En lugar de asegurar un futuro estable para el Reino Unido, el referéndum de independencia escocés ha remachado que la cuestión de la independencia seguirá sobre la mesa.

Había mucho en juego y los contendientes enarbolaban briosos las espadas. Por un lado, el poderío del Estado británico, los tres partidos de gobierno, el palacio de Buckingham, la BBC –que sigue siendo todavía de lejos la fuente más influyente de información y opinión transmitida por las ondas– y la abrumadora mayoría de la prensa escrita, el alto mando del capital británico y la élite liberal, respaldados por el peso internacional de Washington, la OTAN y la UE. Frente a ellos, una coalición de fuerzas jóvenes y esperanzadas, que incluía franjas de votantes laboristas desilusionados en las conurbaciones –los «planes»– de Clydeside [Gran Glasgow] y Tayside [Angus, Dundee, Perth y Kinross] así como sectores significativos de la pequeña burguesía y de las comunidades inmigrantes, movilizados en una campaña en la que confluían las reivindicaciones sociales con las nacionales. Esa erupción popular-democrática, iniciada hace mucho, ha hecho pasar a la clase dominante británica el peor ataque de nervios desde las huelgas de la minería y del sector metalmecánico en 1972, suscitando escalofríos de pánico a los líderes conservadores, laboristas y liberales. Se mire como se mire, el 45 por 100 de votos por el sí en el referéndum escocés por la independencia, con una participación que superaba todos los récords, ha sido un logro significativo. ¿Cómo se ha llegado hasta ese punto, y dónde dejan los votos del 18 de septiembre la política del Reino Unido y de Escocia?
La afiliación al Partido Laborista se desplomó de 30.000 miembros en 1998 a menos de 13.000 en 2010
Los orígenes institucionales del referéndum escocés de 2014 se pueden retrotraer a 1976, cuando el gobierno laborista minoritario de Callaghan se esforzaba por cimentar una mayoría parlamentaria al tiempo que aplicaba los recortes draconianos del FMI en el inicio de la reestructuración neoliberal en Gran Bretaña. El apoyo de los partidos nacionalistas minoritarios –el Partido Nacional Escocés había obtenido once escaños en Westminster en las elecciones de octubre de 1974, su mejor resultado hasta aquel momento, mientras que el partido galés Plaid Cymru tenía 3–, se obtuvo con la promesa de referéndums sobre descentralizaciones limitadas que devolverían poderes a las nuevas asambleas escocesa y galesa. Al final, aunque los síes ganaron el referéndum escocés de 1979 con un 52 frente a un 48 por 100, la participación no alcanzó la elevada cota impuesta por Westminster, por lo que la transferencia de poderes quedó en suspenso. Bajo el gobierno de Margaret Thatcher Escocia sufrió la misma ingeniería social drástica que el resto del Reino Unido: alto desempleo, desindustrialización, cierres de hospitales, liquidación de viviendas sociales, etc. El unionismo tory había sido tradicionalmente la mayor fuerza electoral en la política escocesa; en 1955 había obtenido una mayoría absoluta de escaños y votos. En 1997, tras dieciocho años de gobierno conservador, su voto al norte de la Linde había caído al 18 por 100 y no tenía en aquel momento ni un solo representante escocés en Westminster.
En la década de 1990 llegó una segunda oportunidad para la descentralización, cuando la cuarta derrota electoral aplastante de los laboristas hizo a Blair y Brown iniciar una búsqueda desesperada de apoyo de los liberal demócratas y del SNP para poner en pie una coalición anti-tory. Aquella efímera alianza sirvió para tomar las únicas medidas reformistas –transferencia de poderes a Escocia y Gales, una Cámara de los Lores en la que sólo habría miembros designados [desde la aprobación de la ley en 1999 el número de miembros hereditarios quedó limitado a 92], un referéndum sobre el sistema electoral, una ley de libertad de información– presentes en el manifiesto de 1997 del Nuevo Laborismo, consagrado por lo demás a impulsar la competencia económica y a combatir el crimen. El objetivo de la descentralización, subrayó Blair, era posibilitar una delegación limitada de responsabilidades mediante la cual «la Unión se reforzará y desaparecerá la amenaza del separatismo». El Parlamento escocés quedó establecido debidamente en 1999 sobre la base de un sistema electoral mayoritario modificado, destinado a impedir la mayoría absoluta de cualquier partido –especialmente el SNP– y a garantizar una coalición laborista-liberal, como efectivamente sucedió entre 1999 y 20071.
El ascenso del Partido Nacional Escocés -Pàrtaidh Nàiseanta na h-Alba
Sin embargo, enmascarados por el efecto de «burgo podrido» [rotten-borough: circunscripción electoral de muy poca población y a la que el sistema electoral otorga tanto peso como a la que tiene mucha] del sistema mayoritario estricto, los años de guerra y neoliberalismo bajo los gobiernos de Blair y Brown fueron socavando progresivamente el apoyo al Nuevo Laborismo. Durante las décadas de 1990 y 2000, Escocia había seguido una vez más las pautas de crecimiento del Reino Unido, con la expansión de un sector servicios de baja gama (en Glasgow, uno de cada diez empleados trabaja en un centro de llamadas) y el aumento del endeudamiento de los hogares. A menor escala, Edimburgo desempeñaba el papel de Londres como centro de la expansión del sector de los servicios financieros y de los medios de comunicación desregulados, mientras aumentaban las desigualdades: el barrio residencial venido a menos de Dumbiedykes está a pocas calles de distancia del palacio de Holyrood y del ultramoderno edificio del Parlamento. Tras el inicio de la crisis financiera, los consejos comarcales y municipales dirigidos por laboristas pusieron rápidamente en práctica los preceptivos recortes del gasto público, cerrando casas de acogida, reduciendo salarios y despidiendo trabajadores. En sucesivas elecciones al Parlamento escocés la proporción laborista en el voto popular cayó del 34 por 100 en 1999 al 26 por 100 en 2011, pasándose los votantes laboristas, primero a los verdes y al Partido Socialista Escocés en 2003, y luego, tras el derrumbe de este último, al SNP en 2007. En las elecciones locales los laboristas perdieron el control en casi todas partes excepto en Glasgow y la cercana North Lanarkshire. La afiliación al Partido Laborista se desplomó de 30.000 miembros en 1998 a menos de 13.000 en 2010. En cuanto al voto a los liberal demócratas, en Escocia se vino abajo cuando en 2010 el partido entró en el gobierno de coalición con los tories en Westminster, también en beneficio del SNP, que acabó obteniendo una mayoría global de 69 escaños sobre 129 en 2011 con el 44 por 100 del voto popular, diez puntos más de los que había tenido nunca el Partido Laborista.
