo de la fragmentación de su diáspora por todo el mundo, sin el derecho al retorno a Palestina, ahora bajo la ocupación militar de Israel.
Quizá es ésta la misma esencia de una guerra civil: la propia sociedad reflejada en un espejo roto en mil pedazos, uno por cada discurso simplista y maniqueo que existe, fundado en legítimos agravios pero incapaz de ver las razones del otro, víctimas de sus prejuicios y sus contradicciones, siempre tan humanas.
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