Pablo Iglesias decía más o menos lo siguiente con referencia a las polémicas que han afectado últimamente a algunos de los dirigentes de su partido: “Quien ataca a Íñigo Errejón o a Juan Carlos Monedero me está atacando a mí”

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En una de sus recientes intervenciones públicas, Pablo Iglesias decía más o menos lo siguiente con referencia a las polémicas que han afectado últimamente a algunos de los dirigentes de su partido: “Quien ataca a Íñigo Errejón o a Juan Carlos Monedero me está atacando a mí”. Con estas palabras, el secretario general de Podemos, además de hacer gala de un cierto e inconfesado caudillismo, estaba erigiendo un muro infranqueable que protegía frente a cualquier crítica los comportamientos, por muy discutibles que estos fueran, de sus colaboradores más próximos.
Dicho de otro modo: Pablo Iglesias estaba proclamando, sin duda sin ser plenamente consciente de sus palabras y llevado tal vez por el ardor de un momento, a los dirigentes de Podemos como casta.
No se trata de exigir a nadie pureza revolucionaria. No se trata de partir de un infantilismo izquierdista según el cual la dirigencia de una formación política debe diluirse hasta amalgamarse de manera inextricable con la masa de los militantes según las reglas de un puro e impracticable asambleísmo. Se trata, mucho más modestamente, de advertir ciertos vicios que en su origen pueden ser pequeños tics sin importancia, pero que pueden enquistarse hasta terminar por traicionar a la larga los nobles fines de los que se parte.
Pablo Iglesias proclamó, sin duda sin ser plenamente consciente de sus palabras y llevado tal vez por el ardor de un momento, a los dirigentes de Podemos como casta
En su libro Disputar la democracia, Pablo Iglesias se refiere con toda razón al proceso de corrupción según la cual los regímenes del “socialismo real” degeneraron en el gobierno de unas élites "prestas a entregarse a cualquier comprador". Y sin querer establecer comparaciones necesariamente odiosas, la pregunta es: ¿no es esta defensa de los dirigentes de Podemos en bloque, y erigidos finalmente en casta al margen de toda crítica, un indicio de que sus intereses podrían llegar a imponerse sobre los de la formación en su conjunto, poniendo de este modo en marcha –probablemente contra su propia voluntad- otro proceso de degeneración cuya trayectoria es, hoy por hoy, imprevisible?
Somos muchos, probablemente varios millones, los españoles que hemos depositado en Podemos las esperanzas del cambio que necesita con urgencia este país. Somos muchos, probablemente varias decenas de millones, los europeos que hemos saludado el reciente triunfo de Syriza en Grecia como el primer paso de una nueva trayectoria política que va a imponer los derechos de los ciudadanos frente a los intereses espurios de la élite que nos gobierna al servicio de unos poderes cuya hediondez los condena a permanecer en la sombra.
Por eso es tan importante que esa esperanza no se defraude. Por eso es tan importante advertir a los dirigentes de Podemos, comenzando por su líder, de unos comportamientos y unos puntos de vista discutibles que hay que abortar antes de que se enquisten.
Dicho con toda claridad: plantear a los dirigentes de Podemos como una casta, tal como ha hecho en la práctica Pablo Iglesias, es trazar una barrera entre ellos y el colectivo del partido que puede reproducir los vicios que están en el origen de la decadencia, ya sin posible vuelta atrás, de las formaciones clásicas.
Por ello es tan importante que Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón aclaren ante la opinión pública unos comportamientos que han abastecido de carnaza a los buitres de siempre. Por eso es tan importante que Pablo Iglesias medite sus recientes declaraciones y venza la tentación infantil de confundir a sus colegas de la universidad con los dirigentes de un partido que tiene toda la razón cuando acusa, a la minoría que nos gobierna, de casta.
Millones de españoles ilusionados estamos a la espera.
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