Los manifiestos del SNP incluían desde hacía tiempo el compromiso de celebrar un referéndum sobre la independencia si obtenía la mayoría en el Parlamento escocés. Después de su abrumadora victoria en 2011, el líder del partido Alex Salmond declaró como cabía esperar su propósito de llevar ese plan adelante. El SNP prefería un referéndum con una triple opción: los votantes escoceses deberían decidir entre la independencia plena, el statu quo o una «devolución máxima», lo que significaba que el Parlamento de Holyrood obtendría poderes fiscales y legislativos plenos, pero Escocia permanecería bajo el toldo del Reino Unido –la Corona, el Foreign Office, el Ministerio de Defensa y el Banco de Inglaterra– en lo que respecta a los asuntos diplomáticos, militares y monetarios. La «Devo Max» era la opción abrumadoramente apoyada por el pueblo escocés; algunas encuestas le daban hasta el 70 por 100. La dirección del SNP reconocía que no había –o al menos, no había todavía– una mayoría independentista, pero esperaba poder alcanzar a corto o medio plazo la Devo Max. Con una papeleta electoral con triple opción, Salmond habría podido proclamar su victoria si el resultado era la independencia (improbable) o la Devo Max (muy probable).
A tenor, sin embargo, de la Scotland Act aprobada por el gobierno laborista en 1998 todas las cuestiones constitucionales relacionadas con el Tratado de la Unión de 1707 entre Inglaterra y Escocia quedaban reservadas a Westminster. La cuestión era, por lo tanto, si el referéndum sería debidamente legitimado y reconocido por el gobierno británico, o si tendría que ser «no oficial», esto es, esencialmente un dispositivo propagandístico organizado por el Parlamento escocés. El 8 de enero de 2012 el primer ministro británico tomó la iniciativa, anunciando que el gobierno presentaría una ley para que se pudiera celebrar el referéndum, aunque Cameron ponía ciertas condiciones: sería un referéndum de sí o no, sin una tercera opción en la papeleta de voto. Sus razones eran bastante simples: quería ver la derrota decisiva de la opción independentista, si no para siempre, al menos durante un plazo bastante largo, negando simultáneamente a Salmond la fácil victoria de la Devo Max. Los riesgos implícitos parecían pequeños: las encuestas mostraban siempre un apoyo minoritario a la independencia, en general en torno al 30 por 100. Al igual que Blair, Cameron quería «ver desaparecer la amenaza de la separación».
La conciencia nacional escocesa era fuerte, pero el nacionalismo escocés era débil, porque no satisfacía ninguna necesidad política
Los tories estaban no obstante dispuestos a pagar un alto precio por la única opción de sí o no en las negociaciones, concediendo al Parlamento escocés el derecho temporal, no sólo a celebrar el referéndum, sino también a decidir su fecha, las condiciones para poder votar y la formulación de la pregunta. Salmond y su capaz lugarteniente Nicola Sturgeon pudieron así optar por una larga campaña, por extender el cuerpo electoral a todos los ciudadanos registrados en Escocia –fuera cual fuera su país de origen–, reduciendo la edad mínima para votar a los 16 años, y por un marco positivo para la pregunta: «¿Está usted de acuerdo en que Escocia debería ser un país independiente?», en lugar de plantear, por ejemplo: «¿Debería seguir siendo Escocia parte del Reino Unido?», lo que permitía al SNP hacer campaña por un animoso sí en lugar de pronunciarse por un recalcitrante no. Esos términos fueron sellados por el Acuerdo de Edimburgo firmado el 15 de octubre de 2012 por Cameron y Salmond en la Casa de San Andrés, en nombre de sus respectivos gobiernos.
¿Por qué la independencia?
A estas alturas del relato vale la pena hacer una pausa para preguntarse por qué y cómo se había convertido en una cuestión política tan viva el carácter del Estado británico. Comparada con la turbulenta historia constitucional de los vecinos europeos –Francia, España o Alemania, por ejemplo–, la propia durabilidad de la monarquía parlamentaria multinacional fundada por la Ley de Unión de 1707 entre Inglaterra y Escocia podría parecer un éxito brillante. Tom Nairn, explorando estas cuestiones en números anteriores de la New Left Review, trataba de explicar la tardanza del nacionalismo escocés en aparecer como fuerza política organizada, apenas embrionaria durante la «era de los nacionalismos» en el siglo XIX y que sólo comenzó a lograr un apoyo de masas a partir de la década de 1960. Al igual que Inglaterra y Francia, argumentaba Nairn, Escocia se había constituido políticamente como nación muy pronto, durante el período feudal; siglos antes de la invención durante el siglo XVIII del nacionalismo ideológico como tal. En el crisol de la Reforma protestante, su absolutismo tardofeudal «fracasó como vehículo para la unidad y se convirtió por el contrario en fermento de división». Pero si bien Escocia perdió su Estado político y su Asamblea nacional en el regateo entre las élites de 1707, enviando desde entonces sus delegados al parlamento de Gran Bretaña en Westminster, mantuvo las formas jurídicas, religiosas, culturales e institucionales de su sociedad civil, así como unos «valores sociales» propios, todo lo cual serviría para consolidar una identidad «subnacional» muy resistente.
Para Nairn, la clave de la longevidad de la Unión de 1707 reside en las revoluciones inglesas que la precedieron. El acuerdo entre magnates en 1688 en torno a la «Corona en el Parlamento» había creado un Estado a imagen del sector más dinámico de la clase dominante inglesa, su aristocracia terrateniente precozmente capitalista. En lugar de tener que luchar contra un ancien régime, los terratenientes enriquecidos de las Tierras Bajas podían valerse de un sistema político abierto y una economía en rápido crecimiento, insertándose durante dos siglos en la expansión en ultramar. La revolución industrial escocesa, amparada por el Estado británico, sembró el Cinturón Central que va desde Glasgow hasta Edimburgo con sus ciudades de hierro y sus obras de ingeniería, produciendo una vasta y nueva clase obrera escocesa, por ejemplo en los gigantescos astilleros que se multiplicaron en el estuario del Clyde. Para Nairn, como para Ernest Gellner, el nacionalismo estaba estrechamente relacionado con la desigualdad de la expansión capitalista y con el denuedo por asumirlo de los llegados tardíamente al desarrollo industrial, experimentado como una poderosa fuerza exterior. Ahora bien, la burguesía escocesa se había incorporado ya a la industrialización sin ninguna necesidad de movilizar «nacionalmente» a su clase obrera. Lejos de compartir el dinamismo de su base económica, la superestructura política escocesa, como decía Nairn, simplemente se desmoronó, dejando convertida a la subnación en una mera provincia.
