El autor, miembro del Observatorio de Antropología del Conflicto Urbano de Barcelona (OACU), analiza las sombras de la participación convertida en objeto de deseo por todas las instituciones políticas
Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la participación. Y digo esto porque es imposible escapar, ya sea en la más sofisticada de las tertulias radiotelevisivas, o en la más discreta e íntima de las conversaciones entre amigos, al argumento de que la solución de la crisis económica, política, social e institucional que vive en estos momentos el Estado español, o incluso Europa, pasa por dotarnos de instrumentos y herramientas que permitan una mayor participación a la ciudadanía y a los movimientos sociales.
Se usa el concepto mismo de participación como si fuera un elemento propio de la izquierda política y social, cuando la historia nos demuestra que esto no es así
Dejando para otro momento el concepto mismo de ciudadanía (¿es un migrante sin papeles que acude al médico, una menor de 18 años que quiere abortar, un Guardia Civil que se quiere sindicar o un parado de larga duración en busca de un empleo, un ciudadano/a?), lo que sí es cierto es que el argumento de la participación se ha hecho omnipresente estos días. No hay reforma urbana, propuesta de Ley o partido político que no se vea cuestionado por el argumento de la necesidad de una mayor participación. Pero, ¿de verdad una mayor participación, simple y directamente, impediría algunos de los desmanes cometidos o permitiría una mayor cercanía de la población en general a la política? Veamos tres ejemplos.
Mike Davis, en su altamente recomendable libro La ciudad de cuarzo, recorre más de cien años de la historia de la ciudad de Los Ángeles, en Estados Unidos, a través de las transformaciones urbanas que en ella se produjeron. El interés del libro de Davis, el cual comienza hablando del asentamiento de una comunidad utópica a las afueras de la metrópolis californiana hace varias décadas, recae en el papel que los movimientos sociales, en su acepción más amplia, tuvieron en dichas transformaciones. El antropólogo americano recoge, entre otras cuestiones, el origen de muchas de las urbanizaciones más elitistas y cerradas de Los Ángeles, de la relación entre política y compañías inmobiliarias y, lo que es más interesante, como muchos de estos movimientos sociales fueron fuertemente conservadores y regresivos, apostando por elementos clasistas y cortoplacistas (el incremento del valor catastral del suelo, por ejemplo) antes que por valores de carácter más genéricos y solidarios como pudieran ser la justa distribución del espacio o la mejora de la calidad de vida de las comunidades más desfavorecidas.
En 2010, tras la crisis en la que se sumió Islandia en los inicios de la Gran Recesión, un potente movimiento social, en alianza con los partidos políticos de la izquierda parlamentaria islandesa, puso en marcha un proceso participativo con alto protagonismo de las redes sociales. El fin último de dicho proceso era redactar una nueva constitución que diera más poder y capacidad de control político a los nacionales de aquel país. Todos esperaban, y los colectivos izquierdistas de todo el mundo más que nadie, que el experimento islandés fuese bien. De hecho, nadie esperó a que éste finalizara para alabar su valor y reconocer el papel de la participación popular en el mismo. Una sociedad reducida, se trata de un país relativamente pequeño, y tan homogénea culturalmente, tenía ante sí todas las oportunidades que la ocasión le ofrecía. Muy bien, pues solo tres años después, el mismo partido político, de derechas, responsable de llevar al caos al país volvió al poder con una participación electoral total superior al 80% del electorado. De la nueva constitución 2.0 no se tienen noticias.
Hace un par de años, el Ayuntamiento de Barcelona, tras cumplir con los trámites obligatorios y oportunos de información y participación, puso en marcha unas obras en la rambla de un conocido barrio de la ciudad. Los vecinos, consternados, salieron a la calle a detener los trabajos el mismo día de su inicio argumentando que no se había contado con ellos a la hora de proceder a tal decisión. De hecho, sí que se había producido, aunque reducida e institucional, la posibilidad de que el vecindario se posicionara al respecto, pero fueron los comerciantes del barrio, siempre atentos a estas cuestiones, los que sacaron partidos de las circunstancias. La situación se saldó con la puesta de un proceso participativo popular abierto a todo el barrio donde la colaboración vecinal final fue, siendo generosos, escasa.
Y es ahí, creo, donde subyace alguna de las apreciaciones más comunes que se encuentran detrás del argumento del poder de la participación: El hecho de que la liberación de las fuerzas participativas, por fuerza, conducirán no solo a una mayor capacidad de intervención social en los asuntos públicos, sino que además, ésta será políticamente progresista, interclasista y universalista. Es decir, como si el concepto mismo de participación fuera un elemento propio de la izquierda política y social, cuando la historia nos demuestra que esto no es así. No debemos olvidarnos del papel que ciertos colectivos, entidades, movimientos y partidos juegan en nuestra sociedad, en un sentido u otro. Una sociedad que no está formada por iguales, y donde algunos tienen más interés y capacidad de participar que otros. No debemos caer, así, en un fetichismo de la participación.
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