Defender la libertad es detener el odio. Todo el odio. Inmediatamente y sin excusas.
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El pasado 7 de enero dos atentados similares dejaron un reguero de muertos en el mundo: 37 personas en Saná, 12 más en París. El primero pasó casi desapercibido en Europa. El segundo parece haber abierto un espacio de irrealidad insoportable donde todo se viene abajo y el clima post 11-S del “nosotros o contra nosotros” emerge a cada instante. El “nosotros” incluye, por una lógica deductiva siniestra, a la Europa laica, la libertad de expresión, la democracia y la civilización. El “ellos” incluye todo lo demás en una especie de conjunto indisociable: lo que ni es Europa, ni es laico, ni es libre, ni demócrata, ni civilizado. La encrucijada recuerda dolorosamente la falsa dicotomía que proponía el hijo Bush para iniciar una guerra contra el terror en la que seguimos inmersas. La opinión pública se ha convertido en un western donde indios y vaqueros sacan pecho e increpan, amenazantes: ¿tú, con quién estás?
La urgencia de desmontar el binomio
La realidad es demasiado compleja para dejarse atrapar en un titular, un twit o una caricatura. Demasiado para resumirse en un artículo. El espacio de expresión y de pensamiento que se ha tragado la polarización sigue existiendo y es urgente ocuparlo. Ese lugar desde el que es posible la defensa la libertad de expresión y el derecho a la vida, la condena del terror y la afirmación rotunda de que ni los asesinos ni la sátira islamófoba, homófoba, racista y sexista de Charlie Hebdo representan el mundo al que aspiramos. Un espacio que se niega a legitimar el discurso que asocia la libertad con una Europa que en la práctica la secuestra a cada paso, deteniendo a anarquistas, reprimiendo manifestaciones, cerrando medios de comunicación incómodos. Y bombardeando en nombre de la democracia o financiando grupos terroristas siempre y cuando maten en lugares lejanos a personas con nombres que no sabremos y que, en tanto que ni se nombran, no existen.
Es urgente parar el ruido y negarnos a alimentar una guerra que no se puede ganar, sino solo perder de infinitas maneras
El shock que ha supuesto ver la barbarie llamar a nuestra puerta, tener muertos con nombre y apellido, conlleva el terrible riesgo de una respuesta visceral y sinsentido que nos lleve a caminar la senda misma que los terroristas nos ofrecen en su sangrienta bandeja. Rechazar el terrorismo es hacer frente común e inquebrantable con sus víctimas, todas ellas, la mayoría de las cuales resultan ser personas musulmanas en el mundo entero. Víctimas directas de un terrorismo que no queremos ver hasta que nos hiere y víctimas también de la ira islamófoba que se cultiva en Europa sin reparo alguno, desde los partidos políticos nacional-católicos y laico-beligerantes, así como desde infinidad de medios de comunicación que surfean alegremente entre la libertad de expresión y una incitación al odio que, lejos de ser gratuita, pagamos todos y todas a un precio desmesurado.
La banalidad del mal
Tras la aterradora jornada del 7 de enero necesitamos un tiempo de duelo que, desgraciadamente, no tenemos. Es urgente parar el ruido y negarnos a alimentar una guerra que no se puede ganar, sino solo perder de infinitas maneras. La islamofobia es el antisemitismo del siglo XXI. Se está construyendo de la misma espantosa manera, en un calco histórico alarmante. Testimonio de una época que aún es la nuestra, Hannah Arendt nos advierte de la banalidad de un mal camuflado en pequeños gestos cotidianos, en las oportunidades perdidas de oponernos a los mandatos, en las veces que seguimos la corriente, que simplemente nos dejamos llevar. Arrastrar. El abismo que se abre ante nosotras se constituye de esa mezcla fatal de ira e indiferencia por el destino de nuestra conciudadanía musulmana, abocada al fanatismo de los que se apropian de su identidad y de su creencia, y abocada al desprecio de las que nos proponemos laicas y civilizadas mientras alimentamos el odio hacia “los otros”. Hacia nosotros y nosotras.
Tenemos la oportunidad de demostrar que hemos entendido algo de nuestra historia reciente. Infinidad de asociaciones y personas musulmanas se han posicionado ante el terror sin dilaciones. Los terroristas no las representan. No en su nombre. Es el momento crucial de que el resto de la ciudadanía, las que no somos musulmanas, las que decimos defender las libertades, la vida, la alegría, el derecho a estar, a ser, a construir, lo digamos también bien alto: la islamofobia tampoco será en nuestro nombre. El fascismo que se justifica en el delirio sangriento de unos cuantos, el que busca explicaciones racionales para responder a la barbarie con más barbarie, no podrá hacerlo en nuestro nombre. No pasarán. No permitiremos que vuelvan a pasar. Defender la libertad es detener el odio. Todo el odio. Inmediatamente y sin excusas.
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