Aunque el SNP es del rosa más pálido que quepa imaginar, no le hace falta mucho para quedar a la izquierda del Nuevo Laborismo
Con el final del imperio y la profundización de la crisis económica durante las décadas de 1960 y 1970, comenzaron a emerger los problemas del arcaico Estado multinacional británico «pintoresco palimpsesto de William y Mary en el que se aprecian esquirlas de códigos feudales, raspaduras de principios de la modernidad y “tradiciones” reinventadas». En esas condiciones, argumentaba Nairn, la identidad cultural «subnacional» de Escocia, combinada con la perspectiva de las reservas de petróleo y gas en el Norte más o menos lejano, proporcionaba una materia prima que podía ser politizada por el SNP; él situaba el inicio del ascenso del nacionalismo político organizado en el éxito electoral del partido en 1974, con el slogan «¡Es el petróleo de Escocia!». Nairn especulaba que las tendencias separatistas recientemente aparecidas («neonacionalismos») en subnaciones económicamente avanzadas como Cataluña, el País Vasco o Escocia podían leerse como otro tipo de respuesta a la dinámica desigual del capitalismo; en este caso, un superdesarrollo regional relativo. El contexto para su surgimiento fue el estatus declinante de su propio «gran Estado» bajo la hegemonía estadounidense y la internacionalización del capital, y la ausencia de cualquier alternativa socialista viable. Nairn, siempre optimista, sugería que ese nacionalismo se estaba convirtiendo en «el sepulturero del viejo Estado británico», y como tal, en «el factor principal para una revolución política de algún tipo en Inglaterra así como en los países pequeños».
El relato histórico de Nairn se puede cuestionar en tres aspectos principales. Más que surgir durante el periodo medieval, una nación escocesa unificada sólo se hizo posible después de la Unión de 1707, con la derrota inapelable de la reacción absolutista-feudal jacobita en Culloden en 1746 y la superación de la división entre Tierras Altas y Tierras Bajas que la había bloqueado durante cuatrocientos años. La «escocidad» contribuyó ciertamente a la formación de la «britanidad», pero también es cierto lo contrario: la conciencia nacional escocesa moderna, extendida a todo el territorio del país, se formó en el contexto británico y, para la clase obrera en particular, en la tensión entre participación y apoyo al imperialismo británico por un lado, y al movimiento obrero británico, por otro. Como consecuencia, las lealtades políticas fundamentales de las dos clases principales se mantenían hasta muy recientemente al nivel británico más que al escocés: la conciencia nacional escocesa era fuerte, pero el nacionalismo escocés era débil, por la simple razón de que no satisfacía ninguna necesidad política.
En segundo lugar, no fue el «superdesarrollo regional» el que llevó al ascenso del SNP y a plantear la cuestión de la independencia, sino el empuje decidido en favor de una reestructuración neoliberal por parte de sucesivos gobiernos de Westminster, ya fueran tories, laboristas o de coalición. Aunque el SNP es del rosa más pálido que quepa imaginar, no le hace falta mucho para quedar a la izquierda del Nuevo Laborismo. A diferencia de los gobiernos de Blair-Brown, el SNP ha salvaguardado la atención a los ancianos, las recetas gratuitas y la educación universitaria sin tasas; se ha resistido a la privatización del agua y a la fragmentación –léase: mercantilización encubierta– del Servicio Nacional de Salud. Aunque la dirección del SNP acepta básicamente la agenda neoliberal –feliz de reducir el impuesto sobre sociedades o de quedar bien con el magnate inmobiliario Donald Trump– también ha conseguido situarse como heredero de la tradición socialdemócrata escocesa.
Un empate elocuente se produjo cuando el SNP presentó un proyecto de ley para hacer tributar los beneficios de los supermercados por encima de cierto nivel, dedicando el dinero obtenido al gasto social. Los laboristas escoceses se aliaron con los tories para bloquear el proyecto de ley aduciendo que iría en «detrimento de las empresas», «amenazaría los puestos de trabajo», etc. Además, Salmond es uno de los pocos políticos británicos capaces de desafiar el consenso atlántico, posicionándose por ejemplo contra las guerras imperialistas anglo-estadounidenses. El parlamento escocés ha puesto también de relieve el hecho de que el SNP es una máquina política más eficaz que el laborismo escocés, con figuras sustanciales como Nicola Sturgeon, Fiona Hyslop, Kenny MacAskill, Mike Russell, John Swinney y Sandra White. En eso contrasta notablemente con los laboristas, cuyo interés prioritario sigue estando en Westminster y cuya representación en Holyrood reúne, con muy pocas excepciones, un grupo de sospechosos agentes electorales, sindicalistas jubilados a tiempo completo y concejales achacosos.
El «sí» como movimiento social
La tercera razón para disentir de la opinión de Nairn es empero –y ésta es la cuestión que debe ser puesta de relieve– que para la mayoría de los partidarios del sí, el movimiento no tenía como objetivo primordial apoyar al SNP, ni siquiera al nacionalismo escocés en un sentido más amplio. Como ideología política, el nacionalismo –cualquier nacionalismo, ya sea relativamente progresista o absolutamente reaccionario– incluye dos principios irrenunciables: que la nación debería disponer de su propio Estado, sean cuales sean las consecuencias sociales; y que lo que une a la nación es más significativo que lo que la divide, sobre todo las clases. Por el contrario, el principal impulso de la campaña del sí no era el nacionalismo, sino un deseo de cambio social expresado a través de la demanda de autodeterminación. Fue sobre esa base como la independencia fue asumida por un amplio grupo de socialistas, ecologistas y feministas. En una época de sindicalismo débil y en declive, la resistencia popular a la austeridad encontrará otros medios de expresión. Como decía el recientemente fallecido Daniel Bensaïd : «Si se bloquea una de las salidas con especial ahínco, el contagio encontrará otra, a veces la más inesperada». La campaña del referéndum escocés fue una de esas salidas. Los partidarios del sí veían el establecimiento de un Estado escocés, no como un objetivo definitivo a alcanzar en cualesquiera circunstancias, sino como el que podía ofrecer mejores oportunidades de igualdad y justicia social en las condiciones actuales de austeridad neoliberal.
