Por encima del debate entre defensores del copyright y del copyleft, ambos se basan en la idea de autoría y cómo dar respuestas a las necesidades del mercado.
Texto de Carlos García, traductor y librero.
Un alfarero no daría crédito
si alguien le dijera
que, además de pargarle
su trabajo, se le va a dar
en concepto de royalties, un dinero
por cada vez que, digamos, alguien
bebe en alguna de sus vasijas. Lo
mismo le ocurriría a un músico si
se le dijera lo contrario: que sólo se
le va a pagar por la composición hecha,
sin royalties por éxito en el
mercado. Ambos se quedarían estupefactos
porque ambos saben
dónde están: el primero es un trabajador,
el segundo un artista. Los
dos son, indudablemente, autores
de sus creaciones; sin embargo, sólo
a uno de ellos le protegen los derechos
de autoría.
Se suele argumentar que el copyright
sólo cubre al artista y al hombre
de cultura porque, frente al artesano,
por ejemplo, aquellos tienen
intención creativa y difunden la cultura
y el conocimiento (sic). Pero los
derechos de autoría no son premios
a la creatividad y a la difusión de la
cultura. De hecho, la aplastante mayoría
de las creaciones musicales, literarias
o artísticas, poseedoras de
ellos, carecen de todo pulso creativo,
pulso que, en algunas ocasiones,
la artesanía posee. También se suele
argumentar que el trabajo del artista
es intelectual y el del trabajador
manual, pero gran número tanto de
músicos y pintores como de artesanos
no compartirían esta opinión,
cada cual por la parte que le toca:
los pintores también pintan y los artesanos
incluso piensan.
Las razones
más habituales para crear ese
excepcional tipo de autoría, que es
la cultural, hacen aguas.
Sea como sea, los derechos de reproducción
y explotación se “conceden”
sólo (y acaso afortunadamente)
a las prácticas autorales,
culturales o artísticas reconocidas
por la moderna institución cultural.
Y ésta, por su parte, reconoce sólo
a aquellos productores de bienes
culturales que cumplen con dos criterios
bien claros: colaborar en la
generación de una nueva imagen
tolerante y democrática del poder
político a través de la cultura y ser
a su vez explotables económicamente
en el actual mercado liberal.
Puede que los artesanos cumplan
el segundo criterio mal que bien,
pero se muestran ineficaces a la hora
de cumplir el primero. Por su
parte, el copyright se ha mostrado
incapaz de hacer frente a los nuevos
tipos de gestión que requieren
las nuevas mutaciones del mercado
y la política culturales.
Copyleft, otros derechos
Los Creative Commons (CC) son
una versión del copyright adaptada
a las necesidades actuales del mercado.
BUMA/Stemra (algo así como
la SGAE holandesa) incluso comenzó
a incorporar las licencias CC en
2007. Emmanuel Rodriguez resume
claramente esta mutación cuando
escribe que, frente a la reticencia de
los autores y editores a aceptar el
CC: “El principal argumento que se
puede esgrimir (además de que el
copyleft no es inviable en términos
comerciales) consiste en defender
su función como difusores del conocimiento
y de la cultura”.
"Cuando el acceso al arte
y al pensamiento que la cultura
parasita es una necesidad vital y
política, el robo y el expolio, la expropiación,
son legítimos".
Efectivamente: ni las licencias
CC son ajenas al juego del mercado
y el plusvalor, ni el “autor” (lease
‘Autor’) es un trabajador o un artesano
ordinario. El copyleft es un intento
de compatibilizar la función
social de la cultura con el mercado.
Frente a los defensores del copyright,
obsesionados con sacar rentabilidad
hasta del más mínimo movimiento,
los abogados del copyleft,
más sensatos, vienen a decir: “sólo si
hay dinero de por medio en la explotación
de una creación cultural queremos
nuesta parte; si no lo hay,
pues nada, nos vale con su valor simbólico,
canjeable por poder”.
Los defensores
del copyright sencillamente
son empresarios con un modelo de
explotación venido a menos. Es indiferente
si la ley de explotación cultural
se llama Sinde o Conde, Creative
Commons o copyright, la cultura está
ya muy entrelazada en el mercado
y su fomento es una herramienta habitual
y eficaz de instituciones y
Estado para legitimarse.
Como estas
últimas no pueden sobrevivir sin el
mercado y el mercado no puede
prescindir de la cultura, es el mismo
mercado el que se autorregula del
modo más eficaz posible para seguir
haciendo rentable la cultura sin que
ésta deje de proyectar una imagen
de tolerancia sobre el poder.
Cultura y salud política
La primacía de la cultura como herramienta
de legitimación del poder
se ha mostrado de una enorme
eficacia desde la revolución burguesa
del ‘68. Fue entonces cuando
comenzamos a pensar que una rica
cultura emergente es el síntoma de
la buena salud política de una sociedad.
Tanto es así que, ahora, el
Estado y sus instituciones necesitan
de una cultura no sólo diversa
sino incluso contestararia y rebelde
para legitimar su espectáculo democrático.
Por su parte, el mercado
no puede perder el nicho que supone
el mundo de la cultura y necesita
transformarse para poder satisfacer
a este nuevo tipo de consumidores
que en la cultura encuentran
su canalizador de rabia.
Y es verdad que ya no se puede,
si es que alguna vez se ha podido,
entender la cultura sin mercado e
igual se trata de encontrar modelos
sostenibles de cultura (quizá una
cultura reciclable, o una cultura
biológica...), pero tampoco hay que
olvidar, y esto es el centro de este
artículo, que cuando el acceso al arte
y al pensamiento que la cultura
parasita es una necesidad vital y
política, el robo y el expolio, la expropiación,
son legítimos, es más,
son las únicas vías legítimas. Para
todo lo demás: copyleft.
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