La razón común a todos los países de la “comunidad internacional” que combaten al Estado Islámico es que éste pone en peligro por igual sus diferentes intereses.
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El Estado Islámico (EI, Daesh según el acrónimo árabe), escisión radical de Al-Qaeda, es una fuerza que, tras la interrupción esperanzadora de las revoluciones árabes, vuelve multiplicada desde el pasado, junto a las dictaduras y las intervenciones extranjeras, como si no hubiera pasado nada. Pero se trata sólo de un efecto óptico, porque este retorno del pasado se inscribe en un contexto político y geoestratégico enteramente nuevo.
En primer lugar el EI, al contrario que Al-Qaeda, no es una franquicia multinacional, sino que tiene un proyecto y un anclaje fuertemente territorial. De hecho, controla una parte nada desdeñable de los territorios de Siria e Iraq, cuyas fronteras –denunciadas como resultado de los acuerdos Sykes-Picot de 1916– han sido suprimidas. Al mismo tiempo, cuenta con los recursos económicos y militares de un Estado y es, si se quiere, mucho más soberano que muchos estados. Comodín de innumerables intereses diferentes y hasta encontrados, se autofinancia de forma pragmática, incluyendo la venta de petróleo a Turquía y Siria, países formalmente enemigos y enfrentados además entre sí. Pretende asimismo impartir justicia, o una trágica parodia de justicia, mediante tribunales y ejecuciones públicas que “fundan” la propia legitimidad que invocan. Como reconocía un responsable del Pentágono, el EI no es sólo “una organización terrorista”, sino también una “organización militar” en el más amplio y constituyente sentido de la palabra.
“Comunidad internacional”
Pero el EI, además, se inscribe en una relación de fuerzas regional muy distinta de la que nos era familiar antes del estallido de las revueltas árabes y del “desorden global” que ellas revelaron y aceleraron. Por una paradoja muy elocuente, la irrupción brutal y fulgurante del EI ha hecho realidad la patraña instrumental que los EE UU habían utilizado siempre para intervenir en distintos lugares del planeta: la de la “comunidad internacional” en lucha contra el “terrorismo”. Por primera vez hay una “comunidad internacional”, al menos de naciones, que, con independencia de sus relaciones recíprocas, parecen estar de acuerdo en combatir al mismo enemigo.
EI es un comodín de innumerables intereses, que se autofinancia de forma pragmática
Si exceptuamos la discreta y maniobrera Pakistán, patrocinadora de todos los movimientos islamistas violentos de la región, y de la ambigua Turquía, que trata de administrar esa violencia en contra de los kurdos del PKK y del PYD, los mismos países que parecían irreconciliables en torno a la cuestión siria (o ucraniana o antes en Libia) han alcanzado un acuerdo formal o tácito contra el EI. Irán y Rusia –pese a sus reservas retóricas– están al lado de EE UU en esta aventura, así como el régimen sirio, que permite que aviones “enemigos” bombardeen su territorio –igual que hace Asad– y hasta se jacta de haber “negociado” con la Administración Obama. Incluso Arabia Saudí y Qatar, complacientes hasta ahora, rivales entre sí y antagonistas de Irán, se han sumado a esta “gran alianza” con la que también Israel colabora de tapadillo. Y frente a la cual la propia izquierda antiimperialista se muestra o desconcertada o poco beligerante. Por una vez parece cierta la consigna movilizadora del imperialismo clásico: “Todos contra el EI”. Que es casi como decir: todos contra el ébola.
¿Por qué esta unanimidad? No, naturalmente, porque la “comunidad internacional” odie el fanatismo y la violencia y defienda los derechos humanos. La única razón común a todos es que el EI pone en peligro por igual sus diferentes intereses. Arabia Saudí ve de pronto amenazado su propio territorio; Qatar (y Turquía, con su contradicción kurda), su proyecto hegemónico regional; Irán, su protagonismo como gran potencia dominante en Iraq, Siria y Líbano; Rusia y China, sus alianzas en la zona; EE UU (al que la Unión Europea sigue mansamente), el poco crédito y las ruinas tambaleantes de su fracaso criminal en Iraq. Todos ellos habían utilizado, tolerado o alimentado el islamismo radical para evitar que los pueblos de la zona cuestionasen el statu quo mediante el establecimiento de regímenes democráticos contrarios, al mismo tiempo, a las dictaduras locales, los imperialismos e Israel. Frente a esta amenaza democrática, Obama y Bachar al-Assad –por citar dos presuntos enemigos– han preferido hacer posible el EI que ahora combaten juntos.
Este “todos contra el EI” no hace sino restablecer, de manera ampliada, las tres fuerzas que desde hace 60 años controlan Oriente Próximo: las dictaduras terroristas, el imperialismo terrorista y el yihadismo terrorista. Como bien denuncia la reciente declaración de las Bases de Apoyo a la Revolución Siria contra los ataques aéreos “aliados”, no puede combatirse con éxito el EI sin acabar al mismo tiempo con el régimen sirio, al que se ha permitido aplastar brutalmente la revolución. Lo mismo puede decirse de Iraq: el EI no podrá ser vencido mientras no se construya una alternativa democrática e integradora al Gobierno proestadounidense y proiraní de Bagdad. Los bombardeos aéreos de los EE UU y sus coaligados no sólo matarán civiles y agravarán las derivas sectarias sin conseguir sus objetivos militares (véase el asedio a la ciudad kurda de Kobane), sino que aumentarán el prestigio “antiimperialista” y “guerrero” del EI en unas poblaciones que se sienten abandonadas a su suerte, humilladas y traicionadas. “Todos contra el EI” deja una vez más fuera de juego a los pueblos y sus sociedades civiles, que son las únicas fuerzas que lo combaten de veras y que son capaces de derrotarlo.
Como he escrito otras veces, las revoluciones árabes arrojaron el imperialismo, la dictadura y el yihadismo al cajón del pasado, de donde ahora vuelven, muertos vivientes, para reclamar su presa. Son zombis, pero los zombis –no lo olvidemos– pueden gobernar eternamente el mundo.
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