Durante el verano de 2014 Glasgow llegó a parecerse a las ciudades griegas y españolas durante el movimiento de ocupación de las plazas
La campaña oficial del «Sí Escocia» se inició el 25 de mayo de 2012. Aunque la alternativa Devo Max estaba ausente de la papeleta de voto, la versión de la independencia promovida por el SNP se le parecía muchísimo: el nuevo Estado escocés mantendría la monarquía, la pertenencia a la OTAN y la libra esterlina, mediante una unión monetaria con el Reino Unido restante. Su intención era que la perspectiva de la independencia resultara tan inocua como fuera posible para los recelosos, proponiendo una fórmula compatible con la secesión efectiva que supusiera la menor cantidad posible de cambios del orden establecido. Sin embargo, como fue quedando claro durante la campaña, la mayoría de los escoceses que iban a votar por el sí querían que su país fuera diferente del Reino Unido actual. Junto a decenas de miles de miembros del SNP, muchos de ellos antiguos activistas laboristas, estaba la Campaña por una Independencia Radical, con varios miles de miembros, que incluía grupos de izquierda, los Verdes y la izquierda del SNP, y que desempeñó un papel clave en la organización del registro de votantes en las comunidades obreras:
Como reconocíamos que las comunidades más pobres y más densamente pobladas debían aportar la mayoría de votos y eran las más dispuestas a un cambio social y político decisivo, fueron esas áreas las que más trabajamos […]. Comprendimos muy pronto que los votantes capaces de sacudir la tendencia que marcaban las encuestas serían de los que no hablan a los encuestadores y odian a los políticos; los votantes que han dicho a nuestros activistas: «Vosotros sois los únicos que me habéis preguntado por mis ideas políticas»2.
Un reportaje de The Sunday Herald describía «dos campañas»: una tradicional, dirigida por gente trajeada que argumentaba en los debates convencionales de los medios de comunicación, y la otra una «guerra de trincheras», «uno por uno, de puerta en puerta, sorteando intencionalmente a los medios». Esa «otra» campaña fue la que consiguió introducirse en comunidades obreras antes marginadas y la que de repente floreció, durante el verano, dando lugar a un extraordinario proceso de autoorganización. Surgieron más de trescientos grupos locales, junto con docenas de iniciativas espontáneas: cafés por el sí, centros de encuentros casuales, un Colectivo Nacional de músicos, artistas y escritores, Mujeres por la Independencia, Generación Sí, etc. Tenían como complemento páginas web activistas como Bella Caledonia, laxamente conectada con el think tank antineoliberal CommonWeal. Como decía el reportaje de The Sunday Herald : «Los activistas del sí supieron que la campaña de base estaba funcionando cuando les llegaron noticias de que estaba habiendo grandes debates comunitarios que ellos no habían organizado, dirigidos por grupos locales que ellos no sabían siquiera que existieran». Hasta los creadores de opinión unionistas de la prensa de Londres se sintieron obligados a informar de las asambleas públicas, los debates en los pubs y cervecerías y en las esquinas de las plazas, en una animación sin precedentes de la vida ciudadana. La plaza George de Glasgow se convirtió en centro de reuniones masivas cotidianas de los partidarios del sí, que se reunían para discutir, cantar o simplemente para hacer visible el tamaño y diversidad del movimiento. Era como si la gente que hacía campaña plantando mesas o repartiendo panfletos –actividades que solían ser realizadas por pequeños grupos– tuviera que regresar de cuando en cuando a la plaza para refrescarse en un espacio público cuyo control colectivo habían tomado. Durante el verano de 2014 Glasgow llegó a parecerse a las ciudades griegas y españolas durante el movimiento de ocupación de las plazas, en mayor medida que las manifestaciones escocesas relativamente más pequeñas de Occupy. George Kerevan señalaba: «Al final, la campaña del sí se ha convertido en el comienzo de un movimiento populista genuino contra la austeridad».
Proyecto Miedo
La campaña del no, Mejor Juntos, cuyo eslogan «No, Gracias» fue puesto a prueba con la técnica de valoración de opiniones denominada «grupo focal», quedó esencialmente a cargo del Partido Laborista bajo la dirección del ex ministro de Finanzas Alistair Darling, responsable con Brown de la desregulación de los bancos británicos, y de Blair McDougall, organizador de la apuesta fallida de David Miliband al liderazgo laborista, aunque su plataforma incluía tories y liberal demócratas locales para desconcierto de muchos funcionarios laboristas, que aseguraban en público que toda la campaña del referéndum era una pérdida de tiempo. La preocupación principal del la clase gobernante británica fue resumida así por The Economist: «El resto de Gran Bretaña quedaría disminuido en todos los foros internacionales: ¿por qué debería alguien prestar atención a un país cuyo propio pueblo lo abandona? Dado que Gran Bretaña se sitúa en general en favor del libre comercio y el mantenimiento del orden internacional, eso sería malo también para el mundo». Esa valoración fue expuesta con mayor resonancia en Washington por George Robertson, ministro de Defensa de Blair durante la guerra de Yugoslavia y luego secretario general de la OTAN: la independencia escocesa dejaría «un país muy disminuido cuya posición global quedaría abierta al cuestionamiento»; sería «cataclísmico en términos geopolíticos».
Ese sentido de propiedad universal de la Élite británica no era, por supuesto, lo que aparecía en primer plano en Mejor Juntos, cuyos gestores denominaron a su estrategia Proyecto Miedo. Aunque la campaña del No despegó con muy poca chispa –Darling es un pobre orador y Brown, malhumorado, se negó a participar–, eso no importaba mucho, ya que su marco real era el proporcionado por los medios, sobre todo por la BBC. Un análisis de la cobertura mediática a mitad de la campaña mostró que las News at Six de la STV y el programa de la BBC Reporting Scotland solían presentar los alarmantes comunicados de prensa de la campaña del no como si fueran informes de noticias, con titulares como estos: «Los ahorradores e instituciones financieras escocesas podrían estar en peligro si Escocia vota por la independencia», «La controversia sobre la independencia podría provocar una subida de la factura de la electricidad». En cuanto al orden de presentación, Reporting Scotland solía encabezar su espacio con «malas noticias» sobre la independencia, y a continuación pedía respuestas a un partidario del sí. Los presentadores hacían preguntas difíciles a los partidarios del sí, y banales a los del no. Los partidarios del sí eran habitualmente mencionados como «los separatistas» o «los nacionalistas» incluso cuando, como Patrick Hardy, del Partido Verde Escocés, rechazara explícitamente la etiqueta. La «opinión experta» del gobierno británico –la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria, el Instituto de Estudios Fiscales, los comités de Westminster– era presentada como políticamente neutra, mientras que su equivalente de Holyrood era siempre señalada como partidaria del SNP. Más aún, la campaña del sí era repetidamente asociada con los deseos personales de Alex Salmond –«Salmond quiere»–, pero nunca se realizaba tal equiparación en el caso de las figuras del no. El tiempo de emisión para la campaña del no se multiplicaba ofreciendo las respuestas de los tres partidos unionistas a cualquier declaración de Salmond.
