Una de las máximas del movimiento
15M ha sido, desde su origen, que
“no somos mercancía en manos de
políticos y banqueros”. Esto parece
una obviedad, pero ha sido necesario
que cientos de miles de personas
hayan salido a tomar las calles para
recordárselo a la clase política. ¿Quizá porque no estaba tan claro?
Una de las leyes más reveladoras de
la enfermedad del sistema político
actual ha sido, sin duda, la Ley Sinde,
reflejo español del Acuerdo Comercial
Anti-falsificación (ACTA) promovido
por Estados Unidos.
¿Y por qué es perversa? En palabras
de mi profesor, Isaac Hacksimov, la
Ley Sinde adolece de tres patologías
que han provocado su muerte antes
de su nacimiento. Son las tres ‘íes’
que la caracterizan: injusta, ilegítima e
ineficaz.
Injusta, en tanto que introduce un sistema
de censura previa que limita tu
derecho a expresarte y acceder a la
cultura libremente; ilegítima, en tanto
producto de presiones de la industria
del entretenimiento cultural, multinacionales
del cine y la música que han
conseguido trasladar sus pretensiones
particulares a las legislaciones de
medio mundo y camuflar sus avariciosas
demandas bajo el disfraz de la
propiedad intelectual; e ineficaz, en
tanto que la propia redacción de las
disposición evidencia el profundo desconocimiento
del legislador sobre el
funcionamiento de internet. Para dejar
claro este último punto, las encantadoras
chicas de Hacktivistas publicaron hace unos meses el Manual Anticensura
con la colaboración de Traficantes
de Sueños y el periódico en
que escribo estas líneas.
La comunidad internauta tenía muy
clara la ilegalidad de la disposición,
pero el 15M, en su afán por superarlo
todo, transformó la lucha de
los freaks, geeks y hackers en una
guerra global contra la censura. El
15M añadió al informe forense de
la Ley Sinde una nueva patología:
indignante.
Especialmente, tras la detención del
presidente de la SGAE, Teddy Bautista,
y sabiendo que el Ministerio
de Cultura es responsable de la
supervisión de las cuentas de la
entidad de gestión, la Disposición
Final Segunda resulta más insultante
que nunca y, por tanto, su abolición
es imperativa.
En un sistema democrático, la Ley es
la expresión de la voluntad general, y
esta voluntad ya se ha manifestado
claramente en las calles y en internet.
El veredicto ha sido unísono:
queremos mantener la neutralidad
de la red, queremos acceso libre a la
cultura y rechazamos las injerencias
de los intereses empresariales en las
decisiones políticas.
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