La creación en los 70 del concepto de marca blanca ha mutado en el de marcas de distribuidor, una estrategia que juega con la rebaja de precios para competir.
Hace algunas décadas, una determinada empresa de distribución comercial, francesa por más señas, decidió someter a las marcas a una cuidadosa operación de blanqueo: les quitó los colorines que caracterizan los envases de las marcas convencionales, las presentó en envases luciendo una etiqueta blanca donde sólo aparecía el nombre del producto genérico acompañado por la enseña de la referida empresa y las lanzó al mercado mediante una ruidosa campaña publicitaria que escenificaba la operación comercial como si se tratara de una iniciativa en defensa de los intereses del consumidor.
Hay que mirar más allá de lo que es una disputa entre dos sectores de la actual estructura capitalistaHabían nacido las “marcas blancas”. Productos por lo general de una calidad equiparable a los correspondientes a marcas de fabricantes, pero de precio menor. Productos que ya no dirigían la atención del comprador hacia su fabricante –el cual en la mayoría de las ocasiones permanecía anónimo– sino hacia la empresa distribuidora. Y productos que han ido imponiéndose poco a poco en los estantes de los supermercados e hipermercados españoles, al igual que en otros muchos países, donde ya suponen un importante porcentaje de las compras diarias que actualmente en nuestro país se calcula en el 41,5%.
Las redes de contención
¿Dónde está el secreto de este éxito? La razón es obvia: misma calidad a menor precio. ¿Y dónde está el secreto de que las empresas de distribución comercial puedan vender más baratos sus productos de “marca blanca” que los que ostentan el logo de sus fabricantes? En que, mientras los segundos tienen que conquistar las preferencias del consumidor a través de costosísimas campañas de marketing y publicidad, referidas por lo general a cada una de sus marcas y en ceñida competencia con el resto de los fabricantes del mismo producto, la empresa de distribución comercial cuenta en sus propios establecimientos con el mejor medio publicitario imaginable: le basta con poner su producto de marca blanca junto a los de los fabricantes competidores, cada uno con su etiqueta con el precio… y dejar que el comprador decida. Y todo lo más, arropar la imagen de su cadena comercial mediante una única campaña de imagen que revierta a favor de todos sus productos de marca blanca.
Obviamente, con el estallido de la crisis el éxito de las marcas blancas no ha dejado de crecer. El consumidor o la consumidora que han visto drásticamente reducido su poder adquisitivo ya no se deja llevar tanto por las imágenes seductoras que le brinda la publicidad. Lejos de ello, ha reorganizado sus hábitos de compra examinando cuidadosamente la etiqueta de cada producto, y lógicamente su precio, antes de depositarlos en el carrito. Y cuando comprueba que son prácticamente productos idénticos los que lucen en unos casos la enseña rutilante de una marca prestigiosa y en otros la del propio establecimiento donde realiza la compra, ¡zas!, la decisión está tomada, y ésta se inclina cada vez más a favor de la marca de la casa.
Claro está que las llamadas “marcas blancas” ya no son lo que eran, y por eso es más justo denominarlas con el término más aséptico de “marcas de distribuidor”, para distinguirlas de las tradicionales marcas de fabricante. Una vez que las primeras han igualado a las segundas en términos de calidad y que en numerosas ocasiones se trata del mismo producto elaborado por el mismo fabricante y vestido de dos formas distintas, ya no hay muchas razones para que tales marcas se disimulen como blancas: son simplemente el resultado de una estrategia puesta en marcha por las empresas de distribución comercial hiperconcentradas, que de esta manera proclaman su superioridad frente a los fabricantes obligándoles en muchos casos a cederles sus productos más preciados, simplemente cambiándoles el logo por el suyo propio, si no quieren ser víctimas de su boicot. Y si el consumidor se beneficia por su parte, ello es un mero efecto colateral del hecho de que, como antes vimos, la empresa de distribución comercial dispone con sus establecimientos de venta al público en régimen de autoservicio del mejor medio publicitario imaginable; mientras que, por el contrario, los fabricantes se ven obligados a recurrir a costosas campañas de marketing y publicidad para fascinar al consumidor a favor de cada una de sus marcas.
Tras el embrujo de la marca
Pero hay que mirar más allá de lo que en el fondo sólo es, como podemos ver, una disputa entre dos sectores de la actual estructura capitalista. El hecho de que el consumidor, empujado por la crisis, se resista a dejarse seducir por unas imágenes de marca construidas por la publicidad y el marketing, ya es de por sí significativo; y si a ello añadimos que esas marcas de colorines constituyen probablemente el principal instrumento del que hoy se vale la explotación capitalista, hay que reconocer que el presente auge de las marcas blancas marcha por el buen camino. No nos encontramos, obviamente, en presencia de la revolución antimarca de que se hizo profeta Naomi Klein en su celebrado No logo. Pero resistirse al embrujo de las marcas, tratando de este modo de recuperar el protagonismo en sus comportamientos de consumo, es un modo de buscar por parte del consumidor la huella del trabajo humano frente a esa “producción semiótica” –producción de signo-marca y entronización del signo/mercancía en el lugar de la mercancía– a la que ha fiado su suerte durante décadas el capitalismo, antes del presente desquiciamiento financiero.
El dueño de Mercadona no lo entiende
“No entiendo por qué se habla de marca del distribuidor y marca del fabricante”, ya que “a mí la marca no me la hace el espíritu santo. Todas las marcas las fabrican los fabricantes”, dice Juan Roig. La respuesta se la pueden dar sus propios proveedores, a los que el empresario valenciano aprieta hasta casi la asfixia por el privilegio de lucir en sus productos el logo de la casa Hacendado.
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