Las noticias en televisión solían concluir con declaraciones particularmente atroces y no demostradas: que los médicos de cabecera y los pacientes estaban planeando trasladarse a Inglaterra (Reporting Scotland); que la política antinuclear del SNP ocasionaría un «desastre económico» (STV); que las compañías de seguros temían «millardos de pérdidas» y «potenciales cierres» (Reporting Scotland). El resultado fue una radicalización de los partidarios del sí con respecto a los medios, ya que la experiencia de sus propios ojos y oídos discrepaba tan básicamente de lo que veían en televisión. Un ejemplo entre cientos sería la forma en que la BBC ignoró el 13 de septiembre una manifestación de 10.000 partidarios del SI en Buchanan Street, en Glasgow, mientras grababa sin embargo a los partidarios del no Jim Murphy y John Ray, con unos 30 seguidores, al fondo de la misma calle.
Las grandes empresas comenzaron a advertir a sus empleados escoceses que la independencia pondría en peligro sus puestos de trabajo
Los medios impresos eran menos homogéneos. Además de las ediciones escocesas de la prensa de Londres –The Guardian, The Independent, The Telegraph, The Mail, Express y la hueste de Murdoch– la prensa escocesa «nativa» consiste en The Scotsman, The Herald, Daily Record y sus ediciones dominicales. Sólo el The Sunday Herald pidió el voto por el sí, y eso cuando la campana ya estaba muy avanzada, aunque el propio The Herald y en menor medida el Daily Record eran relativamente equilibrados; este último, por ejemplo, dedicó ediciones especiales tanto a Darling como a Salmond. Aun así, los temas de la campaña del no recibían un tratamiento mucho más destacado. Cabe mencionar entre ellos la moneda, la pérdida de empleos en las empresas que huían al sur, el déficit presupuestario que provocaría recortes en el Servicio Nacional de Salud (tema favorito del Daily Record), la preocupación por las pensiones (en particular en el Express, cuyos lectores tienen una media de edad superior a los 65 años), los aumentos de impuestos (The Scottish Daily Mail) y aumentos de precios en los supermercados. Un subtema destacado era la seguridad: ¿seguiría queriéndonos la OTAN en su seno? ¿Nos invadiría Rusia? ¿Haría saltar el ISIS las plataformas petrolíferas? Finalmente, estaba el tema del «orgulloso escocés»: se puede ser patriota y aun así votar no.
Mientras la prensa escocesa mantenía incansablemente el redoble de tambor del Proyecto Miedo, los unionistas liberales de izquierda de Londres presentaban a los activistas de la campaña del sí como seminazis que traerían «oscuridad» al país. Para Will Hutton, la independencia escocesa significaba «la muerte de la Ilustración liberal ante las fuerzas atávicas del nacionalismo y la etnicidad, un oscuro presagio para el siglo XXI. Gran Bretaña dejaría de existir como idea y todos nos veríamos disminuidos». Para el director del New Statesman, «los pronósticos para el siglo XXI son verdaderamente oscuros». Según Martin Kettle, no debía ignorarse el «lado oscuro» de la campaña del sí, «perturbadora» y «divisora». Para Philip Stephens, Salmond había «despertado la lealtad de la tribu». Los lectores de The Guardian eran invitados a sumarse al unionismo laborista de diversos modos, desde el animoso de Polly Toynbee –«No es momento para renunciar a un futuro socialdemócrata para Gran Bretaña»– hasta el fatalista de Seumas Milne: «La izquierda y el movimiento laborista en Escocia, diezmados por décadas de desindustrialización y derrotas, son ahora demasiado débiles para configurar un nuevo Estado escocés». Éste era el argumento que había parodiado hace décadas Nairn: «La unidad esencial del Reino Unido debe mantenerse hasta que la clase obrera de toda Gran Bretaña esté lista».
Darling y McDougall habían señalado desde el principio la posición del SNP sobre la libra esterlina como un punto débil. El canciller del Exchequer [ministro de Finanzas y Economía] George Osborne acudió a Edimburgo en febrero de 2014 –una rara visita de un ministro tory del gobierno, ya que habían acordado que su presencia no sería precisamente de ayuda– para anunciar que los tres partidos unionistas habían acordado negarse a permitir que Escocia mantuviera una unión monetaria con la libra esterlina. La preferencia explícita del SNP por la Devo Max era un importante handicap en ese aspecto: un proyecto realmente decidido de un nuevo Estado habría desarrollado y costeado planes para una moneda autónoma. La campaña del no aprovechó la falta de voluntad de Salmond en el primer debate televisado con Darling el 5 de agosto, para advertir de lo que supondría su plan B si Londres se negaba a acordar una unión monetaria. Su único argumento fue que esto sería irracional y contraproducente para el resto del Reino Unido. Como señaló más tarde, y como Sturgeon podría haber dicho inmediatamente, había por lo menos otras tres opciones: utilizar la libra como moneda flotante, adoptar el euro o crear una moneda escocesa. El problema de la posición de Salmond era precisamente el peligro de que Londres aceptara una unión monetaria: una Escocia nominalmente independiente habría permanecido bajo la tutela del Banco de Inglaterra y el Tesoro, sometida a un Pacto Fiscal al estilo del Tratado de Estabilidad Fiscal patrocinado por el Banco Central Europeo, lo que equivaldría a una condena irremisible al régimen neoliberal.
El pánico
A finales de agosto se estaba dejando sentir en las encuestas la notable mejora de los resultados para la independencia. El 7 de septiembre una encuesta de YouGov para The Sunday Times daba por primera vez vencedor al sí con un 51 por 100. Dos días después una encuesta de TNS rebajaba únicamente un 1 por 100 la estimación. La reacción fue espléndidamente captada por el titular del Financial Times: «La elite gobernante se espanta al ver tambalearse la Unión». El liderazgo de Darling en la campaña por el no en Escocia suscitó comentarios sarcásticos. El Proyecto Miedo se reforzó desde el cuartel general en Downing Street. La prensa dio a conocer que la reina se sentía muy preocupada. Las grandes empresas comenzaron a advertir a sus empleados escoceses que la independencia pondría en peligro sus puestos de trabajo: Shell y British Petroleum sugirieron que podría haber despidos en Aberdeen y Shetland; el Royal Bank of Scotland, Lloyds, Standard Life y Tesco Bank anunciaron que podrían trasladar sus oficinas de Edimburgo a Londres; Asda, John Lewis y Marks & Spencer advirtieron de un aumento de precios. Algunas empresas escribieron a miembros de su personal, insistiendo en la amenaza para su empleo, en una indicación nada sutil sobre cómo se esperaba que se comportaran en las urnas.
La BBC, siempre deseosa de mostrarse servicial, transmitió la tarde del 10 de septiembre la noticia de la decisión del Royal Bank of Scotland de trasladar su oficina central a Londres, basándose en un correo electrónico de los lacayos de George Osborne al Tesoro, aunque el propio RBS no realizó el anuncio hasta la mañana siguiente. Los burócratas de los sindicatos escoceses también arrimaron el hombro. La mayoría de los funcionarios a tiempo completo eran hostiles a la independencia, aunque pocos sindicatos podían alinearse abiertamente con la campaña del no sin consultar a sus miembros, muchos de los cuales habían votado por el SNP en 2011. Sectorialmente, las cosas eran diferentes. En el caso de Unite (trabajadores del transporte y genéricos), los funcionarios del sindicato en los transportes aéreos y la construcción naval invitaron repetidamente a ministros tories y parlamentarios laboristas partidarios del no a asambleas en las que se debía tratar cómo «defender la industria de defensa». En algunos lugares de trabajo los directivos y gestores organizaron «reuniones de información a los empleados», que de hecho no eran sino asambleas para propugnar el voto no y mostrar que los representantes del sindicato respaldaban a los patronos.
Gordon Brown también entró en campaña con gran fanfarria, dando un discurso verboso y apenas coherente en el distrito de Maryhill de Glasgow con el que pretendía poner un dique al flujo de votantes laboristas por el sí. Después de haber respaldado cinco guerras, propugnado pensiones de miseria y presidido un continuo incremento de la desigualdad durante sus trece años en el gobierno, ahora divagaba sobre «la solidaridad y el reparto» como rasgos definitorios del Estado británico. Brown tiende a pensar que sólo él puede salvar al mundo, como reveló en octubre de 2008 cuando comprometió la totalidad del PIB británico, si era necesario, para rescatar a sus amigos de la City. Sin mandato –ahora no es más que un diputado ordinario– anunció una aceleración de la devolución de poderes como premio del voto no. De hecho, con eso no hacía más que reafirmar las promesas realizadas por los tres dirigentes de los partidos unionistas después de que la encuesta del 7 de septiembre hubiera dado la mayoría al sí.
El laborismo escocés se ha visto drásticamente socavado por su victoria
Dos días antes de la votación, Cameron, Clegg y Miliband aparecieron en la primera página del tabloide laborista escocés, el Daily Record, con sus firmas adornando una imitación de vitela de pergamino con el título «El Juramento», afirmando que el Parlamento escocés recibiría nuevos poderes si los escoceses aceptaban permanecer dentro de la Unión. Cameron se había mostrado tan decidido en la exclusión de la opción Devo Max de la papeleta de voto que ahora no podía sino ceder al SNP en todo lo demás. Los dirigentes del Reino Unido habían cambiado unilateralmente la naturaleza de la pregunta: de ser una opción entre el statu quo y la independencia, se había convertido de hecho en una elección entre la independencia y una forma no especificada de Devo Max. Las encuestas de salida sugerían que «El Juramento» había tenido un efecto relativamente limitado: según Ashcroft, sólo el 9 por 100 de los votantes del no cambiaron de opinión durante la última semana de la campaña, frente a un 21 por 100 de los votantes del sí. Los indecisos todavía se repartían en la proporción 2:1 en favor del sí en los últimos días de la campaña, aunque con eso no se podía superar la enorme ventaja inicial de los unionistas. En cuanto a la intervención de Brown, según las estimaciones más favorables, alrededor del 40 por 100 de los votantes laboristas la ignoraron.
La votación
En el momento en que los registros electorales se cerraron el 2 de septiembre de 2014, alrededor del 97 por 100 de la población escocesa se había registrado para votar: 4.285.323 personas, incluidos 109.000 de entre 16 y 18 años a los que se concedió para esta ocasión el derecho de voto. Era el nivel más alto alcanzado en un registro de votantes en toda la historia escocesa o británica desde la introducción del sufragio universal. En el momento en que se cerraron las urnas a las 10 de la noche del 18 de septiembre, habían votado 3.619.915 personas, esto es, un 85 por 100, frente a un 65 por 100 en las elecciones generales británicas de 2010. Los votos se repartieron entre 2.001.926 para el no y 1.617.989 para el sí, o sea un 55 frente a un 45 por 100 en contra de que Escocia se convirtiera en un país independiente. La demografía era muy elocuente. Por el no se habían inclinado notablemente los votantes de mayor edad: una clara mayoría de los mayores de 55 años votaron no, entre ellos alrededor de tres cuartas partes de los mayores de 65 años, dando muchos como razón principal la cuestión de las pensiones o el temor por sus ahorros y la moneda. Las mujeres votaron ligeramente más por el no que los hombres, aunque eso podría reflejar en parte el predominio femenino en los grupos de mayor edad. Entre los menores de 40 años había una clara mayoría por el sí, sobre todo entre 25 y 34 años de edad, el 59 por 100 de los cuales votaron por la independencia. Según las encuestas anteriores al referéndum, una mayoría significativa de los escoceses de origen asiático votaron sí. En general, el voto no tenía una alta correlación con mayores ingresos y estatus más alto; en los barrios más pobres y los barrios periféricos, el voto SÍ era del 65 por 100; era de ese grupo del que habían surgido la mayoría de los nuevos votantes. Un rasgo llamativo era el choque entre los resultados del referéndum y las lealtades regionales hacia los partidos. El voto sí de la clase obrera estaba concentrado en lo que antes eran los grandes reductos de voto laborista, sobre todo en Dundee (57 por 100) y Glasgow (54 por 100), con resultados parecidos en North Lanarkshire y West Dumbartonshire; en Inverclyde el sí obtuvo la mayoría por 88 votos. Por otro lado, Aberdeenshire, la «Texas de Escocia» y fortaleza del SNP que incluye el distrito de la circunscripción de Holyrood de Salmond, votó contra la independencia.
En ciertos aspectos la referencia más cercana podrían ser las elecciones griegas de junio de 2012, en las que Nueva Democracia, el PASOK y DIMAR obtuvieron dos puntos por encima de Syriza apelando a las preocupaciones financieras de los pensionistas, amas de casa y votantes rurales, mientras que los jóvenes y las ciudades votaron por hacer frente a la depredación de la Troika. Una diferencia es el legado escocés de una clase obrera «formal» más amplia, ahora envejecida y que tiene que pagar su hipoteca, con temores comprensibles por sus puestos de trabajo y pensiones en condiciones de crisis y austeridad. En cuanto al voto de la clase obrera –que todavía sigue siendo la mayoría de la población escocesa– estaba profundamente dividido. El testimonio personal de un partidario del sí en Edimburgo el mismo día del referéndum nos ofrece una vivida sensación al respecto.
Visité dos zonas para conseguir el voto afirmativo. La primera fue Dryden Gardens [en Leith], en la que viven principalmente trabajadores bien pagados y pensionistas en viviendas adosadas. Al llamar, la mitad de ellos habían cambiado ya su voto o no estaban dispuestos a compartir sus intenciones conmigo […]. A continuación, torcí la esquina a Dryden Gate, un barrio donde predominan los pisos alquilados a trabajadores de cuello azul, con una alta proporción de familias inmigrantes. Cada votante del sí con el que hablé tenía la cosa muy decidida y había votado ya o esperaba a algún familiar para ir a votar juntos.
La geografía social del voto lo muestra claramente. Las zonas del no corresponden en general a distritos rurales –Dumfries y Galloway (66 por 100 no), Aberdeenshire (60 por 100 no)– y Edimburgo, tradicionalmente conservador (61 por 100 no). La única ciudad de cierto tamaño en Dumfries y Galloway es la propia Dumfries, con una población algo mayor de 30.000 habitantes. La economía está dominada por la agricultura, con la silvicultura siguiendo de algún modo por detrás del turismo. Dos relaciones son cruciales: con la Unión Europea a través de la Política Agrícola Común, de forma que la amenaza de exclusión, incluso por un tiempo limitado, tenía consecuencias obvias para los granjeros y sus empleados; la otra con Inglaterra: Carlisle está más cerca que ninguna ciudad escocesa y muchos lazos familiares y de negocios con Cumbria son más estrechos que con el resto de Escocia. También Aberdeenshire es una zona rural y conservadora con ciudades relativamente pequeñas y en las que los tories eran la principal fuerza política antes del ascenso del SNP (son todavía el segundo partido del Consejo comarcal). La principal fuente de empleo es el sector público –el Consejo comarcal, la educación y la sanidad–, pero el segundo es la energía, estando la mayoría de los empleos relacionados con el petróleo del Mar del Norte; la terminal de gas en St Fergus, cerca de Peterhead, surte alrededor del 15 por 100 de las necesidades británicas de gas natural. Como cabía esperar, la amenaza de deslocalización de las compañías petrolíferas era allí una cuestión importante, como en el propio Aberdeen. El tercer sector por empleo, el de agricultura y pesca, tiene una relación compleja con la Unión Europea pero, como en el caso de Dumfries y Galloway, la incertidumbre sobre el mantenimiento de la pertenencia a la UE influyó probablemente en los granjeros que reciben subsidios. Finalmente, Aberdeenshire tiene la mayor tasa de crecimiento de cualquier área comarcal y la tasa más alta de aumento de la población de Escocia, lo que podía entenderse como una mejora debida a los actuales dispositivos constitucionales.
Edimburgo, la capital histórica de Escocia, tiene una larga historia tory y no eligió un Consejo municipal con mayoría laborista hasta 1984 (actualmente está dirigido por una coalición entre el SNP y los laboristas). Dejando a un lado Londres, tiene los ingresos anuales más altos por residente de todo el Reino Unido, y el porcentaje más bajo de solicitantes de prestación para la búsqueda de empleo (expresión con que bautizó el Nuevo Laborismo el subsidio de desempleo). Tiene a la vez una clase media desproporcionadamente grande y una proporción significativa de trabajadores empleados en sectores supuestamente amenazados por la independencia, incluida la educación superior –la Universidad de Edimburgo es el tercer mayor empleador de la ciudad– y las finanzas: el Royal Bank of Scotland, Lloyds y Standard Life son respectivamente el cuarto, quinto y sexto. El único distrito parlamentario que se acercó a un voto mayoritario por la independencia (con un 47 por 100 de votos por el sí) fue Edimburgo Este, donde se encuentran algunos de los barrios más pobres de la ciudad, como los Dumbiedykes.
El voto más alto por el sí se produjo en Dundee (57 por 100). Se trata de la cuarta mayor ciudad de Escocia después de Glasgow, Edimburgo y Aberdeen, tiene el nivel más bajo de ingresos medios de las cuatro y uno de los más altos niveles de desempleo. Las industrias básicas de la construcción naval, la fabricación de alfombras y la exportación de yute se cerraron durante la década de 1980; en la ciudad se vivió en 1993 una de las luchas más importantes contra la desindustrialización en toda Gran Bretaña, en definitiva perdida, con la huelga durante seis meses para evitar el cierre de la planta de Timex. Los mayores patronos –como en la mayoría de las ciudades escocesas– son el Consejo municipal y el Servicio Nacional de Salud, aunque también tienen importancia la empresa editorial D. C. Thompson (ferozmente antisindical) y las universidades de Dundee y Abertay, esta última se ha labrado un nicho en el sector de los videojuegos: Rockstar North, que desarrolló Grand Theft Auto, fue fundada originalmente en Dundee como DMA Design por David Jones, graduado en Abertay). Aunque la industria ha declinado, empresas como National Cash Register y Michelin siguen manteniendo muchos empleos. Dundee, que antes era un bastión del laborismo, viene enviando a Westminster un diputado del SNP desde 2005. Tras el referéndum hubo aquí una manifestación particularmente airada en el exterior del Caird Hall pidiendo que se repitiera el voto, pero que se convirtió, por un micrófono abierto, en una explosión de rabia por todas las razones que habían llevado a la mayoría de los dundonianos a votar sí.
El voto por el sí en Strathclyde, en el corazón del antiguo Red Clydeside –que abarca áreas de Glasgow, North Lanarkshire y West Dunbartonshire– fue la mayor catástrofe para los laboristas. Como se ha señalado, las primeras señales de su pérdida de apoyo se observaron tras la invasión de Iraq en 2003, cuando el voto de protesta de la izquierda envió a Holyrood a siete verdes, seis representantes del Partido Socialista escocés y cuatro radicales independientes, incluidos Dennis Canavan y Margo MacDonald. El SNP comenzó a erosionar realmente el voto laborista en Glasgow en 2011, después de que el Consejo municipal hubiera decidido recortes y cierres a raíz de la gestión de la crisis financiera en favor de la City por Gordon Brown, y no es difícil entender por qué. Aunque los niveles de pobreza en Liverpool y Manchester son parecidos, el número de muertes prematuras en Glasgow es más de un 30 por 100 más alto; la tasa de mortalidad es de las peores de Europa. La esperanza de vida en el momento del nacimiento para los varones está casi siete años por debajo del promedio nacional; en el área de Shettleston la diferencia es de 14 años, y en Calton de veinticuatro años, lo que da una esperanza de vida inferior a la media en Iraq o en Bangladesh. Lo que en otro tiempo fue una de las áreas más industrializadas de Europa es ahora esencialmente una economía de servicios dominada como es habitual por el Consejo municipal y el Servicio Nacional de Salud, pero con empleos significativamente mal pagados en la venta minorista y los «servicios de negocios», esto es, los centros de llamadas. La ciudad está volviendo a crecer, pero de forma espectacularmente desigual, como demuestran la renovación del área de Clyde Walkway y la Merchant City en el centro de Glasgow.
Un amanecer brumoso para el laborismo
Aunque es demasiado pronto para calibrar el alcance de ese giro en el voto, sobresale una paradoja. El laborismo escocés se ha visto drásticamente socavado por su victoria, mientras que el SNP y el movimiento independentista radical han salido fortalecidos de su derrota. Esto es absolutamente evidente a escala de partido. A los diez días del referéndum, el número de afiliados al SNP había pasado de 25.642 a 68.200, mientras que los verdes se habían más que triplicado, pasando de 1.720 a 6.235. Cuando la Campaña por una Independencia Radical anunció que el 22 de noviembre celebraría una conferencia en Glasgow sobre el tema «¿Adónde ahora?», 7.000 personas apoyaron la convocatoria en Facebook y hubo que sustituir el local por el Clyde Auditorium. Una concentración en la plaza George convocada por la operación Esperanza no Miedo de Tommy Sheridan en apoyo de la independencia congregó a unas 7.000 personas el 12 de octubre. Las encuestas posteriores al referéndum indicaban la posibilidad de un salto del SNP que podría darle un buen mordisco a los laboristas en las elecciones de 2015 al parlamento de Westminster.
Entretanto el laborismo escocés se ha sumergido en una lucha fratricida tras la dimisión de su líder Johann Lamont, que acusó a Miliband y a su camarilla de comportarse como «dinosaurios» desconectados incapaces de ver cómo ha cambiado el panorama político escocés, y que tratan al Partido al norte de la linde como una «sucursal». La larga lista de agravios de Lamont incluía haber sido apartada sin contemplaciones por Miliband, al mejor estilo Beria, durante el proceso de selección de candidatos en Falkirk en 2013, destituyendo igualmente desde Londres sin consultarla al secretario general de los laboristas escoceses, Ian Price, y prohibiéndole abrir la boca sobre el profundamente impopular «impuesto de los dormitorios vacíos» de la coalición hasta que Miliband hubiera tomado una decisión al respecto. Entre las muchas defecciones en el Partido Laborista escocés hay que señalar la de Allan Grogan, impulsor del grupo Laboristas por la Independencia ridiculizado inmisericordemente por la dirección nacional, para quien el Partido se hallaba «en un profundo declive, que temo que pueda ser definitivo».
El SNP ha presentado un documento de cuarenta y dos páginas pidiendo que el Parlamento escocés tenga derecho a decidir en Escocia sobre todos los impuestos y a retener los ingresos, a decidir todo el gasto y la política de empleo y bienestar, incluido el salario mínimo, y a definir el marco constitucional interno de Escocia; en resumen, la Devo Max. Las propuestas de los partidos unionistas están condenadas a quedar muy por debajo. Existe un peligro obvio en el que pueden caer los partidarios del sí por el comprensible deseo de ver si los partidos unionistas mantienen sus promesas: el peligro es la propia Devo Max. Bajo regímenes neoliberales, cuanto más se vacía de contenido la política, mayores son las oportunidades para la pseudodemocracia: los ciudadanos-consumidores pueden participar en las elecciones para concejales, alcaldes, comisionados, etc., extendiendo la responsabilidad a cuerpos cuyas opciones políticas están severamente restringidas, tanto por su estatuto como por su dependencia financiera del Estado central. El resultado en los consejos municipales ha sido dar a ciudadanos atomizados el derecho de voto sobre qué servicios prefieren cerrar. Si esa es la base para una «mayor devolución» en Escocia, habría que rechazarla. La Devo Max será valiosa sólo en la medida en que implique una mayor democratización de la sociedad escocesa, más que «poderes» estrictamente circunscritos para el subEstado escocés.
Laboristas y conservadores están también en desacuerdo con respecto al compromiso tempranero de Cameron –a las siete de la mañana después del referéndum– de «votos ingleses para leyes inglesas» si se devuelven más poderes a Holyrood. Dado que 41 de los 257 miembros laboristas del Parlamento provienen de distritos escoceses, esto perjudicaría su peso en la Cámara de los Comunes. La solución obvia a la cuestión de «West Lothian», esto es, la asimetría constitucional introducida por la devolución, por la que los parlamentarios ingleses no pueden votar sobre aspectos de la política escocesa, mientras que los parlamentarios escoceses siguen votando en Westminster sobre leyes que se aplicarán únicamente en Inglaterra y Gales, es una Constitución plenamente democrática, y por lo tanto escrita. Pero eso es precisamente lo que ambos partidos quieren evitar a cualquier precio, por lo que los tories, desesperados por poner freno al United Kingdom Independence Party (UKIP), están planteando propuestas cada vez más barrocas de sesiones en serie de los comités para «leyes inglesas», mientras que los laboristas se niegan a discutir siquiera el asunto.
En lugar de asegurar un futuro estable para el Reino Unido, el referéndum de independencia escocés ha remachado que la cuestión seguirá sobre la mesa. En 2013 un portavoz de la coalición de Westminster dijo que se necesitaba una «derrota aplastante»: si el 40 por 100 o más de la población escocesa respaldaba los llamamientos a la independencia, «la presión podría aumentar». En ausencia de esa derrota aplastante la dirección laborista, contemplando el despertar a la vida política de barrios como Northfield en Aberdeen, Fintry en Dundee, Craigmillar en Edimburgo o Drumchapel en Glasgow, deben recordar las palabras que dirigió a Robert Southey aquel archiunionista que fue Sir Walter Scott, poco antes de la huelga general en Escocia de 1820: «El país está minado por debajo de nuestros pies». Y así es, efectivamente.
Notas:
1. El Parlamento escocés consta de 73 miembros elegidos mediante el sistema mayoritario y 56 miembros adicionales [7 por cada una de las 8 regiones] en listas de partidos, elegidos mediante el sistema de «miembro adicional» inspirado en el sistema D’Hondt, que es el menos proporcional de los sistemas proporcionales y beneficia siempre a los partidos más grandes, aunque también permite cierta representación de partidos más pequeños. Así el Partido Socialista Escocés y los Verdes lograron 6 y 7 parlamentarios respectivamente en 2003, habiendo obtenido cada uno de ellos alrededor del 5 por 100 de los votos.
2. Suki Sangha y David Jamieson, «The Radical Independence Campaign»’, RS21 2, otoño de 2014, p. 29.
Este artículo pertenece al número 89 de la versión en castellano de la New Left Review, editada por traficantes de sueños en colaboración con la Secretaria de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de Ecuador.
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